El final lógico


Por Mauro Barea


Y no tuve otro arte

que el de quererte para aconsejarte.


Ramón López Velarde


Despierto, y aún está oscuro. No, no todo está oscuro: la cara blancuzca de Liz flota en ese océano negro, casi corpóreo. Está sentada en la cama y teclea con los pulgares a toda velocidad sobre la pantalla de su móvil. Aunque la telaraña del sueño todavía me nubla los ojos, distingo la curvatura de una sonrisa y un particular brillo en su mirada: gestos que creía perdidos con el paso de los años.

            Me incorporo, y como si estuviésemos sincronizados, Liz también se levanta, y sin soltar el teléfono, se encierra en el baño. Corro la persiana y compruebo que hoy tampoco habrá sol pues los últimos bancos de niebla se han asentado y cerrado, inmóviles, sobre nosotros.

            Desayunamos en silencio, mientras el telediario brinda un cómodo sonido ambiental. Ella sigue tecleando en el móvil; sus facciones se me desdibujan por la mortecina luz de la cocina. Intento jugar con ella sorbiendo el café al mismo tiempo —pero no se da cuenta—, y cierro los ojos. Su fugaz gesto de esa mañana se me aparece una y otra vez. En un rápido ejercicio de memoria encuentro la gema perdida: la misma sonrisa, la misma pátina de vida en los ojos. Así, así, tomada de mi mano por la calle, cuando éramos novios, en el inicio de los tiempos, acabado de llegar de México. Abro los ojos y la gema vuelve a perderse entre las arenas de los recuerdos.

            Sin venir a cuento, le hablo y remato la frase con su nombre para reforzar mis palabras. Sorprendida por ese último detalle, me mira de soslayo mientras le propongo lo que he pensado repetidas veces:

            —Pide una baja temporal y nos vamos a tomar el sol unos días, lejos de aquí. —Lo digo así, «tomar el sol», como si fuésemos unos viejos cascajos que necesitan recuperar la salud mermada por la edad.

            —No quiero ninguna mancha en mi expediente. —Es todo lo que dice.

            Sigo pensando en el traslado a este remoto lugar. No puedo evitarlo, cada vez que abro la ventana y confirmo que la niebla sigue ahí me repito que es una mala idea, ineludible sí, pero mala al fin. Era esto o morirse de hambre. Y habían transcurrido cinco largos meses.

            No digo más. Últimamente mi silencio es tan preciado que parece que hago una penitencia singular. «¿Quieres guardar silencio?, que parece que escucho a los niños de mi clase», me lo dijo una vez, y fue todo lo que necesité para callar y solo comunicar lo necesario. «Mis alumnos no saben ni hablar, leen y escriben mal, ¿qué futuro se puede esperar ahí?», apostillaba Liz cada cierto tiempo.

            Aprendí a callar ante aquellas quejas, ella pareció satisfecha y así lo dejamos.

            He llegado a la conclusión de que el futuro de sus estudiantes no difiere mucho del mío: novelas rechazadas (señal de que no sé escribir bien) y en la cola del paro (que indica que hablar se me da fatal por las desastrosas entrevistas de trabajo). Atrapado en este pueblo costero donde apenas se ve una o dos personas deambular por la calle, el invierno se me revela interminable. Avanzan los días y me siento cada vez más torpe, más improductivo. Empiezo a añorar México y pienso que ese camino no llevará a nada, por lo que aparto el pensamiento.

            Lizbeth se despide mascullando un «otra vez me coge el toro», culpándome implícitamente por haber roto mi voto de silencio. Baja las escaleras a trompicones, y sin voltear a verme al balcón desde donde acostumbro a despedirla, avienta maletín y libros al asiento del auto con furia, como si quisiera deshacerse de ellos. Arranca, mete primera, segunda, y se pierde entre la niebla que esta mañana oculta los acantilados de Malbork; es tan densa que la silueta alargada del faro apenas se vislumbra, como si fuese parte de un mundo que quiere entrar en colisión con el nuestro. Las olas sí que golpean los espigones con viva fuerza y su eco resuena hasta nuestro ático, como resoplidos de una enorme bestia.

