David Anuar
No encontrarás otro país ni otras playas,
llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad…
Constantino Cavafis
Mérida, Yucatán. Viernes 5 de octubre. 3:45 de la tarde. Desciendo del taxi, la calle es bañada por el aguacero. Entro al pequeño local de ADO-Altabrisa. Los pasajeros se apiñan en la sala de espera, huyendo de la inundación que se apodera del lugar. Permanezco de pie, en un recuadro intocado por las aguas del diluvio. Frente a mí, una joven de rostro amable me contempla, nos contemplamos, como dos árboles en medio de la selva. “¿Por qué no te sientas?”, me pregunta. “Prefiero no hacerlo, odio mojarme los pies”, le respondo señalando mis converse agujereados. Una pequeña sonrisa aparece en sus labios.
La espera se convierte en charla, en coincidencias. Intercambiamos nombres, orígenes, estudios, amigos compartidos; en fin, ahora es el placer de la conversación el que inunda nuestras bocas. Tiene 20, estudia nutrición, y lo más importante, nació en la misma tierra que yo. Al pie del camión, a punto de abordar, después de haber discutido sobre mi adquirido acento yucateco, me dice de forma tajante: “Nunca olvides que tú siempre serás de Cancún. Nosotros somos de Cancún”. Y entonces, como en un espejo, me golpea esa sensación efervescente de estar entrelazados de alguna forma soterrada y misteriosa.
Dicen que todos somos migrantes, y en parte es así. Algunos vienen de fuera para asentarse en la ciudad; otros, los que hemos nacido aquí, la abandonamos para continuar, por ejemplo, nuestros estudios en otros lugares del país o el extranjero. Sea como fuere, en Cancún la población es móvil, descentrada, carente de un núcleo sólido, o más bien, con una identidad líquida que fluye de atrás para adelante, de abajo arriba, en pleamar y bajamar, en ventiscas de arena, inestable pero siempre en construcción.
El crítico literario Antonio Cornejo Polar planteaba hace algunas décadas que los migrantes son seres heterogéneos sujetos a lógicas vivenciales diversas y diferenciadas, que conviven sin llegar —lo siento Hegel— a fusionarse de forma sintética. El migrante es, dicho de forma paciana, esto y aquello a un mismo tiempo; se vuelve parte del lugar al que llega, sin dejar de ser de donde vino. Existe fragmentado, discontinuo, metafórico, al decir de Cornejo: “nunca confunde ayer/allá con el hoy/aquí; al revés, marca con énfasis una y otra situación y normalmente las distingue y opone, inclusive cuando el peregrinaje ha sido exitoso”.
En Cancún, este fenómeno adquiere rostro en una situación tan cotidiana como la hora de la comida. Ésta es una hora especial. Los migrantes cancunenses, al sentarse a la mesa —con el relleno acapulqueño, las corundas, la barbacoa, el cabrito, y demás platillos de geografías varias— disparan un proceso de remembranza: por un momento anulan el espacio-tiempo “migrante”, para volver fuera del tiempo y del espacio a su “lugar de origen”. Crean, a través de la conversación y la evocación de recuerdos, una red que instaura el pretérito en el presente migratorio. Aromas y sabores se confunden con el anecdotario personal y familiar adjunto. El migrante existe en el presente nostalgiando por aquello que ha quedado atrás.
¿Pero qué sucede con aquellos que hemos nacido en Cancún?, ¿cuál es nuestra raíz en el mundo? Por un lado, nuestros padres son sujetos que poseen una carga cultural previa, reconfigurada por el roce multicultural de la urbe turística; es decir, hay prácticas, lenguajes, símbolos y significados que son aceptados e integrados por los migrantes. Este proceso es conocido por los antropólogos como transculturación. En cambio, los que hemos nacido en Cancún, si bien un elemento de nuestra identidad viene dado por lo que escuchamos de las tierras lejanas de nuestros padres, esto es más bien una especie de mito fundacional que se pierde en las brumas del tiempo.
Así pues, las generaciones nacidas en Cancún nos enfrentamos con las acuciantes preguntas: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿hacia dónde voy? La respuesta que suele repetirse hasta el cansancio es que somos personas sin cultura o, en el mejor de los casos, con una cultura a medias, en cocción. Por ejemplo, en 1997 el antropólogo César Castro Sahui señalaba en su tesis de grado: “sin duda, tendrán que pasar muchos años para que los cancunenses puedan delinear un perfil socio-cultural que los identifique como comunidad”.
