Carmen Boullosa

 

Me gusta ser una

autora marginal

Miguel Meza

—En varias de tus novelas (Mejor desaparece, Antes y Treinta años), el espacio narrativo primordial es el de la infancia. ¿Qué buscas de ti en el universo de la infancia que te lleva a regresar constantemente a él?

—No busco nada de mí cuando escribo. Si así fuera tomaría psicoanálisis o estudiaría alguna disciplina oriental que me ayudara a descubrir mi yo. No me interesa mi yo. Escribo para escapar de mí, para entrar a otros universos. Ahora bien, la infancia como paraíso perdido fue para mí un atractivo narrativo: no lo es ahora. Me interesaba el mundo imaginario ajeno al adulto, el mundo donde la ley social no ha terminado de formar la imagen colectiva, el mundo donde se crea una especie de imaginario salvaje.

En Treinta años, cuando el pueblo se industrializa, se corrompe; cuando Delmira toma conciencia, desparece la visión mágica que recorre estas páginas. ¿El progreso y la madurez se acompañan de la pérdida de la fantasía?

—La fantasía también es privilegio del adulto. Solo que éste fabula de una manera distinta. En Treinta años, ese fabular es el del adulto, no el de la niña. La niña habla del dolor de la pérdida de la infancia, un dolor que conocemos todas las mujeres (y que el hombre vive de manera diferente). La novela habla de eso, sí, pero no aborda de manera precisa el imaginario infantil. No fue mi intención.

—Pero Treinta años ¿no es también la historia de la infancia del pueblo y de la infancia de Delmira?

            —Curiosamente, veo Treinta años como una novela diferente. Aquí se describe la llegada a la adolescencia de una niña al final de los sesenta, con la fe en la revolución cubana, con un movimiento social que levantó a la población juvenil en todo el planeta: la generación  del ´68. A esta niña la levanta la ola en un pueblo aislado: Agustini. Como mi regreso a este momento es un regreso literario, utilicé un lenguaje narrativo que fue la cresta de la ola de esa época: el realismo mágico. Treinta años es una visita paródica, un estado de apoderamiento de un estilo narrativo. La niña utiliza su imaginario infantil y desvaloriza ese estilo, lo caricaturiza y lo fecha en esa época. Esta novela habla de la imposibilidad de volver a la infancia, pero sobre todo habla del sueño colectivo que siguió a esa generación. Es el ´68 vivido en un pequeño pueblo aislado.

El caso de Delmira es el de una infancia literaria. Treinta años es una visita a una realidad literaria inventada por una generación de escritores: Elena Garro, García Márquez. Treinta años no es una novela que hable de la sicología del niño, es una fantasía creada. Ese imaginario al que la novela hace referencia es el imaginario adulto, no el de la niña. Delmira es víctima de un mundo ya fijado y catalogado por los adultos, no creado desde sus ojos de niña: no es ella la que está viendo las visiones, es el mundo adulto de Agustini que para enfrentar su compleja realidad social vive ese imaginario.

—La narradora es una intelectual adulta que recuerda, desde Alemania, su pasado en ese pueblo. Pero el enfoque y la visión son los de una niña. El adulto nunca se entromete con reflexiones ni trata de explicar nada.

            —Hay una visión de niña, pero es una visión completamente maliciosa. A la niña se le obliga a vivir en un imaginario creado por adultos. Contrario a lo que pasa en Mejor desaparece y en Antes, ella tiene más coherencia que el imaginario adulto. Ella, y después el maestro de la secundaria, su cómplice, se rebela contra este tipo de imaginario, donde no quiere vivir. Ella quiere un mundo donde las agujas de la tornamesa se posen en el disco para que pueda escuchar la música que escuchan todos los jóvenes. Ella quiere estar articulada al ´68 de la manera en que está articulado un chico en Berlín, no uno latinoamericano. ¿Por qué?: en Latinoamérica tendrá puestos los pies en el fracaso, en la revolución cubana, en un imaginario colectivo que se exacerba porque no es capaz de mirar sus propias lacras y sus propios vicios con un ojo sólido y frío. Es cierto, la historia no está contada con la voz del adulto, pero está toda esta reflexión del adulto que te hago yo ahora y que está detrás de la novela. La niña está obligada a comerse el pan de la revolución cubana, del realismo mágico, de la generación del ´68 desde un rincón latinoamericano, y ese pan no le gusta. Por eso lo deja cuanto antes.