            Debería escribir, pero ya me es imposible. No hay nada que decir porque nadie escucha. Por más ingeniosa o profunda que sea la frase que me asalte tras la dosis diaria de cafeína, a nadie le importará —ni a Liz— y lo he asumido en este lugar. Toda mi intención narrativa decayó con la llegada de la niebla, desde mis primeros paseos en Malbork, y mis palabras terminaron por unirse a mi voto de silencio. Y no hablemos de leer: cuando empiezo a enlazar más de dos o tres frases en mi cabeza cierro el libro, hastiado. Los grandes autores tampoco tienen nada que decirme (o, como los estudiantes de Liz, resulta que no sé leer bien, lo cual me parece plausible).

            Así, comienzo mi diaria liturgia de lo inútil: frases ingeniosas desechadas, lectura descartada y compruebo que no hay ninguna entrevista de trabajo marcada en el calendario. El portátil de Lizbeth es el que está más a mano, y lo cojo para entrar a mis redes sociales. Veo que la sesión de chat de Liz está abierta. Se le ha olvidado cerrarla.

            El sonido de una notificación me sobresalta.

            «¿Entonces hoy en la tarde concretamos?», aparece en la ventana del chat, sin que yo tocase nada. El mensaje es de un tal Paolo di Censio.

            Liz está escribiendo, se lee en la ventana casi de inmediato. Es ella tecleando desde su móvil. Sin proponérmelo he entrado de incógnito a una conferencia de chat privada, por la sesión abierta de Lizbeth.

            «Sí. Tengo unas dos horas en lo que él va a la ciudad a hacer sus cosas. Te confirmo apenas salga de la última clase».

            Sí, «mis cosas»: hoy tengo que ir a la copistería de la ciudad —a una hora más o menos de aquí— a imprimir un archivo en Word de mi última novela, El final lógico, recién rechazada por la undécima editorial. De vuelta en casa releeré el manuscrito, tachonaré erratas haciendo anotaciones al pie, y cuando sienta que el trabajo está terminado, acomodaré las hojas en la trituradora de papel que hará el resto. El relajante sonido de sus cuchillas suplirá mis palabras, las convertirá en tiras ínfimas de ruido blanco, hasta hacerse irreconocibles en el abismo de la papelera. Y solo quedará el silencio, el silencio es lo único que importa. Es un ritual al que he descubierto una belleza única y atrayente. La trituradora es sin duda la mejor compra de los últimos años.

            Me siento mal por estar husmeando en las cosas de mi esposa. Paolo debe ser un compañero profesor. Lo raro es que Liz no me dijera que va a ver a alguien en la tarde. Suele decirme todo, sé que mi silencio la conforta mientras desgrana su día a día, su agenda de la semana; todo se apunta en el calendario colgado en la pared.

            No cierro la sesión de Liz. Espero a que ella me diga que va a verle, que se le ha olvidado, pero su chat conmigo está tan muerto como nuestra vida sexual. En cinco meses aquí no recuerdo nada memorable, ni un tocamiento más allá de tristes insinuaciones. Lo intenté de varias maneras, pero fue inútil desde el primer día en que Liz llegó a casa con lagrimones, espasmos y rictus de dolor. Para ella era un dolor casi físico presentarse a esas aulas llenas de pequeños delincuentes que encontraban formas cada vez más creativas de humillarla. El auto empezó a llenarse de rayones y abolladuras; hubo pinchazos en las ruedas después de publicar las primeras calificaciones. Ahí se fue nuestra libido, evaporada, integrándose a la niebla que nos cercaba diario.

            ¡Aviso de chat!

            Regresé a los primeros meses de conocernos, cuando nos escribíamos a todas horas, uno esperando la respuesta del otro con la emoción propia de los enamorados. Esto es una gema, una señal de vida dentro de todos estos grises, pienso con el ánimo renovado. Hoy podemos incluso cenar fuera, olvidarnos de la maldita niebla, del instituto malo, de las oposiciones. Es ella y me dirá que en la tarde estará revisando papeles académicos con el tal Paolo. Por fin regresará de ese viaje al que se ha embarcado (donde yo no tengo cabida) y querrá que hablemos de lo nuestro, porque el silencio solo se rompe cuando hablamos de listas: la compra, la agenda, el calendario colgado en la pared, lo superficial que se anota debajo de una fecha futura.

            El futuro. ¿Es que nuestro futuro está tan vacío como el de los mocosos de ese horrible instituto? No, por Dios que no, me niego.

            Pero es el chat entre ellos el que se reactiva. La frase de Paolo me deja perplejo. Aprieto los dientes:

            «Dieron el visto bueno. Tenemos que estar presentes hoy en la tarde para el intercambio. El dinero quedó también acordado».

            Liz está escribiendo…

            «No me gusta todo esto, Paolo, de verdad. Cada vez que veo los controles de la Guardia Civil en la carretera me pongo de los puñeteros nervios».

Paolo:

            «Tú fuiste la que se acercó a mí, no me salgas ahora con dudas, Liz. Ya no podemos echarnos atrás, menos con esta gente».

            Liz:

            «Pero no te separes de mí, ¿vale? Esos tipos me dan muy mala espina».

            Paolo:

            «¿Llevarás esas panties azules de encaje de la otra vez?».

            Liz:

            «Sí. (Emoticono de carita feliz y arrebolada)».

            Me dejo caer en la silla. Trato de respirar, pero es como si regresara de una inmersión prolongada, me cuesta trabajo. Conque así llega el final lógico, el fin del mundo: las sonrisas que no recibo otro ya las recibe, con emoticonos y panties de encaje que tampoco veo más. Sé cuáles son esas bragas: el entramado de la tela es ajustado como a ella le gusta, de un azul pálido. Todo ya se lo ha apropiado Paolo, incluso el riesgo, el peligro del que hablan en su chat, un peligro que ya no sentimos entre nosotros. A cambio tengo para mí las sensaciones falsas y los negativos de esos deseos, solo fotocopias. Todo esto tiene un irónico parecido a mi pobre narrativa pasada por las cuchillas. Pero la verdad es evidente:

            Liz no tiene nada que decirme ya.

            Bajo mis pies, a unos veinte metros, las olas se estrellan en las laderas de roca filosa. Miro el reloj de pulsera: las clases de Liz están por terminar. Al borde de los acantilados trato de separar el aire impregnado de sal de las sensaciones acumuladas en estos meses, y todo termina siempre en una frialdad que me aterroriza. Doy un paso al vacío y mi pie queda suspendido en el aire, al filo de la realidad. Puedo incluso sentir la rotación de la Tierra que me sumerge en las nieblas y en el final lógico de todo esto. Cierro los ojos, y mi precario equilibrio me impulsa hacia atrás. Doy dos pasos enterrando el tacón de mis botas en la tierra, con el corazón desbocado y la sal inundando mis fosas nasales. A tropezones y maldiciendo, corro de vuelta a nuestro piso.

            Mientras termino de servir los platos se escucha el crujido de las escaleras, el girar de la llave. Sonríe, su pelo alborotado parece brillar. El beso fugaz de siempre. Busco una última oportunidad en sus ojos hasta que topan con los míos y ahí compruebo todo, en la tranquilidad de ese verde pálido: Liz ha conseguido falsificarse a sí misma. Ya no la reconozco, la bruma del lugar la ha cambiado. Y lleva ya esas panties puestas, lo sé porque lo he comprobado: nada en el cajón de la ropa limpia, nada en el cesto de la ropa sucia. ¿Qué más ha reservado para Paolo que se me ha vedado a mí?

            Ella come con buen apetito, dándome palmaditas en la pierna y comentando su día con lujo de detalles. Entonces ocurre algo distinto: decido romper la penitencia y ser más ocurrente que nunca; Liz al principio parece intrigada pero termina riendo mis chistes y yo río con ella. La musicalidad de su risa está a punto de hacerme saltar las lágrimas. Me sorprendo de mi comportamiento. ¿Yo también he salido transformado de las brumas? ¿Cuánto tiempo podré mantener el pie sostenido en el aire, sobre el abismo?

