Gloria Gervitz

 

 

Caer en “estado de poesía”,

para poder estar en el mundo

Svetlana Larrocha

Con motivo de la presentación del libro Migraciones —reciente edición de la colección “Letras Mexicanas”, del Fondo de Cultura Económica— y de la clausura del taller de poesía que impartió en la ciudad de Mérida a lo largo del 2002, Gloria Gervitz accedió a charlar con Tropo a la uña.  La poeta hace un recuento de su inicio en las letras, y de su proceso creativo y apreciaciones acerca del quehacer poético. Los comentarios entrecomillados —de Raúl Dorra y Blanca Alberta Rodríguez— forman parte de un estudio realizado para aquel volumen.

 

“Porque si la migración es un traslado, un cambio, de estado o de sitio, el migrante es alguien que nunca acaba de saber dónde está, cuál es su lugar, en qué momento ha partido y cuándo llegará, o por qué, si es que ha partido, está siempre en el sitio donde todo comenzó, alejándose, acercándose, ahí, fuera de ahí…”

 

Siento que la persona menos indicada para hablar de una obra es el mismo autor. Eso queda a los lectores. Uno escribe y que cada quien interprete. A mí no me gusta hablar de mi trabajo porque siento que predispone y condiciona la lectura a través de ciertas cosas personales que nada tienen que ver con el texto.

 

“En la obra de Gervitz las migraciones son muchas. Pero acaso la que puede señalarse como referencia en la medida en que toma la forma de un relato de origen, es la de aquellas mujeres —entre las que se contaba su abuela paterna— que emigraron de Rusia y de Europa central, y que llegaron a una América que nunca dejaría de ser ese otro lugar donde se buscarían quizá con la profunda necesidad de no encontrarse para que debajo del español no dejara de resonar el yiddish y el ruso, las sagradas frases hebreas que vienen al corazón a la hora de la plegaria; para eso, y para que la vigilia, que sería como un sueño prolongado, no interrumpiera el sueño en el que el cuerpo desciende a la profundidad de la raíz.”

 

No empecé a escribir poesía muy jovencita (porque hay quien comienza a los 16 ó 17), ya que mi vida de joven adulta tomó otro giro. Me casé una primera vez, tuve una hija a los 19 años y me divorcié. Afortunadamente, pronto, a los 23 años, regresé a estudiar y acabé la carrera de Historia del Arte. Más o menos a fines del 69 ó 70 empiezo a escribir poesía. Son dos cosas que me llevan a hacerlo: una, que estoy enamorada de mi primer novio, a quien he vuelto a ver pero quien tiene pareja, y a raíz de esto escribo una serie de poemas de amor; claro, eran muy sentidos pero muy cursis. Lo otro que me ocurre es que cayó en mis manos un primer libro de poesías, que resulta ser Libertad bajo palabra, de Octavio Paz. Y empiezo a leer. Creo que no entendí mucho lo que leía pero estaba presente el deslumbramiento y el sentir que algo pasa que te va a cambiar la vida. Fue como una revelación, algo mágico con este libro. Recuerdo que me gustaban unos poemas en prosa que él tiene, en especial “Mi vida con la ola”. Me dije entonces: “¡Qué es esto! Así quiero escribir! Y quedé marcada para siempre.

Estos primeros poemas se los leo a un amigo que tuve en esa época. Dijo que le gustaban y me sugiere asistir a un taller de poesía que se impartía en la Universidad, coordinado por Juan Bañuelos. Lo hice. Llegué un día en el que habían asistido puros varones: David Huerta, Marco Antonio Campos, Livio Ramírez, y me piden que lea mis textos. Lo hice  y me los destrozaron. Era febrero. Había mucho frío pero sentí cómo me escurría el sudor. Fue el sufrimiento total. Creo que fueron un poco brutales pero en el fondo me di cuenta que tenían razón. Aunque jóvenes, algunos incluso más que yo, estaban muy leídos y aun en su arrogancia estaban en lo cierto: mis poemas eran malos. Tenían cierta fuerza, sí, pero eran malísimos.

Todos destruyeron mis poemas pero todos también me hicieron una invitación a tomar un café o a salir. Entre ellos estaba Eduardo Santos, que también me hace una invitación. Eduardo es mi marido (sí, también él “le metió cuchillo” a mis poemas). Claro, primero hubo romance, rompimientos, reencuentros, la boda, etc.

Asistí muy pocas veces a ese taller. Como unas cuatro veces porque cuando llegué ya estaba disolviéndose. Sin embargo, fue la relación con Eduardo la que realmente me nutrió, al abrirme un mundo de lecturas que yo no había tenido. Leí y leí.

Lo primero que escribo después de la experiencia del taller, luego de un año, es algo que fue, sin ser tan bueno, como una puerta, como darle a la tristeza un color, una textura. A partir de ahí empiezo a escribir, de pronto algún poema, viñetas, textos que aparecieron en revistas como La vida literariaLa revista de la Universidad.

Pero algo me decía que todavía estaba yo “verde”. Es que se siente que algo todavía no es tu voz. Era el año del 76. Traía unos versos en mi cabeza que creo que son el inicio de mi primer “Shajarit”: “En las migraciones de los claveles rojos, donde revientan cantos de aves picudas y se pudren las manzanas antes del desastre, ahí donde las mujeres se palpan los senos y el sexo en el sudor de los polvos de arroz”.

 

“¿Intuiría entonces Gloria Gervitz que había empezado con unas palabras que, enriqueciéndose sin cesar, serían la clave de toda su obra?”

 

Pero no entendía el sentido de las palabras; me preguntaba qué era eso de “las migraciones de los claveles rojos”. Sin embargo, fue como abrir una llave, ya que a partir de ahí comencé a escribir y a escribir. Al inicio fueron muchas cuartillas y al final sólo quedaron dos: entonces sentí que estaba diciendo algo mío… estaba encontrando mi voz

“Shajarit” me sostuvo en una crisis personal que  por esas  fechas tuve… Me hubiera hundido sin él. Yo contenía al poema y el poema me contenía. Éste se publicó en una edición de autor en el 79. “Shajarit” –que en alguna ocasión se llamó “Fragmento de ventana”– tenía otro ritmo, más largo, y usaba muchas imágenes. En la segunda y tercera partes (“Yizkor” y “Leteo”) todavía se vislumbra un poco de esto, aunque más dosificado.

 

“Las composiciones de Shajarit, no sin modificaciones, quedarán incluidas en un libro de 1986 titulado Fragmento de ventana; al año siguiente aparecerá “Yiskor”.  Este libro recoge y corrige “Fragmento de ventana” y le agrega una nueva sección: “Del libro de Yiskor”; en él se puede apreciar una intensificación de la actitud interrogativa (“¿Me oyes?”, “¿Hubiéramos sido amigas?”, “¿Donde está tu muerte ahora?”, “¿Quién recordará mi casa?”) y sobre todo la incorporación de un elemento que en adelante será fundamental: el blanco de la página.
“En 1991, una cuidadosa edición del Fondo de Cultura Económica recoge lo publicado hasta entonces y agrega una nueva sección: “Leteo”. Todo el conjunto tiene ahora un solo nombre: Migraciones, un nombre parido por la propia obra y con el cual la autora reconoce, acaso por primera vez y no sin vacilaciones, que lo que hasta entonces había escrito no eran sino partes -secciones abiertas, disponibles- de un único Poema, un Poema que ha tomado la palabra o más bien el mando. El Poema manda y la poeta sabe que su oficio es ahora la espera, la obediencia a una voz que se forma o se transforma en la tensa oscuridad.”
Es más bien en “Pythia” donde el silencio comenzó a irrumpir con intensa fuerza y le empezó a ganar espacio a las palabras. Es una de las partes a la que le tengo más cariño. Fue un regalo escribir este poema. Hasta me dio cierta euforia, quizá porque da miedo darle todo el lugar a la palabra.

 
“En 1993 Gloria Gervitz publica Pythia, un libro de belleza precisa en el que la concisión verbal no impide el despliegue de una sensualidad minuciosa que se aprecia en la selección del papel y de la tipografía, en la formación de la página donde se crea una zona fisiográfica para que no sólo se perciba la intensidad de las palabras -sonido y sentido- sino la intensidad de la espera o el silencio.
“En 1996, El Tucán de Virginia entregará un nuevo estado de Migraciones. Esta edición recoge “Pythia” —sin la quinta parte— y agrega una reciente etapa del Poema: “Equinoccio”. En “Equinoccio”, donde los versos son breves y el tratamiento de la sintaxis —que tiende a una reducción de los verbos— produce el efecto de una cierta despersonalización de la voz, el poema se vuelve sobre el cuerpo que se ofrenda, se abre, cede a su propia gravedad en un gesto de gracia sacrificial. Por primera —y única— vez el sujeto hablante —¿la propia palabra?, ¿la voz de ese cuerpo?, ¿un “ella” que toma distancia del “yo”?— se dirige a un interlocutor en masculino: “Y dijo / oscuras son mis ropas / y tú más oscuro que nunca me desbordas / pero soy yo la que cruza los límites” ¿A quién habla ella? ¿Ese “oscuro” es un sujeto masculino situado fuera o es acaso el “oscuro” de lo femenino?”

 

Hace muchos años, en otra entrevista me preguntaron qué pasaría si dejara de escribir y respondí que me moriría en vida. Pero uno afortunadamente cambia: ahora, de un tiempo para acá, siento que si lo que escribiera ya no dijese nada o fuera un plagio de mí misma, lo que más desearía sería tener la humildad de saberme quedar callada.

 

“Y ahí, en el lugar donde “el cuerpo cede” (son las últimas palabras de “Equinoccio”), la poeta persiste en la espera de lo que ha de venir para que el Poema prosiga. El día y la hora nunca se saben: algún tiempo después, en circunstancias extrañas -en la India, en el espacio del sueño- unas palabras se le imponen y debe levantarse a escribirlas. En tono bajo, las palabras, advierte, le llegan en inglés; el inglés es su segunda lengua pero su comparecencia en el trabajo poético no estaba prevista.”

