Poesía: vía para que algo
más allá de mí se exprese
René Vera
La poeta, ensayista y traductora Pura López Colomé —ganadora del prestigioso Premio Xavier Villaurrutia en 2007 y del Premio Nacional de Traducción de Poesía en 1992, entre otros reconocimientos—, estuvo recientemente en Cancún para dar a conocer su libro Poemas reunidos 1985-2012 (Conaculta, 2013), un extraordinario volumen que permite acceder a sus doce poemarios publicados a lo largo de treinta años de trayectoria. En la siguiente entrevista, la creadora habla con enorme generosidad sobre su proceso creativo, la importancia de la lectura en voz alta y el papel revelador del ser de la verdadera poesía.
Perteneciente a una familia tradicional yucateca, Pura López Colomé (México, 1952) vivió en su adolescencia dos influencias decisivas para su formación como escritora: por un lado, la figura de su padre —viudo con cinco hijos a cargo, hombre de gran cultura y melómano, que construyó una enorme biblioteca para sus vástagos—; y, por otro, su ingreso a un colegio de monjas en los Estados Unidos, hecho que determinó su “entrada real a la literatura”, donde recibió una educación católica que aparece “por todos lados en lo que he escrito.”
“No sé qué tendría que ocurrir para cercenar eso. Como dice mi capitán Seamus Heaney: ´si desde chico me enseñaron que los mares se podían abrir y que un pueblo entero podía cruzar por ahí, cómo no le voy a dar crédito a los milagros´. Es un poco esta condición de revelación que tiene la poesía, de epifanía.”
Vivía en ese entonces en Dakota del Sur, con un clima bastante extremo, en medio de la soledad “propia de alguien que vive en el mundo de los libros”. En este ambiente produjo sus primeros textos, de carácter escolar, uno de ellos se llamaba Noches en la biblioteca. “Recuerdo que la religiosa que nos daba la clase me dijo: ´esto que estás haciendo es crear, tú estás haciendo un ser nuevo, que tiene vida propia´. No me estaba celebrando, me lo decía de forma objetiva. Amante de la literatura irlandesa, esta maestra se convirtió en mi entrada a las obras de James Joyce, de Samuel Beckett, de escritores contemporáneos”.
—¿En qué momento de tu vida decidiste tu vocación por la literatura?
—Siempre tuve un gusto absoluto por todo lo relacionado con las lenguas (esenciales en mi vida), aunque no es lo único que me gustaba. Y siempre supe también que el mundo de la literatura lo va salvando todo, y te va ubicando en otro lugar, en otro lado. Sin embargo, como modus vivendi esto no se respetaba en mi casa: mi papá, a pesar de ser muy lector y muy culto, no quería que me dedicara a escribir. En mi familia no hay escritores, yo abrí brecha. Y ante la pregunta clásica: “de qué vas a vivir”, contestaba: pues viviré como se pueda, pero yo quiero ser lo que quiero ser.
Publicó sus primeros textos —poemas, ensayos, crítica— en el suplemento sábado del periódico unomásuno (uno de los más importantes de la época) que dirigía Humberto Batis, de quien era alumna en la carrera de Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ahí tuvo maestros excelentes, entre los que se encontraba Antonio Alatorre, cuyo magisterio era considerado por ella como un lujo.
—Háblanos de tu proceso creativo. ¿Cómo escribes?
—Creo en la inspiración, que puede venir de muy diversos caminos. Puede proceder de un sonido equis, de una música que te lleva a otra, que te lleva a otra, que te lleva a otra y que deriva en un verso que comienzas a repetir. Puede venir de una conversación escuchada a través de una pared, en tu propia casa, en un hotel. Tengo una disciplina de trabajo más o menos seria: toda la mañana, siguiendo un orden práctico (pues mis hijos van a la escuela en la mañana, y me tuve que hacer una persona diurna luego de ser nocturna). No escucho música mientras leo (pues ambas cosas no pueden convivir: una se subordina siempre). Necesito silencio para trabajar, y me gusta, digamos, estar en eso. No se puede hacer nada mientras se está haciendo eso, no me distraigo.
Leo y escribo todo el tiempo. Trabajo mucho lo que escribo, puede o no notarse, pero mis textos están trabajados. Leo cinco horas diarias, más una hora de lectura en voz alta, mínimo, que aprovecho para leerle a mi marido: él lee a través de mi voz. En la lectura en voz alta se revela todo, las faltas de afinación, las equivocaciones rítmicas que pueden tener un poema y un texto en prosa, la torpeza estilística, la falta de cuidado, todo eso sale en voz alta. Es la única manera. Siempre recomiendo eso: cuando creas que un texto ya está, pásalo por la prueba suprema de la lectura en voz alta. Ahí te das cuenta de tus repeticiones, del trabajo que debe hacerse. Ahora, no todo puede leerse en voz alta porque lleva mucho tiempo, pero si estás verdaderamente dedicada a eso, tienes que hacerlo. Yo lo hago de manera obsesiva. Leo una cosa una y otra vez, hasta que me convence.
—¿Cómo definirías tu poesía?
