Por Daniela Chaires Garza
Hoy voy al bar. El lunes no me supo a día, más bien a hastío. Hoy voy en búsqueda de una nota. Ahí van a estar los de siempre: batería, guitarra y saxofón. Con sus caras de cada martes y su tendencia a pasear entre las mismas variaciones melódicas. El bajo participa a veces, el de la big band de la ciudad, llega y se incorpora a la melodía como buen cómplice musical.
Me dirijo en auto a ese lugar aislado entre el ajetreo del centro. Nada atraviesa sus puertas, adentro nada pasa. En esa planta alta solo hay personas tristes que portan oídos atentos. Queremos una nota, alguna sacudida.
Llego, subo y me paro al lado de la barra. Las mesas más cercanas al frente están ocupadas y espero de pie a que se libere un lugar. Enciendo un cigarro, pido una cerveza y bourbon, quizá me ayuden en el trance. Observo. La iluminación cálida acaricia una trompeta que con vida propia sale de su estuche. Bajo el reflector de una luz roja descansan las percusiones y la guitarra, al otro extremo del espacio que funge como escenario.
Empiezan. Suena el tema con el que siempre abren. A pesar de la naturaleza de este género, son predecibles en la improvisación. La guitarra y su exceso de pedal: distorsión. El saxofón con alaridos altos ruega por la conmoción en quienes escuchan. Estoy a la espera. En este primer tema no platican entre sí, escupen sonidos aislados, no hay conversación. Percibo monotonía. Debe ser por el bullicio entre las mesas de atrás.
Particularmente hoy sentí miedo de venir. Ha habido martes de claridad en los que paso por aquí, tomo algo, subo, platico, escucho la música por encima y me voy. Sin propósito fijo, sin necesidad vital. Esas veces entro sin miedo. Porque los afanes tienen a mi mente enclaustrada y no estoy en búsqueda de algo a qué aferrarme. Pero hoy en la tarde, a las 15:00 mientras comía, en el cielo corrían las nubes. Y el color de mi cocina cambiaba: soleado, oscuro y luego más soleado. No toleré, me puse lentes de sol. Mi comida, insípida y extendida en el plato, se enfriaba en lo que decidía meterla a mi boca y me agotó pararme tres veces a calentarla. Al meterla al microondas veía mi cara reflejada en la pequeña puerta del electrodoméstico. Ridícula, fea. Con lentes oscuros que no atienden a la miopía ni al astigmatismo, solo al insoportable cambio de iluminación en el exterior. No entiendo mis facciones ni la asimetría de mi rostro. Le di la espalda al microondas para esperar la señal sonora de que mi comida estaba lista. Dos minutos, escuché, la saqué, probé y me quemé. Infestada de hastío subí a mi cuarto sin comer y lo decidí: hoy tenía que buscar un motivo.
Ya están en la tercera pieza de hoy.
Se ha desocupado una mesa, un lugar ideal para escuchar con atención cada detalle. Veo las expresiones en cuerpo de los instrumentos y cómo tararean las notas que eligen. Me acerco, fuerzo la vista, el oído. Pido otra cerveza, enciendo otro cigarro. Armónicos y medio rígidos, interrumpen los solos de sus amigos. Mis manos comienzan a sudar y ahora tengo hipo, un vil distractor. Siento miedo de no salir sacudida y de regresar a casa sin motivos. Acomodo mi silla, contemplo con mi cuerpo la música, busco que sientan mi escucha devota, que lleguen y me hagan llegar. Que transpiren catarsis.
Respiro profundo, confío en que hoy puedo encontrar algo. Si hago caso al hastío que machaca mi cuerpo mientras escucho este diálogo musical aburrido puedo perderme de algo digno. Me convenzo de que es mejor permanecer aquí y esperar. Voy al baño a orinar, ya tomé cuatro cervezas. Regreso y van en el quinto tema. El mesero me pregunta si quiero algo de comer. Le digo que no, que no quiero masticar porque me distrae. Me echa una mirada de disgusto, cambia el cenicero de mi mesa y me ofrece más bourbon. Acepto sin voltear a verlo y con los pies bien puestos sobre el piso. Quiero sentir cada vibración a través de las plantas de mis pies en estas tablas de madera.
Estoy desesperada. Seis standards y me siento igual. Espero la jam session, quizá alguien nuevo al frente les salpique de emoción y les invite a explorar sonidos. La trompeta ha estado detenida en el aire, no ha participado. Se incorpora y empiezan juntos el séptimo tema.
Ahora sí, a través de las ondas sonoras puedo percibir entendimiento entre los instrumentos. El retumbe en el latón y acero inoxidable se antepone a la melodía pensada. El cuerpo del instrumento manda, tiene mejores ideas. Fluyen notas, se añaden algunas extraviadas, sin descanso, una tras otra. Ahora corren, se empalman, caen en seco y se aniquilan. Estoy a la espera de la mía. Llegan más, salen de partes de los instrumentos que estaban ocultas hasta ahora. Me excitan las vibraciones polirrítmicas y siento sonidos ásperos clavarse en mi piel. Está por llegar la mía. La anhelo, quiero que perfore mis oídos, desgarre mi tiempo y me regale un motivo. Espero. Vienen muchas, bailan en mi cara y se van de regreso. Llegan más, sin tiempo para recobrarse ni canturrear por sí mismas. Mueren en menos de un segundo y solo me cuelga de las orejas un sonido lánguido, el rastro. Tengo que aceptar su muerte, sé que debo querer su muerte para que llegue la mía y atienda mi necesidad.
Escucho y espero.
Juego con mis dedos contra el vaso de cristal que cuida el bourbon: 1, 2, 3, 4… leves golpecitos. No siento llegar la mía. El saxofón escupe y regala su última intervención, en ladridos altisonantes. Sus amigos callan, lo dejan cerrar la melodía de esta noche. Las mesas bulliciosas del fondo perciben que terminó la tocada. Y aplauden. Quizá el motivo es que ya acabó este tributo musical invariable.
Yo estoy sentada. En desilusión. Me espera un trayecto interminable hacia una casa que ahora está completamente oscura. Tropo
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La imagen que acompaña este cuento fue tomada sin permiso de este sitio: