Por Kevin Fierro
Cinco mil pesos por ver el cadáver de mi papá.
Mensajes por celular, dinero transferido por aplicación y obtuve la fotografía. Jamás escuché la voz del hombre de la funeraria. Todo ocurrió mientras yo estaba sola en mi cuarto, con la televisión sin volumen. Al principio consideré que se trataba de una locura, mas luego sentí escalofríos por no ver más a mi padre.
Pagué por una paz incompleta, ya que la imagen me dañó irreversiblemente. El rostro amarillo y enjuto, boca reseca, el cabello sin peinar. Hasta en sueños lo miraba así, vistiendo sólo la bata del hospital. Siempre aparecía frente a mí en un automóvil, me decía adiós y se iba. Yo me quedaba entonces ahí, en medio de una calle desierta, asustada por el silencio.
Una vez el sueño se prolongó. Atardecía. Yo estaba frente a la catedral. Tiendas cerradas, kioscos vacíos, ningún carro a la vista. Podía desobedecer a los semáforos, brincar a todos los carriles sin ser molestada. Los faroles encendidos sólo reflejaban mi sombra.
Sudé al caminar. Arrepentimiento por vestir suéter en abril. Me detuve en un parque. Desocupadas las mesas para jugar ajedrez, sin alfiles, caballos ni peones; las bocinas no sonaban con cumbias para los ancianos; las fuentes sin agua para borbotear. Sólo había un eco, una especie de vendaval que trituraba el oído.
Escuché una respiración detrás de mí. Dudaba en voltear, se suponía que yo estaba sola. En ese instante distinguí resequedad en mi boca, lo mismo congestión nasal. Busqué un pañuelo en mi pantalón, pero no traía. La molestia llegó a ser tal que, si bien dudé al inicio, puse mis dedos en las fosas nasales y expulsé los mocos como lo hacían los futbolistas en medio de los partidos.
Dos perros ladraron en mi dirección. Escalofríos. Corrí de vuelta hacia la calle. Ellos me seguían sin que nadie presenciara la carrera. Me preocupé por el viento que entraba a mi boca. También por la cercanía de los animales, que lanzaban sus mordidas.
Uno de ellos me alcanzó. Sus colmillos apenas rozaron mi piel. Sólo quedó baba impregnada en mis pantorrillas.
Finalmente me cubrí tras un barandal. Los perros ladraban desde el otro lado y metían el hocico entre los barrotes. Con brincos se impactaron en el fierro. Yo sólo veía, mientras respiraba con dificultad.
Descansaron. Noté cómo soltaban saliva. Las gotas llegaban al piso después de colgarse de sus lenguas salidas. Me asustó el charco que formaron. También el fluido que persistía en mi piel. Pero no hallaba con qué lavarme, así que me limité a cubrir nariz y boca con las manos.
Se fueron. Permanecí tras el barandal. Era de una casa que jamás había visto. Silencio. El silencio que la muerte había traído y que sólo permanecía afuera. Porque a mi mente ahora llegaban estruendos. Gritos desde una ducha, discusiones en supermercados, periodistas alarmados en la televisión. Ruido que hacía doler la cabeza.
La realidad no era tan distinta. Yo vivía con mi abuelo desde que falleció mi papá. Los dos nos gritábamos al salir de la regadera, con la intención de avisar al otro que no se acercara al pasillo. Él me contaba lo que veía en la televisión: personas que habían golpeado a un policía, a un doctor; países donde “ya había pasado todo”; promesas del secretario de Sanidad. Diálogos donde él estaba en la cocina y yo en la sala.
—¿No vas a salir hoy? —me preguntó un sábado.
—Pues no se puede, recuerda.
Mi abuelo comía cacahuates.
—Agarra esos que están en otro plato. No los toqué —me dijo.
Resistí, aunque se me antojaron. Me molestó no atreverme. Eran las cuatro de la tarde. Me agobió pensar que al día le faltaban ocho horas. Decidí ver una película, pero no me convenció nada en las cinco plataformas que pagaba. Mejor dormir, pero no pude. A medida que el sol bajaba, mi ánimo caía más.
Mi abuelo sí dormía, por lo que no había ruido. Me sentí incómoda. Pensé en llamar a alguna de mis amigas, pero me detuvo el pensar que estarían en una plaza, en el cine o hasta en camino al mar. No toleraba su despreocupación por lo que ocurría.
El celular como distractor. Abrí todas mis redes, una por una. Saltaba las publicaciones de mis amigas. También me perjudicaba lo que subían las celebridades: cómo preparaban un pastel, coreografías con sus parejas, mascotas que brincaban por enormes jardines y lo peor para mí, rutinas de ejercicio donde mostraban piel. ¿Acaso no había un luto general?
Di con el video de una exvecina. Acababa de teñirse el cabello y corría en una playa con su novio, sin mascarilla. Sorpresa para mí, ya que su mamá había fallecido por la misma enfermedad que mi padre.
Alejé mis ojos del celular. Pensé en todo lo que me perdía por cuidar a mi abuelo: comer en un restaurante, viajes al bosque, ir a casa de mis amigas. Tuve envidia de la gente que se animaba a hacer estas cosas y salía ilesa de la amenaza exterior.
La crisis no tenía fecha final. El pronóstico se había alargado muchas veces: primero días, después semanas. Las personas no dejaban de enfermar, así que lo entendías. Frente a los números, yo detenía mis impulsos.
Hasta aquel sábado.
Ducha, maquillaje, cabello liso. Cubrebocas de tela color negro. Encendí el carro. Revisé mi bolsa: sanitizante, toallas húmedas, chicles para matar el hambre. Sólo iría a un café con jardín.
En el camino noté árboles secos sin cortar; pocos vehículos, entre ellos un camión urbano casi vacío; vendedores de raspados en sus motocicletas, que traían llenas sus jarras de sabores. Lo que más me impresionó fue mirar músicos que tocaban en los cruceros a cambio de donaciones, y no porque jamás lo hubiera visto, sino porque eran grupos de doce a quince personas. Sus melodías me molestaban.
Me estacioné en un centro deportivo que estaba al pasar la calle. Me sorprendió ver muchos vehículos, aunque no me fue difícil encontrar lugar. Cuando caminaba rumbo al café, oí aplausos. El sonido estaba ahogado. Ocurría en el interior de un edificio. Luego aprecié que alguien hablaba, pero no distinguí lo que decía.
El ruido venía de un sótano. Un hombre de unos treinta años vigilaba la puerta de barandal del edificio. Me acerqué como a cinco metros.
—¿Es un evento?
Sólo asintió con la cabeza.
—¿De qué es?
—Sólo es un DJ. Es entrada libre.
Pasé a su lado al entrar.
—Adentro te puedes quitar el cubrebocas —me dijo en voz baja.
Descendí por una escalera de diez peldaños. Bajé lentamente porque llevaba zapatillas. Empujé una puerta. Me recibió una chica: alta, cabello oscuro, ceja poblada. Tenía más o menos mi edad. Me preguntó dónde quería sentarme.
Recorrí el bar con la mirada. Había espacios con mesas altas, algunos con mesas bajitas, en unos se contaba con sillones de piel, en otros con sillas mecedoras o bancos. También había lugares sin ningún asiento.
Existía distancia entre cada zona. La iluminación sí era igual en todas partes: luz roja.
—¿Qué te servimos de beber? —me preguntó la chica de la puerta—. No traigo vaso. Mejor me quedo así.
—No hay problema por lo del vaso. No te vas a contagiar por beber de una botella que nadie más ha usado.
Empecé a reflexionar. La chica se impacientó:
—Mira, respetamos tu postura. Sólo ten la seguridad de que aquí seguimos las medidas.
Se fue. En ese momento sonaba música electrónica. Después cambió a rock pesado. El centro del bar, zona despejada de mobiliario, se pobló con varias personas. Algunos portaban mascarillas, otros no. Empezaron a brincar con la música. También sacudían su cabello o cantaban con mucha energía. Incluso hicieron una especie de danza donde debían chocar entre sí. Sudaban por el calor, pero sus movimientos mantenían la intensidad.
Regresó la envidia. Pero esta vez no permití que creciera. Le hablé a la chica:
—Una cerveza, por favor.
—¿Ya habías venido? —me preguntó al traer la bebida.
