Por Miguel Ángel Meza
En Lecturas sobre la lectura, Alberto Manguel afirma que los libros que leemos nos ayudan a nombrar. Incluso a nombrar lo innombrable. Porque quizá no existan nombres para describir la tortura a otro ser humano o el nacimiento de un hijo, o —agregamos nosotros— la desaparición de un hijo. Y, por eso, hay lecturas que resultan intolerables (por las duras verdades que ofrecen) e imprescindibles (porque ayudan a mantener la coherencia en medio del caos).
Una lectura de este tipo es la novela de Brenda Navarro Casas vacías (Sexto piso, 2020), un libro subversivo, un libro a contrapelo de nuestras ideas preconcebidas, a contracorriente de nuestros prejuicios y nuestra comodidad mental y moral. Auténtica fenomenología del dolor, Casas vacías ahonda brutalmente en dos tipos de dramas. Dramas que, de tan conocidos, ya no se pueden nombrar de la misma manera como hasta ahora: por un lado, el dolor por la desaparición de un hijo y las paradojas de la maternidad deseada y no deseada. Y, por otro, el deseo desaforado por ser madre y formar familia a costa de lo que sea, a pesar de la humillación y la soledad, pasando por encima del amor de pareja, a despecho incluso de la legalidad.
Para acercarnos desde la médula a esta inquietante realidad, Navarro recurre a una fenomenología del dolor muy efectiva. Es decir, pretende renombrarlo tal y como se manifiesta en la conciencia de sus personajes, buscando desmontar las estructuras de su experiencia subjetiva, sin interpretaciones ni explicaciones, solo intentando capturar la percepción desnuda de estas mujeres y su vivencia, como una psicología descriptiva radical: “Ser yo la malnacida, la mal vivida, la mal asesinada. No parir, no engendrar, no dar pie a las células que crean la existencia. No ser vida, no ser fuente, no dejar que el mito de la maternidad se prolongara en mí.”
Por eso, Brenda Navarro no nombra a las mujeres protagonistas de la novela, pero sí intenta nombrar otra cosa: procura colocarse en la descripción pura de su sufrimiento (el de la primera madre) y en la descripción pura del deseo de ser madre (el de la segunda), sin un narrador intermedio que organice o explique estas emociones ni sus realidades. Y al mostrar sus vivencias desde su subjetividad, nosotros debemos ir descifrando las paradojas de las narradoras personajes, sus autoengaños, su desconcierto vital, su entorno familiar y social de violencias explícitas y subrepticias, y colocarnos lo más cerca posible. Y esto es lo que nos incomoda: la cercanía a la que nos obliga la autora: sin filtros, sin explicaciones, sin intermediaciones.
Para hacer más efectiva aún esta proximidad, la escritora mexicana recurre a una elocuencia narrativa específicamuy cercana a una poética del dolor, más incisiva en la voz de la primera madre; más cruda y burda en la voz de la segunda. Esta poética ofrece como horizontes la paradoja y la revelación, intencionalidades propias de la poesía. No es gratuito por ello que una poeta guíe la única intertextualidad que aparece en la obra. Wislawa Szimborska (1923-2012), a través de seis epígrafes para igual número de apartados, se erige, así, como una conciencia poética tutelar que contribuye con su densidad y su misterio a revelar la esencia de este mundo: lo no dicho mediante el instante poético, intensamente presente en el fenómeno de reconocimiento de ambas mujeres, un reconocimiento descarnadamente lúcido por lo atormentado:
“Mientras trato de tragar saliva, me encajo las uñas en la palma de la mano y persisto como una mujer a punto de suceder pero que no sucede.” “…aunque no lo acepte, soy de esas mujeres que prefieren estar con el hombre, aunque no las quieran…” “¿En qué momento me dan ganas de ir y tirarme por la ventana? Quizá deba decir que la tristeza me acomoda porque soy egoísta.” “¿Por qué lloramos cuando acabamos de nacer? Porque no debimos haber venido a este mundo.”
Otro ejemplo significativo es el poema de la poeta polaca Las tres palabras más extrañas, que se antepone como epígrafe al final del libro: “Cuando pronuncio la palabra Futuro,/ la primera sílaba pertenece ya al pasado.// Cuando pronuncio la palabra Silencio,/ lo destruyo.// Cuando pronuncio la palabra Nada,/ creo algo que no cabe en ninguna/ no-existencia.” Un poema que aparece justamente para resignificar el desenlace de la segunda madre, donde descubrimos nuevas verdades de la actuación de este patético personaje, en un final deliberadamente abierto que plantea varias dudas argumentales que la imaginación del lector debe inferir, aunque sus visiones le resulten horrendas. Cada quien pone su propio infierno en esas conclusiones.