Por otra parte, es un pan que no le permite hacer las luchas que ella desea. La obsesión de la pequeña Delmira es hacerse de su propio cuerpo. Tiene una conciencia de su persona que le permite decirse que tiene derecho a su cuerpo, completo, entero. Y en este pueblo sofocante donde vive, la mujer no puede ser dueña de su cuerpo. Está la renuncia de la abuela, quien es frígida; está la vida insatisfactoria y terrible de la mamá; y Delmira ahí no tiene espacio ni destino. Ahí no tiene posibilidad de una profesión, ni de tener su cuerpo entero, ni de tener una conciencia. ¿Por qué? Porque es mujer en un pueblo donde las mujeres no tienen una posibilidad de vida completa. Quiere hacerse de un cuerpo, pero su cuerpo es hostilizado: es víctima de un intento de violación en la panadería y es finalmente violada por los militares, o manoseada (no sabemos a qué grado llega la vejación). Por lo tanto, es la pérdida del cuerpo que ella está tratando de construir. Es un pueblo que está decidido a acabar con ella y acaba con ella de la peor manera.

—¿Puedes precisar por qué el personaje se llama Delmira y el pueblo Agustini?

—Delmira Agustini, la poeta uruguaya, quería obsesivamente hacerse de un cuerpo en sus poemas. Era una poeta erótica extraordinaria que, en su imaginario modernista, tenía la obsesión de construirse un cuerpo erótico como la pequeña Delmira de esta novela. Aquella gran Delmira también fracasó en su intento: acabó asesinada por el marido cuando ella había firmado el divorcio que le iba a permitir la vida libre de una mujer que no estᇠsometida a un matrimonio tradicional ni a la ley de los padres (porque ella ya iba a ser una divorciada). Fallece, como también fallece mi pequeña Delmira. Es un homenaje literario a la Delmira Agustini. Es un homenaje literario al intento de creación de un cuerpo erótico: el amor-pasión se inventó en la literatura; el erotismo, como lo entendemos, es también un refinamiento de la literatura. Puedo entender que un lector piense que esta es una novela que habla de la infancia. Mi intención como autora es que no: Treinta años habla de la pérdida de la infancia como algo irreparable, y de la construcción de un cuerpo como una causa perdida.

—Hay una historia oscura en la familia, una historia planteada a la niña por el vendedor de echarpes a manera de acertijo, pero es tan terrible que nunca se cuenta o  tal vez no queda suficientemente claro…

—Yo creo que está claramente dicho el acertijo: que al marido de la hija lo cortejó la madre también. Es decir, el padre llega a la casa y tiene también una historia con la abuela. Es terrible, pero, por otro lado, comprensible, pues la abuela es jovencísima. Son generaciones en que la madre y la hija se llevan dieciséis años. Yo me imagino que lo que pasó es que él era amante de la madre, pero se casa con la hija. Esta es una situación que ningún hombre decente puede soportar; por eso las deja. Se va y no las quiere volver a ver nunca, aunque haya una víctima: la niña. Hay, también, un odio enorme de la abuela por la nieta, porque es la certificación de que el hombre que ella deseó no fue de ella sino de la hija.

—¿Por qué no narrar esta historia de manera más explícita?

—Porque ya adulta, Delmira no quiere interpretar este acertijo. Es obvio que para ella hasta el último minuto eso es importantísimo. Porque si un hombre hizo el amor con la madre y con la hija, también puede hacerlo con la siguiente generación. Ella nunca se recupera ni de la violación ni de la relación con el padre. La Delmira adulta es un desecho, es una persona que se ha dedicado a huir. Ella se ve orillada a volver al pueblo, pero narra el pueblo al que tampoco puede volver. Primero, porque el pueblo tampoco existe, es otro; y luego, porque ella sabe que tampoco tiene cabida ahí. No sé qué le queda después de la novela. Tal vez lo único que le queda es su memoria de esos años de infancia a los que vuelve, aunque es un paraíso perdido para siempre. Para la narradora y personaje, no para la autora, la novela es el regreso a la infancia y la certificación de que la infancia nunca va a volver.

—En su huida, Delmira ha apostado por un mundo racional. Cuando lo empieza a traicionar, inicia su regreso a un mundo mágico, al mundo de la infancia.