Negué con la cabeza.
—¿Cómo te enteraste del evento?
—Pasé por aquí y escuché el ruido.
Bajó la mirada antes de beber de su termo. Después habló:
—Bueno. Yo me llamo Luciana, aunque todos me dicen Lucy. Caí en esta casa cuando me expulsaron de la otra donde vivía. El lugar lo amueblamos entre mis amigos y yo.
—¿Entonces no es un bar como tal? —pregunté.
La joven hizo señas de no entenderme. Repetí la pregunta y me dijo:
—¿Te molesta si me quito el cubrebocas? No pasará nada si tú te quedas con el tuyo puesto.
—No —mentí.
—Aquí hay mucha gente que perdió su trabajo, o que dejó la escuela por la emergencia. Porque si somos honestos, no puedes convertirte en un buen dentista estudiando en línea, por ejemplo.
Asentí. Ella continuó:
—La gente está deprimida por el encierro. Sus defensas bajan y cuando se enferman… —dijo antes de apuntar hacia abajo con el dedo gordo. Sentí molestia, pero no quise decirlo. Ya no quería platicar con Lucy.
—Voy al baño —le comenté.
Antes de que cruzara la puerta, el DJ puso una canción que me gustaba mucho. También era rock, aunque no pesado.
Fui a la pista. Comencé a bailar con movimientos suaves. Luego canté mientras brincaba, pero pronto me faltó el aire. La mascarilla, sin duda. Resistí la tentación de quitármela, a pesar de que sentía vergüenza por ser de las pocas que la usaban.
Me salí cuando empezaron los empujones.
Volví a casa con mi abuelo. Me sentía feliz. Sin embargo, mi ánimo se redujo cuando recordé el ritual a seguir. Consideré ignorarlo, pero no pude. Me desvestí en la cochera y puse la ropa en un cesto que se quedaba en el piso. Entré a la casa sólo con mis interiores. Corrí al baño para lavar mis dientes, luego me bañé. Ya en mi cuarto, rocié con desinfectante el cubrebocas, el celular, la cartera. Grité a mi abuelo que ya había llegado. Lo repetí tres veces hasta que me respondió. Estaba lista para dormir.
Nadie supo que salí. Ni siquiera mi tía que llevaba comida a mi abuelo. Ella ponía los botecitos en una macetera y desde ahí conversaba con él. Dos días más tarde fui al supermercado. Me midieron la temperatura: normal. Caminé mucho y me sentí siempre bien. Lo desgastante fue desinfectar todo en la casa. Latas, cartones, verduras, carnes. Hasta los botes de los productos de limpieza. Al ver el conjunto de bolsas, me preguntaba siempre si todo esto servía. Al tercer día, irritación en la garganta al despertar. Me sentí un poco intranquila, mas no le comenté nada a mi abuelo. No tenía caso. Horas más tarde, congestión en la nariz con jaqueca concentrada en la frente.
Temperatura en la madrugada. Me ardía todo por dentro. También el dolor de cabeza vino a más. Eran como golpes directos al cráneo.
Los malestares persistieron tres días más. A veces disminuían, por eso callé. Lo hice hasta que ocurrió otra crisis de fiebre.
Asustada, dije a mi abuelo lo que ocurría. Pasaron minutos y recibí una llamada de mi tía.
—¡Eres una irresponsable, Kass!
—¿Eh?
—Dice mi papá que saliste hace unos días. ¿Qué vamos a hacer? —Su tono aturdía mis tímpanos.
—Puedes venir por él, para que esté prote…
Tos. Seca como mi garganta. Parecía que cargaba polvo en la laringe.
—No, sobrina. Ve cómo te escuchas. Igual y mi papá ya está contagiado. Imagínate que me lo traigo y me enfermo yo también —repuso con vehemencia. Mi cabeza vibraba con el dolor. La luz del celular me encandilaba. Colgué sin decir más.
Dormí el resto del día. Ni siquiera me levanté por la comida que, del otro lado de la puerta, mi abuelo dejaba en el piso.
En la noche ya no tenía fuerzas para hablar. Aparte la tos interrumpía cualquier intento de diálogo.
—Traje fruta.
Mi abuelo había dejado mandarinas en mi cama. Sólo pude comer una.
—Perdón —le dije envuelta en una sábana.
—No te preocupes, hija. Yo no tengo ningún síntoma.
—Quiero ir al baño, pero no tengo fuerzas.
Volvió con una cubeta. Me incorporé sin abrir los ojos. Ataque de tos por tres minutos. Mi saliva caía al suelo.
Me puse a llorar mientras orinaba. El suave llanto se mezclaba con el sonido del chorro en el plástico. Terror por lo que sentía, vergüenza por haber salido. Lástima por mi papá.
—¡Es mi nieta!
Eso escuché la mañana siguiente.
—¡Tráeme por favor el oxímetro! Lo dejas afuera, como la comida. Al rato tenía el dispositivo en mi dedo.
—Setenta y nueve, doctor —alcancé a oír.
Puertas que se abrían y cerraban. Llaves sacudidas. Suelas arrastradas. Me subí al carro en medio de los ataques de tos. Don Benja, el vecino, nos ayudó a conducir. No miré el estado de las calles por venir recostada en el asiento. Sólo escuché algunas motocicletas y camiones.
Don Benja se bajó en tres clínicas privadas. La respuesta fue la misma: cincuenta mil pesos, sólo por entrar.
—La vamos a tener que llevar a un hospital público.
—Yo no confío —contestó mi abuelo.
—¿Y qué propone?
Silencio. Se oía solamente el motor del carro. Segundos después giramos a la izquierda. Pronto se escuchó música en altavoces. Era una canción de rap. Me molestaba el bajeo. Sentía que mi cabeza vibraba con el dolor.
Llegamos al hospital. Pacientes trasladados en ambulancia de una puerta a otra, un montón de familiares afuera, doctores que atendían bajo carpas prácticamente en la calle, cubiertos de la cabeza a los pies. Coches de todas las funerarias… de todas. Esto atrajo una idea que ya no solté.
Aplausos. Salía un señor con la edad de mi abuelo. Se apoyaba en un bordón para dar sus lentos pasos. También lo acompañaban dos médicos. Cuando por fin llegó al carro que lo esperaba, dijo adiós con la mano a toda la gente.
—Sólo Kass y yo nos bajamos —anunció don Benja.
Un soldado acercó una silla de ruedas. Casi me cargó como si fuera un bebé. Mi cabeza se iba de lado durante el movimiento. La luz solar me encandiló, pero abrí un ojo para despedirme de mi abuelo. Perdón con la mirada. Él tenía lágrimas en los ojos.
Calmé un impulso por piedad.
Bajo la carpa, me revisó una doctora.
—¿Cuántos días lleva con los síntomas?
—Como una semana —respondió don Benja.
—¿Qué síntomas tuvo?
—Todos, señorita.
—¿Puede ser más específico? —preguntó con sequedad.
—¿Qué has tenido, Kass?
—Calentura, gripa, dolor de cabeza horrible.
Me costó hablar. La luz irritaba más mis ojos. Sentía malhumor por todo el ruido en aquella carpa: conversaciones, alarmas de tanques de oxígeno, hasta sollozos. Además, en mi mente revoloteaban un sinfín de ideas que evitaba enunciar. Sólo tenía ganas de aventarme al piso a dormir.
Puntas en la nariz. Noventa de oxigenación.
—Te vamos a recostar en una cama. Quítate todo. Las enfermeras te ayudarán con la bata. Entrega todas tus cosas al señor —dijo la doctora.
Tuve que hablar.
—Don Benja… —dije mientras buscaba algo en el celular. Apenas podía abrir los ojos.
—Ya dame todo, no te preocupes —me apuró.
Yo tenía que encontrar una conversación. Mis dedos se resbalaban en el scroll.
—Kass, ya.
Lo encontré.
—Pasé un contacto a mi tía. Lo buscan si algo me pasa, por favor. El vecino se quedó callado. Le entregué el celular, dos pulseras y la liga para el cabello.
Me recostaron. Miré alrededor: los enfermos formábamos un círculo. Todos tenían las puntas de oxígeno en la nariz.
Estuve ahí como una hora. Bastó para ver dos pacientes enfundados en bolsas negras. Me sentía tan débil que apenas lo asimilaba. Sólo me pregunté si sus familiares llegarían a verlos.