Esta característica de paradoja y revelación aparece en los discursos de las dos protagonistas, pero es más iluminador en el de la primera, quien intuye la esencia de su rechazo a ser madre, su aceptación fatalista y las contradicciones e ironías de su maternidad fracasada, e intenta transmitirlo: “No querer tener hijos, pero buscar embarazarme. No querer estar embarazada, pero buscar en las acciones de Fran su aprobación. (…). No querer estar embarazada, pero temer a la primera mancha de sangre que se apareció en mis bragas.”
Drama testimonial e intimista estructurado de manera magistral en tres apartados, a su vez divididos en segmentos que se alternan, cada testimonio nos aporta solo la información que las mujeres quieren, de la manera en que quieren y desde su perspectiva y punto de vista, y es el lector el que debe reconstruir la historia cronológica de los hechos, del contexto familiar y de la condición social de ambas, un contexto abrumador que rezuma desesperación y desconcierto: por un lado, el de la condición social de una mexicana joven de clase acomodada, educada y que se expresa bien, que vive una sorda violencia psicológica del marido (también mutilado de emociones cuyos fragmentos no sabe manejar); por otro, el de la desintegración social lleno de violencia sexual y familiar de una mexicana humilde sin educación, arrebatada y rebelde, que toma decisiones entre la desesperanza y un anhelo sin asideros, siempre al borde del abismo. En ambos casos, mundos de pesadilla.
Esta pesadilla ya se expresa desde el título, Casas vacías, en su triple connotación: la casa como el propio cuerpo y el vacío existencial que lo habita; la casa real donde fracasa la familia y donde están los fantasmas de los hijos que no la habitan; la casa extendida donde no existe un círculo familiar amoroso, solo abuelas y madres solas, con sus propias tragedias, su promiscuidad y precariedad económica, sus vacíos: “…nosotras mirábamos confundidas e impávidas, porque eso era lo que había que hacer: ser las casas vacías para albergar la vida o la muerte, pero, al fin y al cabo, vacías.”
Con esta extraordinaria ópera prima, Navarro ha puesto en juego dos discursos teóricos de interpretación de la realidad de la mujer y las violencias en las que se ven inmersas. No solo las violencias que sufren las mujeres mexicanas en un mundo profundamente machista y la repercusión de la crisis social en los hogares y en su vida diaria, sino también la violencia que ellas mismas ejercen sobre sus propios hijos. Estos discursos teóricos —feminismo y construcción identitaria de la mujer— no se notan explícitamente en la novela, por supuesto, pero están presentes como un trasfondo necesario no solo para dar sentido a una anécdota tan dura —el drama de la mujer cuyo hijo desaparece en un parque, y el de la mujer que se lo roba para criarlo como propio— sino a todo el relato de situaciones tan escabrosas.
Con esta novela, la narradora nacida en 1982 se integra a una sobresaliente generación de escritoras mexicanas que ofrecen enfoques implacablemente autocríticos sobre las condiciones de la mujer en la sociedad mexicana contemporánea. Y al atreverse a demoler el tabú sobre la maternidad y la familia feliz, sobre las formas de la intimidad y la pareja, sobre el cuerpo femenino y la sexualidad, sobre la soledad y las violencias de género y sociales, Brenda Navarro nos dice tajantemente: después de esta novela, ninguna de estas realidades se puede nombrar de la misma manera.
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Miguel Ángel Meza. Ciudad de México. Poeta, narrador, crítico y editor. Desde 1986 radica en Cancún. Fue director de la Casa del Escritor de Cancún (1997-2004) y de la revista literaria tropo a la uña (primera época, 1998-2007). Es autor de los poemarios Destellos de mareas (Praxis, 2004) y El rostro que habitamos (2015) y del libro de cuentos Cada quien su paraíso (Letramar-CCL, 2014). Actualmente, coordina varios talleres de lectura y edita la revista literaria tropo (segunda época). Obtuvo en 2019 el Premio Internacional de Poesía Caribe-Isla Mujeres.