—Para mí, psicológicamente tiene una explicación. Es una niña que vivió repudiada por la madre y la abuela, entre las cuales hay una complicidad y una rivalidad terribles. Cuando la niña empieza a crearse un mundo público, es violada, expulsada del pueblo, llevada con un padre con el cual tiene una relación difícil y una amenaza de incesto. Ella nunca tiene una sicología completa. Cuando cuenta su historia, está en un momento de su vida en que ya no tiene a dónde ir, sino su propia memoria. Vuelve a su memoria, pero ésta la ha hecho una paria. Sin embargo, en su memoria hay placer, porque es una manera de regresar a donde estuvo viva. Por eso creo que esta novela es placentera, no triste, aunque la historia sea siniestra. Cuando Delmira cuenta su historia, lo hace con una inconsciencia psicológica terrible. No sabe que nos está haciendo la revelación de su derrota.

            —En la novela hay una visión atroz para la niña: la de su madre haciendo el amor con el cura del pueblo. A partir de esa visión, empiezan a ocurrir hechos fantásticos en el pueblo. ¿La fantasía sustituye la realidad de una sexualidad que Delmira reprime?

—Me parece una interpretación válida, pero no la comparto. En efecto, es ese imaginario hay una huida de un hecho catastrófico. Pero el que huye es el pueblo. De lo que está huyendo el pueblo completo es de su racismo y de su ilegitimidad. Donde había un pueblo de indígenas hay ahora un pueblo donde los indígenas viven en esclavitud. El imaginario fantástico del pueblo es pues un mecanismo de fuga. El que tiene conciencia de las cosas, el profesor, no ve los hechos fantásticos. No los ve, porque él no quiere fugarse de nada: él se da cuenta del racismo, de la esclavitud y de la injusticia.

—¿Corresponde a tu abuela de Tabasco el personaje de la abuela literaria?

            —No. Mi abuela era un personaje totalmente diferente. El pueblo de ella, Comalcalco, también es muy distinto; un pueblo, aquí entre nos, bastante feo que ella odiaba, que le parecía insufrible y que abandona cuando sale Garrido Canabal.

Con sus relatos, la abuela de Agustini legitima la condición clasista del pueblo.

—Sí, la abuela es una reaccionaria. Mi abuela no, mi abuela fue garridista, fue una mujer que trabajó sola desde los 43 años de edad, que crió a sus hijos sola, viuda, que vivió en la ciudad de México…; no se parece a esta abuela. Pero así como hago mis homenajes literarios, también hago mis homenajes personales. Y aquí está el homenaje a los cuentos que me contó mi abuela cuando yo era niña, sus cuentos fabulosos de Comalcalco, que fueron para mí un deleite. Es un homenaje a su fabular.

 

No tengo buenas relaciones con

los grupos de poder literario

—De pronto, la crítica literaria te trató con dureza, ¿Qué opinas de esta actitud?

—La crítica adoró mis primeras novelas. Hasta Son vacas, somos puercos era unánime el respeto por mi trabajo. A partir de Duerme algo pasó, que ya no le gustó. Cambió  radicalmente la lectura de mi obra. Sin embargo, yo creo que Duerme es una novela muy superior a Son vacas, somos puercos. Así ha sido la recepción en el extranjero: en Francia lleva tres ediciones, en Alemania también, en Holanda le fue espléndido, etcétera, pero en México no fue bien vista. Dejé de caer bien con Duerme, con Cielos de la tierra, con La salvaje. No estoy de moda; no le gusto a la crítica mexicana. Tampoco le va a gustar Cleopatra. Ni modo: allá ella.

—¿A crees que se debe?

—En parte es mi personalidad, en parte es la misoginia del mundo cultural. Además, por editar en Alfaguara, yo entré en el saco de los best seller, lo cual es ridículo. Pero también en parte es porque yo no he sabido hacer relaciones de poder. Por ejemplo, Sergio Pitol escribió acerca de Treinta años, y “Letras Libres” no quiso publicar su artículo; lo sacó “Equis”. No tengo buenas relaciones con los grupos de poder literario, ni las quiero tener. No me he dedicado a eso, no me interesa, no me gusta. Me gusta ser una autora marginal. Me ha hecho bien que la crítica en México me haya dejado de mimar.

¿En algún momento, la recepción de esta crítica cambió tu idea como escritora?

—No. Yo sigo con mi misma apuesta narrativa y poética. Creo que con mayor madurez. Soy la misma autora, pero ya no tengo 28 años.

—¿Cómo es tu vida literaria?