            Fuera, los muros de niebla se mantienen. La calle, lustrosa por el relente, refleja las últimas luces del día. El faro cobra vida y sus haces solo reavivan la infinita densidad de las brumas con débiles resplandores. Recuerdo vagamente un verso de López Velarde que decía algo como «el corazón que amé se ha vuelto faro», y mis ojos se anegan de lágrimas. Mientras abro la puerta del auto escucho un «chist» que viene de arriba, y pasa lo que no pasaba desde que éramos novios: aferrada al balcón, Liz me despide con besos volados. Sonríe. Sonríe, y yo solo puedo pensar en la textura de sus bragas azul pálido. Con las manos temblorosas en el volante, arranco.

            Doy una vuelta a la manzana y aparco, ocultándome en un oscuro rincón adyacente a nuestra calle. Espero, hasta que un Peugeot azul emerge de las sombras y se detiene justo en el portal de nuestro edificio. Lizbeth sale con un jersey escotado que deja ver gran parte de sus senos y que, gracias a los juegos evocativos de mi cerebro ya en guardia y alterado, reconozco: lo usó la primera vez que hicimos el amor en su piso de Cádiz. Una falda corta revela sus piernas envueltas en medias oscuras. Con tristeza asumo que tampoco veía esas medias oprimiendo sus muslos desde hacía años. Las había visto en el fondo del cajón, ocultas —y ahora sé—, esperando este momento. Liz sube al auto, que se pierde en las calles del pueblo.

            No necesito seguir al Peugeot para comprobar nada. Solo espero agazapado entre las sombras, aferrado al volante. Mientras los minutos avanzan contemplo mis opciones, incluyendo la posibilidad de que Liz no regrese de aquello que esté haciendo, de esa vida paralela que se ha inventado a mis expensas, y pienso que quizá sea lo mejor. Dentro del auto puedo escuchar claramente el mecanismo de mi reloj de pulso, el tic-tic-tic del segundero. Descubro que mis nudillos se han quedado blancos por la presión en el volante. Tic-tic-tic. En mi cabeza prima una sensación de ligereza.

            El Peugeot azul emerge nuevamente de las nieblas y se detiene frente al edificio. Liz baja del coche y despide a la sombra de Paolo mientras busca las llaves, antes de dirigirse al portal.

            Un escalofrío baja de las vértebras hacia mi pierna, y mi pie busca el pedal del acelerador. Alcanzo a percibir incluso un olor a quemado mientras el faro me deslumbra. Chirridos infernales de los neumáticos contra el pavimento mojado, gritos ahogados en sangre, vibraciones que me llegan en olas al estómago: el cuerpo de Liz bajo las ruedas crujiendo, destrozándose como mis papeles en la trituradora. Los ecos taladran mi cabeza hasta que percibo el motor al ralentí; las luces de posición del Peugeot de Paolo vuelven a perderse en la niebla. No ha pasado nada, y me agradezco por no haber pisado el acelerador.

            Sudo a raudales. El alivio pasa y regresa una furia incontrolable, me pregunto por qué no pisé el pedal hasta el fondo. Golpeo el volante una y otra vez diciéndome imbécil, imbécil. Grito, chillo con todas mis fuerzas, así, encapsulado en mi auto, como un astronauta en el espacio exterior.

            Mientras me apeo del coche, advierto que la niebla ha desaparecido casi por completo. Las estrellas incluso adornan la bóveda celeste, barridas por el haz de luz del faro. Mañana hará sol, pienso, como si de verdad quisiera que hubiese un mañana.

            Subo, y el temblor en mis manos me dificulta dar vuelta a la llave, hasta que consigo entrar al piso. Liz ya se ha puesto el pijama y corrige exámenes en la mesa del comedor. Cuelgo mi abrigo en el perchero y sin decir nada voy hasta la trituradora con pasos inciertos. Agarro los primeros fajos de papeles que encuentro y los meto a la boca dentada. La enciendo, y rasga, respiro, rasga, respiro, rasga,

            —Hoy no trajiste manuscritos.

            Ahora me parece que no he despertado de un sueño turbulento, que ese día no ha existido, que la cara de Liz no flotaba en ese mar oscuro. El negativo se ha invertido a positivo en algún momento de la tarde, pienso con torpeza. Su voz me parece impregnada ya no de nieblas, sino de algo vivo y que se refleja en su mirada glauca posada en mí, estudiándome, como si de verdad le interesaran aquellos papeles que por supuesto hoy no imprimí.

