Carlos Hurtado: retratos en claroscuro


Por Miguel Ángel Meza


Tengo a la vista una fotografía suya que captura su más intensa paradoja. Es un acercamiento casi cerrado de su rostro, donde la mirada concentra una especie de soberbia sin arrogancia, un orgullo no exento de satisfacción interior. Hay ahí una especie de fiereza apaciguada de león magnánimo que ha sometido a su presa: esa gacela del éxito que parecía habérsele escapado injustamente durante mucho tiempo y a la que por fin ha subyugado. La vista fija en el objetivo de la cámara parece atisbar con seguridad los años por venir, que en lo literario él esperaba más que promisorios. En la frente amplia —que alarga aún más su rostro pétreo de líneas caballunas y rectangulares— se vislumbran ya las ineluctables arrugas de un carácter que a veces podía ser vehemente hasta lo explosivo.

            Lo escolta el humo del infaltable cigarro al cual ha dado la calada profunda, una nube lechosa que cubre parcialmente el bigote, se desliza por la mejilla y se expande por el cabello encrespado. Y aunque en la pose toda hay algo demasiado producido, dirigido seguramente con meditada mercadotecnia por quien firma la foto —Lydia Cacho—, hay que enfatizar que la imagen corresponde a uno de los grandes momentos en la vida de Carlos Hurtado. Ese momento que es, sin duda, el parteaguas de su existencia en muchos sentidos: la publicación de Cancún, todo incluido, la novela que lo catapultó como un creador más que competente, la que lo posicionó como el precursor de este género en la ciudad y la que puso una vara muy alta a sus propios afanes creativos posteriores, pues ya no la pudo franquear.

           Es sorprendente que esa foto no haya sido digitalizada y no aparezca en internet, siendo quizá la mejor del escritor. Las pocas imágenes de él que arroja el monstruo cibernético expresan otras facetas de Carlos, más reveladoras de sus altibajos anímicos, e incluso una, que francamente lo muestra deteriorado, con una consunción alarmante y unas ojeras de enfermizos tonos violáceos, tal vez tomada cuando ya era presa del mal que lo aquejaba y que lo llevó a la muerte. La foto de la que hablo —la tomada por la periodista cuando ésta aún no se volvía noticia de primera plana— es de 2001, aparece justamente en la solapa de la primera edición de la icónica novela local y representa gráficamente la culminación radiante de un accidentado proceso en la vida literaria de Carlos que se remonta en mi memoria a diez años antes de esa toma.

            No ubico el momento exacto en que lo conocí, pero las vivencias más significativas de nuestra amistad ocurrieron antes de esa foto por supuesto, porque después —como lo he dicho en otro testimonio— nuestros caminos tomaron derroteros distintos que nos alejaron. Esa convivencia previa era muy cercana e intensa, desenfadada y cordial, y alternaba bohemia y cultura, disipación y anhelos de gloria literaria —como sea que entendiéramos esa aspiración en un sitio tan hostil para esos sueños como el Cancún de entonces.

            Cuando llegó a establecerse a la ciudad en 1984, el joven arquitecto de 29 años seguramente venía con el espíritu henchido de esos sueños, pues acababa de egresar de la escuela de escritores de la SOGEM y deseaba poner a prueba sus talentos y conocimientos adquiridos, lo cual logró cinco años después, en 1989, con una mención honorífica en el Certamen Internacional de Cuento Juan Rulfo. Seguramente quien nos presentó fue Víctor Hugo Guzmán Olague, en ese entonces coordinador fugaz de una sección cultural en Novedades de Quintana Roo, diario en el cual yo acababa de concluir mi ciclo para convertirme en editor de la efímera revista Cancún Magazine que dirigía Fernando Martí desde la ciudad de México. Lo primero que me impresionó de Carlos fue su estatura, su delgadez un tanto desgarbada pero sólida, de brazos correosos y manos peludas e inmensas, y sus ojos escrutadores y duros, de mamífero receloso, que se ablandaban hasta casi enternecerse cuando percibía una comunicación sincera y cómplice con su interlocutor.

            Fiel a sus objetivos —darse a conocer—, en poco tiempo supo abrirse un espacio con proyectos colectivos que aglutinaron a una comunidad de escritores ávida de nadar en aguas distintas a las que ofrecía el paraíso turístico. El primero de esos emprendimientos fue la colección Cuadernos de Cancún que inició en marzo de 1994 con la publicación de sus propios cuentos, siguió con los escritos incipientes (que rima con deficientes) de sus amigos y luego con los de otros que se fueron acercando. En total sumaron poco más de 45 cuadernillos, el proyecto duró poco más de un año y fue financiado por el Instituto Quintanarroense de Cultura y luego por la Asociación de Escritores de Quintana Roo, que el propio Carlos fundó en 1995, con lo cual logró repercusión mediática y celebratoria, inusitada si tomamos en cuenta los bajos estándares culturales de la localidad.