Hoy es posible dar cuenta de algunos fenómenos que comienzan a ser marcadores de identidad, sin que ésta sea fijada de una vez por todas, sino en un continuo hacerse en el que aparecen elementos iterativos, una suerte de primer núcleo que ha configurado en buena medida la identidad de las primeras generaciones nacidas en Cancún.
¿Cuáles son los elementos o fenómenos que conforman esta base cultural en común? Pienso que podemos dividirlos en dos grupos: motivados por el Estado y espontáneos, es decir, los que pertenecen al rubro de la vida cotidiana.
Dentro de los elementos motivados por el Estado tenemos símbolos de carácter oficial que intentan crear una base para el entendimiento de la comunidad, su cohesión. Entre éstos se encuentran monumentos como La glorieta del ceviche o El Monumento a la Historia de México, que la población local denomina de forma juguetona como La licuadora. Este caso sirve para observar cómo los habitantes no aceptan tal cual los símbolos producidos por el Estado, sino que los adecuan a sus necesidades, incluidos el divertimiento y la transgresión.
Otros símbolos de carácter oficial son el escudo del municipio de Benito Juárez, la fecha de fundación de Cancún —20 de abril de 1970— decretada por el cabildo municipal, el asta bandera ubicada en la Zona Hotelera, así como el nombre de avenidas que aluden a personajes de relevancia nacional (Av. López Portillo), o de carácter regional (Av. Andrés Quintana Roo). Estos elementos son el tejido de signos oficiales producidos por la lógica del Estado y sus empleados, o lo que Ángel Rama denomina ciudad letrada. Otros signos son, por ejemplo, la configuración visual de los taxis en blanco con franjas verdes, los señalamientos de tránsito, las banquetas pintadas de amarillo, entre otros detalles del paisaje urbano que fueron planificados por la ciudad letrada.
Por otro lado, son múltiples los elementos espontáneos aportados por la ciudad real, como Rama denomina la capacidad de agencia de los habitantes de la urbe. Éstos se vuelven simbólicos por el uso, es decir, por hábitos y costumbres, y no por la imposición. Los espacios tienen historia y, en este sentido, hay sitios desaparecidos en Cancún que se han vuelto símbolos y lugares de memoria colectiva. Wol-Ha es un buen ejemplo. En otro tiempo, este laberinto de tubos y resbaladillas fue un centro de juegos infantiles. Wol-ha fue un espacio de recreación para las primeras generaciones nacidas en Cancún y, por ello, un lugar que permanece grabado en la memoria colectiva.
Los cines también conforman parte de los espacios que han trascendido el tiempo para convertirse en parte de la colectividad, como los Blanquita, los Tulum, o los que se encontraban en la Plaza Kukulcán, y a través de los cuales aprendimos que existía un mundo más allá de la entonces pequeña y segura ciudad en la que vivíamos. Otro punto importante son playas como el Mirador, que han devenido en espacios simbólicos que todo cancunense conoce y donde, tal vez, se reconoce.
Todos estos sitios tienen en común ser lugares de recreación, para “pasar un buen tiempo”, que generan vínculos afectivos entre los habitantes y los lugares; por ello, han trascendido hasta quedar fijados en la memoria como elementos identitarios, al menos de una generación de cancunenses.
También existen expresiones espontáneas que se han vuelto marcadores de identidad. Me refiero a ciertas actitudes generalizadas de los moradores de Cancún, como el deseo de salir adelante, la apertura comunicacional de las personas, sobre todo de los jóvenes nacidos en la ciudad, la conciencia de ser migrantes, la cercanía con la naturaleza y una mentalidad abierta respecto a cuestiones morales y religiosas.