—Sólo tengo amigo escritores, con quienes llevo relaciones muy fuertes, muy íntimas. No hago complacencias. Detesto el circuito de hacer favores. Renuncié a ser dictaminadora de las becas del Sistema Nacional de Creadores (lo cual, por cierto, me acarreaba buenas reseñas críticas). Pero renuncié a hacerlo porque me dio asco: me di cuenta de que la gente me cortejaba para que votara a favor de sus becas; me hablaban a la casa, escribían de mi obra. Yo no quise pertenecer a ese sistema de favores. Eso me parece indigno. Me parece que ha lastimado enormemente a la crítica mexicana. A mí no me gusta (no tengo pelos en la lengua, como estás oyendo) y no lo necesito. Que yo diga esto puede parecer arrogante, y mi arrogancia la pago doble: causo enfado y más irritación. Ya no soy una joven muy linda: cambió mi aspecto físico y mi intolerancia ya no fue aceptada en la situación imperante. Todo esto me hace bien como artista. Me da un espacio de aislamiento, de rigor interno.

¿Qué obra te hubiera gustado escribir?

—¿Con quién fue mi último ataque de envidia? Hace poco fue con Penelope Fitzgerald, una autora inglesa que murió hace poco. Tiene una novela sobre Novalis que se llama La flor azul. Es una novela extraordinaria, genial, que toma al personaje desde donde a mí me hubiera gustado tomarlo. Domestica a este personaje increíble: Novalis antes de empezar a escribir. A una que siempre leo con envidia es a Silvina Ocampo.

¿Qué personaje literario propio admiras?

            —Cleopatra, por la manera en que se enamora y se desenamora de Marco Antonio, por la manera tan bárbara en que entra a la fatiga de la vida conyugal: con una carga de imaginación y de aventura. La historia de amor de Marco Antonio y Cleopatra duró 12 años, y hasta el final estaban locos el uno por el otro, según dice la historia oficial, la occidental. Quiere decir que ellos, contrario a Romeo y Julieta, a Abelardo y Eloísa, y a todas las parejas míticas occidentales, vencieron al manto de Deyanira.

La historia del manto de Deyanira es una metáfora perfecta de la vida conyugal. A causa de un ataque de celos, Deyanira, la mujer Hércules, impregna la túnica (que el héroe utilizará en una ceremonia de consagración) con un supuesto filtro amoroso para recuperar el amor de él, que está deseando a otra mujer. Pero el filtro tiene sangre del centauro que fue muerto con el veneno de la Hidra. Cuando Hércules viste el manto que la mujer le ha dado, éste se lo come vivo literalmente. Esta es una metáfora de lo que la vida doméstica hace a las parejas: es más fácil vencer hidras, dragones, centauros, que vencer la vida conyugal, es decir, el amor pasión llevado a la rutina. Nuestra cultura occidental no ha resuelto eso.

Respeto y admiro a Cleopatra por su sagacidad, por su capacidad de gobierno, por su ambición y su inteligencia. Es una mujer de acción que rompe con los estereotipos de lo que es una mujer o un hombre y toma lo mejor de ambos mundos, del masculino y del femenino, sin desertar de ninguno. Y además vence al manto de Deyanira.

—¿Qué personaje literario no propio admiras?

            —Se dice que los personajes de Bioy Casares no tienen hondura psicológica. Estoy en desacuerdo. El caraqueño narrador de La invención de Morel, este hombre en fuga que vive en un universo paranoico de la trama perfecta, es para mí un gran personaje, de carne y hueso: lo respiro, lo huelo, lo he visto. No me lo he encontrado en la calle aún, pero algún día me lo voy a encontrar, porque tengo el retrato perfecto. Mientras cuenta una trama vertiginosa, uno siente en él las ansiedades más comunes de un hombre y una mujer contemporáneos: el anhelo de que se haya hecho la invención de Morel, de que haya un Dios que gobierne nuestro destino. Él siente la certeza de que ese Dios no existe y que si existe está loco. Al mismo tiempo, desde que comienza la trama, es un prófugo de la ley y del orden social, como todos nosotros. Somos prófugos de la ley y del orden social porque el mundo se nos ha hecho invivible; ya no tenemos esa certeza ni esa fe ni esa fidelidad de los personajes decimonónicos ni de la primera mitad del S. XX, cuando uno podía apelar a la ley, al orden social o a la ciencia. Las cosas nos han salido mal. Hemos sido expulsados de una posibilidad de orden, pero anhelamos que ese orden exista. Por eso recurrimos de nuevo al inventor de la Ley, al hacedor de la Máquina Universal: y eso sólo va a ser un objeto de locos, una invención de Morel. (Entrevista publicada en TROPO 20, septiembre de 2001, primera época).

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