            Llevaba a cabo esta labor en la amplia oficina-recámara situada en lo alto de la casa que había adaptado en la SM 91, y de la cual yo fui asiduo durante ese tiempo y seguramente tolerado gracias a la hospitalidad de su esposa Claudia, de la cual me hice amigo también. Recuerdo especialmente los sillones de concreto en la que era la sala propiamente hablando, los nichos que se abrían en las paredes y que abrigaban piezas de artesanía, la pequeña barra que dividía esa estancia de la cocina, una barra sobre la cual muchas veces compartí los alimentos, gracias a la generosidad que distinguía a la familia. Pero, sobre todo, evoco una escalera de madera que conducía al recinto que coronaba la casa, esa especie de enorme terraza cubierta que mi imaginación seguramente agranda, distorsiona, recompone y que quizá por eso la hace más entrañable. Ahí, mientras lo veía editar esas plaquettes de colores, Carlos se permitía beber con fruición casi obsesiva, algo que seguía sorprendiéndome aun conociendo lo proverbial de su consumo de cerveza en esa época. Acompañaba esa ingesta etílica con unos Delicados sin filtro y, no eventualmente, con pitillos de los otros, su cannabis sativa que nunca faltaba, y que formaban parte de su cura particular. Aunque lo decía un tanto en broma, un tanto en serio, pronto descubrí que detrás de su fortaleza —real y comprometida, pues se sabía el pilar de una familia que además incluía hermanos, cuñadas, compadres y amigos, a los que siempre ayudaba— escondía una cierta fragilidad nerviosa, cuyos efectos parecía vigilar, como si estuviera al acecho de un ser ominoso dentro de sí que pudiera asaltarlo, y que quizá de esa forma apaciguaba.

            Tampoco puedo consignar el momento exacto en que supe de una circunstancia de salud que sobrellevaba en secreto y cuyo conocimiento por mi parte recompuso la imagen singular que de él me había forjado. Hablábamos quizá de Dostoievski y la epilepsia que el escritor ruso padecía y alrededor de la cual se había generado una leyenda que vinculaba su genio a lo que entonces era considerado un mal sagrado.  Fue en esa charla tal vez cuando me reveló la enfermedad que padecía y cómo ésta se había convertido en una condición médica controlada que, por eso, no representaba un obstáculo para su vida productiva. Y no lo era en realidad, pero a partir de esa información pude explicarme sus recaídas súbitas en tristezas rayanas en la melancolía y la depresión, y sus regresos abruptos a la actividad febril con arrebatos vitales que contagiaban entusiasmos. Incluso llegué a olvidarme de esa revelación hasta que presencié una de sus crisis convulsivas. Estábamos frente a su computadora, donde me mostraba un escrito, cuando de repente sentí un empujón abrupto y lo vi desplomarse cuan largo era, víctima del ataque, controlado pronto por su esposa (a la que llamé a voces) y quien lo asistió con sensatez amorosa y sangre fría. Cuando recobró poco a poco la conciencia vi desnuda la mirada de Carlos, que salía ahora sí de las profundidades, y que yo solo había atisbado al principio, porque siempre la encondía tras una máscara de severidad que algunos confundían con dureza y arrogancia. Había miedo existencial en esa mirada y una interrogante al mundo que lo rodeaba, incluido el amigo cuya contemplación compasiva espejeaba la del enfermo.

            Probablemente, por eso llegó a practicar terapias alternativas, como el ayuno prolongado y la uroterapia, aunque no sé por cuanto tiempo mantuvo esta práctica. Ingerir “el agua que fluye de tu propio manantial” se había popularizado nuevamente en ese entonces. Y aunque sabíamos que beber la propia orina como remedio tradicional alternativo seguía siendo una práctica muy polémica en Occidente, condenada por la ciencia oficial, él defendía sus propiedades terapéuticas no solo por sus efectos en la salud, sino por sus implicaciones espirituales acerca de la curación del ser por sí mismo, e incluso como una forma de la humildad extrema.