Me despertaron en la madrugada. En silla de ruedas me llevaron a una ambulancia. Tomé un traslado entre puertas del hospital. Pronto estaba en un cuarto mucho más pequeño. Había dos pacientes más: una chica de mi edad y una señora de cincuenta años, según calculaba.
Jugo de papaya: mi alimentación durante los primeros dos días. No lograba ingerir lo sólido. No iba al baño porque mis piernas no respondían. Nada de televisión, celular o computadora. Casi me entretenía con la visible rugosidad de las paredes.
Intenté conversar con la otra joven, pero corrió la cortina que nos separaba. Sobre la señora, nunca hablé con ella porque lloraba seguido. Irónicamente, sólo con mi abuelo tenía comunicación: un enfermero me pasaba sus mensajes al mediodía.
—Trae la glucosa muy elevada —dijo una doctora.
No supe qué decir.
—Tendrá que empezar a dormir boca abajo. Con todo lo demás va bien. —Cambié de posición con la ayuda de un enfermero. Desde que había ingresado al hospital, esa fue la primera ocasión en que subió mi ritmo cardiaco. Yo no fui la única que recibió malas noticias: a la señora le pusieron mascarilla para respirar.
Si antes miraba a la pared, ahora seguía el piso. Mosaicos color gris con puntitos negros. Después de un rato se movían hasta el punto de marearte. Todo bajo el sonido de los monitores, conversaciones por el pasillo y ruedas que giraban.
No pude dormir esa noche. Sentía asco por las sábanas tan próximas a mi boca, me dolía el brazo derecho por la posición y mi inquietud no dejaba de aumentar. ¿Cómo tenía problemas con la glucosa si llevaba días sin comer apropiadamente? ¿Empeoraba por estar ahí? ¿Podría adquirir otra enfermedad? ¿Por qué la chica no quería hablar? ¿Cómo superaría esto sin ánimos? ¿No valía más estar con mi abuelo en caso de…?
Truenos en la madrugada. Intervalos cortos entre cada estruendo. Por la oscuridad de la habitación, no podíamos ver los relámpagos. Gotas en la ventana. Por fin un sonido que complacía. Paz y ojos cerrados.
—Cómete la manzana.
Escuché la frase dos veces.
Abrí mis ojos. Dos niños se recargaban en la pared junto a mi cama. Salieron de la habitación con pasos sigilosos. Asimilaba esto cuando una cortina se movió.
—¿Te vas a comer la manzana?
Por mi posición, no sabía quién me hablaba.
—¿Mande? —pregunté.
—¿Que si te vas a comer la manzana? El enfermero te preguntó. Era la otra chica.
—Yo no recuerdo que entrara. Estaba dormida.
—Yo lo escuché —señaló con su voz mormada.
Se fue la luz. Quieta, asumí que volvería pronto. Medio minuto más tarde, golpes en una cortina.
—¡Es la señora! —gritó la joven.
Intenté girarme. Mi cuerpo no respondía. La oscuridad se mantenía.
—¡Doctora! ¡Enfermera!
—¿Qué tiene? —pregunté.
—¡Se está ahogando!
Quise gritar, pero mi voz no salía fuerte. Me gané un ataque de tos. Por eso tomé una botella de plástico que tenía en la cama. Golpes al fierro de la camilla, hasta que apareció una doctora.
—¿Qué pasa?
—¡Se está muriendo!
La doctora corrió al pasillo. Volvió con otros médicos y enfermeros. Oí cómo cerraron la cortina en un sólo movimiento. La luz no regresaba. El sonido de la lluvia se filtraba entre el diálogo del personal.
—La planta no ha entrado —dijo un enfermero en voz baja y neutra.
—Ya no se pudo —sentenció la doctora.
Lloré mucho. Limpiaba mis lágrimas cuando regresó la luz. Poco a poco me giré, hasta quedar de frente a la puerta. Quería correr lejos de la cama, pero me detenían el tanque, las puntas, la intravenosa.
No dejaba de pensar en él. Me preguntaba si había partido como la señora. Si estaba consciente, tranquilo, o quizás molesto con el trato en el hospital. También si conversaba con alguien.