Recuerdo que en el 2008, cuando comenzaba a residir en Yucatán y estudiaba la licenciatura en la universidad pública de ese estado, me di cuenta de ciertas diferencias respecto de mis colegas yucatecos. Al compartir experiencias con otros nacidos en Cancún que cursaban estudios en la misma universidad, coincidíamos en que solíamos obtener buenas notas en las exposiciones orales, y una mayor fluidez de palabra en comparación con nuestros pares locales. En alguna conversación —cuyas coordenadas temporales, espaciales y hasta personales he perdido en la memoria— recuerdo que alguien me señaló, con un atisbo de envidia o timidez, que las personas nacidas en Cancún éramos especialmente parlanchinas, desenvueltas, participativas y, en general, extrovertidas. En su momento, esa idea me pareció reveladora e iluminó un patrón entre mis amistades cancunenses que residían en Mérida, confirmándose las más de las veces la generalización de aquella charla.
Finalmente, pienso que el arte jugará un papel vital en la construcción identitaria de la urbe, ya que éste es un espacio privilegiado para el diálogo y la negociación de significados. El arte es la morada por excelencia de la representación. Necesitamos un arte local que dé rostro a la ciudad, a sus habitantes, sus dilemas y su contexto sin caer en estereotipos o lugares comunes. Pienso que este proceso va por buen camino y dentro de no mucho seremos testigos de propuestas germinales, que en el ámbito de la literatura tiene ya obras relevantes. Me refiero a los poemarios El rostro que habitamos (2015) de Miguel Ángel Meza, y Costa urbana (2011) de Óscar Reyes Hernández, o la novela Cancún todo incluido (2001) de Carlos Hurtado; e iniciativas editoriales con una larga trayectoria como Tropo a la uña (1998-2020), que ha colaborado por más de dos décadas en la formación de una comunidad artística y literaria.
A través del tiempo, los migrantes han ido adquiriendo características que seleccionan a través de un proceso de transculturación. En su interior coexisten diversas lógicas, las de su lugar de origen, así como las que han absorbido selectivamente en la nueva ciudad; no obstante, en estas generaciones de colonos los elementos de su pasado-origen permanecen vivos a través del nostalgiar. En cambio, los nacidos en Cancún recibimos mayor influencia de la localidad que del origen remoto de nuestras familias, creándose en nosotros un sentimiento de pertenencia y compenetración profunda con el paisaje, con los símbolos, con la memoria de la ciudad, nuestra ciudad, nuestra única ciudad. Así, resuenan y adquieren peso específico en mis oídos las palabras que me dijera aquella joven cancunense en un ADO de Mérida: “Nunca olvides que tú siempre serás de Cancún. Nosotros somos de Cancún”.
Nota: Escribí este ensayo hace casi una década cuando todavía era estudiante de licenciatura y Cancún era otro; sin embargo, en el marco del 50 aniversario de la ciudad, creo que algo en él sigue vigente y nos sigue hablando.
Obras consultadas
Castro Sahui, César Augusto, “Organizaciones de colonos en Cancún”. Tesis de licenciatura, Universidad Autónoma de Yucatán, 1997.
Cornejo Polar, Antonio, “Condición migrante e intertextualidad multicultural: El caso de Arguedas”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, 21.42 (1995): 101-109.
Escalona Hernández, Consepción y María del Pilar Jiménez Márquez, Cancún: un entramado de voces, cultura, sociedad e historia. Ciudad de México: Editorial Verás-Universidad del Caribe, 2010.
Hurtado, Carlos, Cancún, todo incluido. Cancún: Numul, 2001.
Meza Robles, Miguel Ángel. El rostro que habitamos. Cancún: Edición de autor, 2015.
Paz, Octavio, El arco y la lira. Ciudad de México: FCE, 1979.
Rama, Ángel. La ciudad letrada. Madrid: FINEO-UANL, 2009.
Reyes Hernández, Óscar, Costa urbana. Ciudad de México: Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Quintana Roo, 2011.
David Anuar (Cancún, 1989). Licenciado en Literatura Latinoamericana y Maestro en Historia. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en Poesía y Dramaturgia (2018-2020). Premio Francisco Javier Clavijero por mejor tesis de maestría (INAH, 2019). Editor de la antología Contramarea. Breve antología de poesía joven de Quintana Roo (2017, Plataforma Colectiva), y de la obra completa de Adriana Cupul Itzá, Y mi cuerpo no ha muerto. Poesía recuperada (1993-2002) (2019, IMCAS).
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Ensayo publicado en Tropo 23, Nueva Época, 2020.