            Estas búsquedas interiores trataban de paliar quizá dos rasgos de carácter que lo incordiaban: el orgullo desmedido a veces jactancioso y el resentimiento enfermizo ante los agravios sufridos, los reales y los que a veces su inseguridad se inventaba. Era consciente de estas caras de su personalidad y eso lo mortificaba, como muchas veces me lo hizo saber. Yo lo interpreté como mecanismos de defensa ante una realidad hostil, pues a mí me tocó en suerte vivir sus otras facetas: su generosidad franca y abierta, su afán protector (como si fuera el jefe de la tribu) y la ingeniosidad punzante de su carácter, que me divertía mucho, aunque a veces yo también fuera objeto de sus dardos verbales. De todos era conocido su ingenio para enristrar sarcasmos, juegos de palabras y acuñar apodos certeros que pintaban de cuerpo entero a la víctima elegida. Hábil para la carrilla, con su voz de timbres rasposos y un tono arrastrado que sabía invocar del barrio donde creció, Carlos hacía florecer a la menor provocación su sentido innato para el doble sentido y la punzada irónica donde más duele.

           Seguramente hay muchos, pero entre los que yo conozco, solo hay dos que casi lo igualaban en este terreno: Nicolás Durán y Fernando Martí. Recuerdo el día en que Carlos y yo —saliendo de las oficinas del vespertino La Tarde de Cancún, donde ejercíamos como editores en 1995— nos encontramos de frente con el flamante cronista de la ciudad. Venía caminando por el andador que conduce a la avenida Tulum desde la avenida Náder y ante nuestra sorpresa de toparnos a pie con el que sería el más importante empresario editorial, éste nos dejó sin habla con su comentario: “¡Vaya! ¡Qué privilegio! —dijo con su sonrisa característica que anticipaba la gracejada mientras extendía la mano a modo de saludo—: ¡La comunidad cultural de Cancún en pleno!

           Las filias y fobias de Carlos con sus amigos y adversarios tocaban a veces los extremos. Sobre todo, las fobias, producto de esa animosidad malsana casi lindante con el rencor que mencioné más arriba. Así lo experimentamos una madrugada de principios del 97 en La Casa del Escritor, cuando luego de la presentación de un libro y ya en la parte de tertulia bohemia, Hurtado e Ismael Gómez Dantés se vieron las caras. El desencuentro había ocurrido dos años antes, en junio de 1995 con la producción del libro Cancún 25 años: Voces de ciudad joven, para el cual trabajaron juntos. La versión difundida por Carlos fue que Ismael rompió un acuerdo cuando coordinó en la ciudad de México la producción de los tres mil ejemplares financiados por la Lotería Nacional y se acreditó como editor del libro. Siempre he creído que hubo motivos más fuertes —incluidos los económicos además de los egos— debajo de ese enojo, pero lo cierto es que la noche en que se encontraron en el mencionado lugar, el choque fue inevitable, pues para el momento se habían acumulado pugnas secretas, ataques sotto voce, que siempre terminaban conociéndose y que alimentaban la malquerencia. He presenciado peleas de escritores en la vida cultural de la ciudad —peleas lamentables que no pudieron resolverse con el diálogo verbal ni escrito—, pero esta me impactó por el odio desplegado en ambos contendientes y la fiereza con que se enfrascaron a golpes.

           Es notable que el promotor más exitoso de la literatura de Cancún en esa época no haya sido propiamente un hombre letras. No lo era en el sentido de involucrarse en la cultura literaria ni en la práctica de géneros distintos a la narrativa. A pesar de incluir principalmente a poetas en los Cuadernos de Cancún, no apreciaba especialmente la poesía, y aunque intentaba llenar en lo posible sus lagunas librescas leyendo a los clásicos y algunos títulos que yo mencionaba —sobre todo después de nuestras charlas sobre literatura—, muchas veces lo sorprendí en su palomar, tumbado en la cama, en sesiones maratónicas de consumo de películas de todo tipo, quizá obligado también por la necesidad de actualizarse en el producto que ofrecía en su negocio de entonces: una pequeña empresa de renta de videos —Video Kin, ubicada en la avenida Tankah— donde pugnó por sobrevivir antes de ser arrasada por Blockbuster, el monopolio gigante del momento.