Si hubo algún momento donde haya querido escapar.
Una parte de mí necesitaba padecer la enfermedad. Saber qué sintió mi papá y evaluar si había sido tan duro cómo lo imaginaba. Temía a los síntomas, claro, pero podía ser la única ruta hacia la paz.
No lo fue.
Salí del hospital con las piernas enjutas, cabello caído, resequedad infinita en la garganta, consciente de que alojaba una amargura peor que antes. Aun así, disfruté el abrazo que mi abuelo me dio por la espalda.
Regreso a la rutina. Trabajar desde una silla con la tela rota y sin peinarme, con interrupciones de mi tía; sin ver a mis amigas, quienes temían estar cerca de mí. Mientras, las paredes de mi ánimo sangraban por todo tipo de pensamientos, a pesar de que los había enviado a un rincón profundo donde no los procesaba.
Llegó el bullicio de las vacunas. Lado positivo: se hablaba menos de la enfermedad. La salvación se acercaba. De todos modos, las quejas persistían. Ahora la gente temía a los efectos secundarios.
Mi tía, por ejemplo, se informó en redes sociales sobre todas las marcas de vacunas. Pronto tuvo una preferida y determinó que sólo esa se iba a poner. Aunque ya había tomado su decisión, seguido sacaba el tema. Llegó al punto de convencer a su esposo, quien estaba reacio a esperar.
Los dos se aplicaron la vacuna seis meses después que las personas de su edad. Afortunadamente, mi abuelo no le hizo caso.
Era un día caluroso. Su apellido estaba asignado a la una de la tarde. Tenía que entrar solo, así que esperé afuera. Sentí alivio cuando lo miré con el algodón en el brazo, si bien los argumentos de mi tía resonaban en mi cabeza. Más aún cuando mi abuelo sufrió seis días con los efectos de la dosis.
Yo recibí la vacuna a finales del verano. Lloviznó mientras hacíamos fila en un parque de la ciudad. Cuatro horas de espera. Al principio, estar de pie en la explanada, luego anotarse en una lista. Al final tenías asiento. Alrededor de quince hileras con nueve sillas que se separaban según las recomendaciones.
Afuera se oían gritos y cacerolazos. Jóvenes que protestaban contra las vacunas. Sin mascarillas, muy pegados entre sí.
Lucy estaba entre ellos. Incluso habló con un periodista para advertir lo que venía: problemas cardiacos, males congénitos, tendencia a desarrollar tumores, afectaciones al sistema inmunológico. Desde lejos me saludó con la mano. Ella desconocía que estuve hospitalizada. De igual manera yo no sabía si alguien de su grupo cargaba con una muerte en los hombros.
Silencio entre los que hacíamos fila. Todos con cubrebocas, pegados al celular. Hubo quienes no voltearon a ver a los manifestantes, aun cuando éstos se metían entre las filas para expresar sus opiniones. Nada nos iba a distraer, la meta ya estaba muy próxima.
Ya en la silla, escuché las explicaciones del personal de salud. Frente a mí, un cartel con la palabra que siempre evadía: COVID. Hacía lo mismo con el número diecinueve. Sentí que mi pecho se oprimía, que mi estómago se calentaba. Amargura.
Me eché a llorar cuando la jeringa cruzó mi brazo. Sollozos bajo la mirada de los demás. De seguro pensaron que tenía fobia a las agujas. Avergonzada, pero no podía parar. Sentía que la fuerza de mi llanto bastaba para romper ladrillos.
—¿Te inyecté muy fuerte? —me preguntó la enfermera asignada a mi fila. No respondí. Sólo negué con la mano.
¿Lloraba de felicidad? A fin de cuentas, yo me sentía una sobreviviente. ¿Tristeza por lo vivido? Probable, pues la pena seguía ahí.
No. Yo lamentaba obtener un beneficio al cual mi papá no tuvo acceso, vivir con las imágenes de la guerra contra el virus, y ser consciente de que la salvación sólo había sido parcial.
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La imagen que acompaña este texto fue tomada sin permiso del reportaje de la BBC México: Ir al antro pero con cubrebocas; la nueva normalidad para la vida nocturna de La Paz y Los Cabos