            —El pendrive tuvo problemas y no pudieron abrir los archivos.

            —Oh, vaya. Me gustaría leerte. Hace tiempo que no leo nada tuyo.

            —No sabía que te interesaran mis proyectos.

            Liz se quita las gafas de lectura y ahora tengo toda su atención, como creo que no la he tenido en mucho tiempo. Mi tono mordaz debió evidenciar algo que el ruido blanco del telediario no alcanzó a ocultar esta vez. La trituradora sigue devorando mis papeles, imperturbable.

            —Como veo que destrozas todo lo que traes, no quería molestar. Eso quiere decir que no te deja satisfecho y lo entiendo, es parte del proceso. Pero seguro que tienes algo que puedo leer, algún cuento o novela. Tomabas notas cuando llegamos aquí… ¿Qué pasó con El final lógico?

            Aprieto los puños para que no se me vea el tembleque. ¿Qué está pasando? ¿Qué se me escapa de todo esto?

            —No está listo para que lo leas —alcanzo a mascullar—. No sabía que te interesara.

            Liz no me aparta la mirada. Va a decir algo, pero se ve que se arrepiente y cambia el tema:

            —Por cierto, pedí unos días. Para tomar el sol como dijiste. Tienes razón, lo necesitamos. Nos podemos ir mañana mismo si quieres. Oye, ¿estás bien? Te veo pálido…

            Aquellas palabras —que remata con mi nombre una, dos veces— me dejan aturdido. Por toda respuesta me levanto, y como un fantasma me escabullo a nuestra alcoba. Con todo y las botas puestas me recuesto en la cama. ¿De qué estamos huyendo ahora? ¿De la niebla? ¿De Paolo? ¿Del final lógico?

            Momentos después, ella entra en la habitación. Ha apagado la tele y solo se escucha el continuo rasgueo del papel, mis letras mutiladas perdiéndose en la oscuridad del abismo. No puedo verla porque estoy de espaldas a la puerta, en posición fetal. Escucho con nitidez un ruido de tela. Se recuesta junto a mí y me abraza por la espalda. El contacto de sus pechos libres y de sus pezones endurecidos por el frío me indica que está desnuda. No quiero moverme, no quiero avanzar hacia la niebla de nuevo, no quiero darme la vuelta. Siento su respiración en mi oído, y su aliento con aroma a chicle de fresa vuelve a transportarme a nuestras primeras citas. Su mano se desliza por mi cabello, lo peina suavemente con sus dedos. Imagino su sonrisa de esa mañana dedicándomela mientras lee El final lógico.

            Bajo mi mano hasta su cadera. Con el tacto descubro que las panties azules siguen ahí: la goma ha dejado suaves surcos esculpidos en su piel, huellas que mis dedos comprueban bajo el entramado del encaje francés.

            Liz se estremece. Suspira.

            —Eres mi escritor favorito, lo sabes, ¿verdad?

            Voy a darme la vuelta. Es inevitable, siento que me alejo de las nieblas para refugiarme en los senos de mi mujer. Voy a decirle que me incluya en sus peligros, que me embarre de complicidad hasta el cuello. Descubro con asombro que esto me la empieza a poner dura de verdad, una erección magnífica, también surgida de un oscuro pensamiento que está a punto de salir de mi boca.

            Me vuelvo y la miro a los ojos. Las puntas de nuestras narices se tocan. Mis manos, tomando las suyas, han dejado de temblar.

            —Cariño, hoy estuve a nada de pasarte el coche por encima. Espero lo entiendas. Lo entiendes, ¿verdad?

            Ahora es ella quien palidece: su cara queda tan blanca como la que descubrí esa mañana al despertar. Su hermoso rostro se contrae, sus labios se despegan ligeramente. Va a decirme algo, pero ese impulso queda a medias cuando oprimo mis labios contra los suyos en un beso húmedo, salvaje, como no lo hacía —claro— desde que éramos novios. Tropo

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Mauro Barea (Cancún, 1981). Narrador y ensayista. Ha publicado el libro de cuentos El gato sobre el féretro, y las novelas Terra incógnita y Kolimá (Mención Honorífica del Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano, en 2022). Actualmente vive en Cádiz, España.

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Imagen tomada sin permiso de la página:

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