            Llegó a intentar el ensayo de investigación —recuerdo un texto suyo muy extenso sobre sectas religiosas—, pero en realidad sus intereses intelectuales se debatían entre la crónica política, el periodismo y una inclinación natural hacia el ejercicio del poder para fomentar la gestión cultural desde la función pública, que también lo tentó. La definición debió de haber ocurrido cuando empezó a publicar su columna de crítica política que mezclaba el artículo de opinión con el estilo narrativo para denunciar los atropellos de los gobernantes y burlarse de las extravagancias, ridiculeces y corruptelas de quienes ejercían el poder. En 1996 recopiló estos escritos —que habían venido apareciendo en el periódico Por Esto! de Quintana Roo— y los publicó en un libro, Crónicas urbanas (el nombre de la columna), que tuvo una gran repercusión, en una edición que se agotó pronto y que debería recuperarse: aunque los actores políticos han cambiado, el libro sigue vigente no solo por la prosa punzante y amena de Carlos, sino porque las prácticas viciosas que denuncia continúan proliferando en el estilo de gobernar y solo han mutado como un virus maligno.

           Cuando en 1997 se dedicó de lleno al periodismo como editor de la sección de cultura del diario La Crónica de Cancún, Carlos había incubado ya el germen de su novela (obviamente política y de denuncia social), que le llevaría pocos años escribir. Ya no nos reuníamos como antes. Él se había subido a lo más alto de su montaña rusa anímica y ahora yo era el que atravesaba nubarrones existenciales depresivos. Pero nuestra relación se mantenía gracias a las reseñas literarias que le enviaba cada domingo, producto de mis atracones de lectura de esa época, y que él publicaba los lunes en la mencionada sección de cultura. De hecho, siempre he pensado que en su aceptación de que yo me quedase al frente de la Casa del Escritor en 1997 —que él había abierto un año antes—, estaba la hechura de su novela, para la cual necesitaba de todo su tiempo.

           Quienes estábamos al tanto del próximo acontecimiento literario, Leonardo Kosta, Eduardo Suárez, el que esto escribe y Lydia Cacho, nos reuníamos en la casa de esta última para conformar la parafernalia editorial necesaria, cacarear el huevo y lanzar el libro con bombo y platillo: así creamos la editorial Numul Editores, le pusimos logo y le inventamos una colección, Manglar (para las futuras novelas que pensábamos publicar y nunca publicamos) y nombres a las otras colecciones (que incluirían los demás géneros que brillaron por su ausencia).  En realidad, lo memorable de esa época, además de asistir de manera colectiva al parto feliz de la obra (en mi caso con el prólogo), fue el espíritu de cuerpo que se generó, la sensación de travesura cómplice que sabíamos importante para la vida cultural de la ciudad, y que se demostró el día de presentación del libro ante un multitudinario público, en un acto que atrajo tal vez a más de cien personas, donde destacaron los políticos, los empresarios, además de la gente de cultura.  

           Como he dicho, mi amistad con Carlos está señalada por un antes y un después de esa novela. En los quince años siguientes pocas veces nos vimos, aunque ambos conocíamos de las respectivas trayectorias, al menos yo.

           Cuando me enteré de su muerte, tardé en asimilar la noticia. Quien me la dio a conocer, incluso ofreció los datos del lugar en donde se llevaría a cabo el sepelio, pero en mi aturdimiento, aún con la sangre impactada, seguramente obvié precisiones importantes. Cuando llegué a la funeraria, ubicada en la avenida Andrés Quintana Roo, el sitio estaba desolado. Ningún auto estacionado en los alrededores, el silencio absoluto de la noche que apenas comenzaba, casi todo el lugar a oscuras, excepto por la luz que salía de la oficina, a donde fui a preguntar. Ese cubículo ofrecía todas las señales de que alguien realizaba labores en ese momento, pero había salido, tal vez por más café, quizá al baño o a tomar aire simplemente. Ante su tardanza, decidí salir a la calle a inspeccionar el sitio. A la izquierda se abría un portón que daba a un amplio estacionamiento. Del fondo del lugar, de otro cubículo me llegaron risas mudas y una especie de jolgorio apagado que de pronto subía de tono. Me encaminé hacia allá, pero, de pronto, la duda de si hacía lo correcto entrando a un lugar quizá prohibido, detuvo mis pasos que dieron marcha atrás. Al girar a mi derecha, vi entonces la escena, de un despojamiento teatral casi minimalista y triste. Sobre la plancha del servicio forense, el cuerpo de mi amigo, desnudo y derrotado, yacía con una entrega absoluta al reposo. Desde donde estaba, vi aquella figura más grande, infinitamente más grande, en un escorzo que parecía hacerlo flotar. Esa fue mi última imagen de él. Fue el 17 de enero de 2015. Tenía sesenta años. La funeraria se llama Breton. Desde entonces, he pensado muchas veces en la vivencia surrealista de esa noche y su tinte lúgubre. La última broma pesada, un tanto macabra, de mi amigo Carlos.

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