 

En los talleres literarios que imparto, casi siempre recomiendo la lectura de prosistas, entre ellos Clarice Lispector, Enrico Baricco, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez. Mira, la prosa de estos autores está cargada de poesía. Rulfo es genial. Un amigo poeta me dijo que al leer Pedro Páramo, cuando llevaba como seis o siete páginas, gritó: “¡No aguanto más tanta belleza!”

Siento también a la poesía de ahora tan engolada, tan retórica, que considero que se necesita dar otra más fresca, más limpia. Prefiero textos en prosa que digan, a poesía gastada o repleta de abalorios y tremendismos fallidos.

¿Cómo prescindir de  estos lastres? No hay receta. Depende de las lecturas, de la sensibilidad, de la percepción, de la disponibilidad de cada persona. El asunto es interno. Es, por decirlo de alguna manera, caer “en estado de poesía”. Claro, también es definitivo el talento. ¿Qué tanto talento se tiene? Eso que lo digan los demás, porque los poetas, la mayoría, nos sentimos muy talentosos. Pero debemos tener una enorme honestidad con nosotros mismos… y eso es lo más difícil

Cada vez más, creo, siento, que la poesía es una manera de estar en el mundo, de ver, de percibir, de entender el mundo. Así, he estado en la poesía desde 1970. Es la poesía la que me ha impuesto su tiempo.

Mi proceso al escribir es lento. Es que uno se enamora de lo que acaba de hacer. Una frase de Clarice Lispector que se me ha quedado grabada es “nunca me había enamorado salvo otras veces que ahora no recuerdo”. Lo más reciente que haces es lo que más te gusta. Y aprendes a desconfiar. Prefiero ver lo que he escrito –hasta donde es posible– como si no lo hubiera hecho yo. Tomar una distancia. Es como el enamoramiento: primero todo es hermoso y luego afloran los defectos.

Este proceso es una lección de vida. Mi carácter es más bien impaciente y no me ha quedado más remedio que imponerme una enorme paciencia. En este sentido, el trabajo del poeta es a veces desgastante y angustioso. Lo que se acaba por sentir al estar en la poesía, escribas o no, es agradecimiento.

Con la poesía no siempre funciona la constancia, a diferencia de otros trabajos. El estar no se manifiesta en escribir o en leer, y no se puede cuantificar lo que “vale la pena”. En ocasiones, las épocas de aparente esterilidad son bien fértiles… así que he aprendido que esto es algo que yo no controlo. Yo no mando sino la poesía. Por eso me gusta mucho ese verso de W. C. Williams: “el corazón es un amo ingobernable”. Entonces, lo parafraseamos y decimos: “la poesía en una ama ingobernable”.

A veces se dice más cuando no dices todo. La poesía en español es muy musical, muy rica, tan barroca que el consejo de Borges es magnífico. El inglés es una lengua un poco más seca, y a veces un baño de esta “sequedad” y de este “ser más directo” es bueno. Se puede ser barroco fascinante como Lezama Lima o Sor Juana, pero eso es la voz de cada quien, la respiración de cada quien sabe lo que tiene que decir y cómo lo dice. No hay reglas. La gente quisiera una fórmula que no hay. La única sería intentarlo, aunque tampoco quiere decir que vaya a resultar. Pero bueno, el hecho de intentarlo vale la pena.

               Migraciones comenzó en agosto de 76 y los cinco últimos poemas que cierran el libro los escribí este año. No sé hasta dónde van a llegar estas migraciones… si la que manda es la poesía, cómo puedo saberlo.

 
“Migraciones: transferencias que, antes que desplazamiento, son la inmersión o el descubrimiento de que el lugar donde se está es en realidad otro lugar, el lugar de lo que falta: memoria que es olvido y de nuevo memoria, luz en la que la presencia se desteje, transfigurada por un vidrio o disuelta por el agua; voz que no se alcanza a reconocer porque no se sabe si es la que pronuncio o la que aguardo, si es la que he vuelto a decir o la que callo, la que alguien insiste en negármela: “Me vuelvo y miro abajo y miro atrás (…) Y yo, dónde estoy?””
Es el tiempo quien me ha ido diciendo que cada verso forma parte de lo mismo. En algunas ocasiones, lo confieso, integré algunas partes con duda. Pero sí. Es un solo poema con seis partes, y ya estoy trabajando la séptima parte que he titulado “Septiembre”. Eso sí: si lo que yo siga escribiendo, resulta que es parte de Migraciones, lo incluyo; si no, no me preocupa. Sólo el poema lo va a decidir.

 

Svetlana Larrocha (Mérida, 1967). Escritora y periodista. Autora de los cuadernos Favilas nocturnas (Ediciones Presagios, 1997), y Dorado y carmesí (La Tinta del Alcatraz, 1999). Su obra aparece en la Antología de Letras y Dramaturgia (1999). En la actualidad, funge como secretaria de Educación de la Asociación de Comunicadores “7 de Junio de Yucatán”, A. C. Coordina el taller literario Castalia, en Mérida. Correo-e: gacecolu@hotamil.com

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