—Es una necesidad de introspección, yo pienso. Eso fue en un principio: querer buscar el porqué de ciertas cosas, qué sentido tiene tu vida en el esquema, y por qué cada persona tiene su propio mosaico interior. Siendo tan diferente una de otra, hay una zona que cuesta trabajo descubrir para conectarte con los demás. En un principio era eso, y una búsqueda de Dios, desde luego. Pero siempre tuvo que ver con la palabra, no con los temas. Entonces, es introspección, pero también la vía para que algo más allá de mí se exprese. Yo creo que ya no es el tema de la muerte, de la vida per se o del amor, o del camino de búsqueda personal, sino ese poder de la palabra donde tú intervienes para que eso se vaya expresando, un poco como el lenguaje del sueño, que realmente es una verdad tangible. No es una cosa que el subconsciente proyecte, es una realidad concreta. Digamos, en esa búsqueda estoy con la palabra. En el cómo lo dice el poema; en el poder decir; en el que al decir, algo se manifiesta. Como decía Eliot (otro de mis faros múltiples): lo que importa en el poema no es lo que dice, sino lo que es. Eso que es ahí.
Escribir es encontrar el monte de las musas personal, el porqué de la palabra. Escribir no tiene un sentido práctico —escribir para tal cosa, para dar consuelo—. Escribir no es en sí misma la cosa. Por ahí dice Heaney en su primer libro —Muerte de un naturalista (1966), en el final del poema Helicón personal—: “rimaba para verme a mí mismo / para desencadenar el eco de la oscuridad”. Hay algunos libros que he publicado en los que está más claro eso y hay otros que son pura búsqueda.
—¿Cuáles son esos los libros?
—Siempre se compromete uno con el último libro que ha publicado. Digamos, yo veo mi camino literario como una evolución. No soy de esos poetas que desde un principio ya eran Rilke. Yo tengo un camino más evolutivo. He tendido casi siempre al poema largo pero también tengo momentos en que no. Y ese último fue un esfuerzo de mi parte para definir más esos dos caminos y ceñir la expresión lírica. Entonces son poemas más cortos; por eso, creo que se acercan más a la compañía de la música como creación, lo que tiene el lieder. Pero también tienen el otro registro largo, poemas en los que se cuenta algo, como decía Borges: “cantar y contar”. Lo que pretendo es que uno no quite al otro, que no haya uno que domine más. El ideal sería ese: que los dos estén de la mano. Es difícil de lograr. Porque el poema narrativo, en el que distingues algo que se cuenta, te puede llevar hacia la pérdida de ritmo y derivar en la prosa escrita, que no está mal, pero es algo que yo cuido mucho. La letanía en el huerto, es, por ejemplo, una prueba del colado, un intento rítmico libre, que tiene la metáfora en el centro desde luego, pero que lo puedes reducir, ceñir al máximo en una estrofa abiertamente lírica y hacer de eso un estilo, hacer de eso como una nueva forma poética.
Formada en la mejor tradición de la literatura anglosajona, con Shakespeare —“uno de mis faros”— y Emily Dickinson, Elizabeth Bishop, Marian Moore y Fanny Howe —sus “faros más tempranos”—, López Colomé reconoce que su acercamiento a los autores mexicanos fue tardío, entre ellos Alfonso Reyes y Francisco Cervantes, poeta con el que se identifica y al que respeta “de la A a la Z”.
No seguidora de alguna escuela —“como muchos de mis contemporáneos que sí son de la escuela de Octavio Paz, de la de José Emilio Pacheco o de la de Eduardo Lizalde”—, la escritora duda al mencionar nombres, pero reitera su admiración por Francisco Cervantes, su reconocimiento a Eduardo Milán, “extraordinario poeta a quien conozco de toda la vida”; y su identificación profunda con Coral Bracho y Tedi López Mills, “una de mis mejores amigas”.
Destacada traductora —del inglés principalmente, pero también del alemán—, fue reconocida justamente en 1992 con el Premio Nacional de Traducción de Poesía por sus versiones de poetas del siglo XX: Seamus Heaney, T.S. Eliot, Emily Dickinson, Gertrude Stein, Rainer Maria Rilke, Bertolt Brecht.
Al hablar de sus inicios en la traducción afirma: “Los recuerdo como una especie de angustia porque estaba perdiendo mi idioma. Una monja me dijo un día ´si te gusta tanto Emily Dickinson, ¿por qué no intentas traducirla? Para que no se te escape tu lengua´. Entonces empecé a jugar con uno de sus poemas y lo traduje de manera muy burda, sin la música y sin la forma que ella tiene.”
“Encontré ese poema, el 1302 de Dickinson, años después en Irlanda, cuando conocí a Barrie Cooke, un pintor amigo íntimo de Heaney. Lo tenía grabado en el muro de la entrada de su estudio. Es increíble cómo te va llevando la vida. Yo soy una convencida de que la vida tiene un diseño.” TROPO.
René Vera (Mérida, Yucatán, 1982). Se establece en Cancún en 2005, tras sucesivas residencias no consecutivas durante 20 años. Ha tomado el taller literario de Joaquín Bestard Vázquez, el de Narrativa de Miguel Ángel Meza, y los de poesía de Ramón Iván Suárez Caamal.