De olvidos: Luis Rosado Vega y la Expedición Científica Mexicana

 

David Anuar

 

Desde hace años me cautiva la figura de Luis Rosado Vega, un personaje oscuro y olvidado de la historia y la literatura yucateca. Un amigo y contemporáneo suyo, el poeta José Díaz Bolio, lo retrataba como alguien agudo, hiriente y altanero, “muy temperamental. Pero […] contradictorio. Tan pronto se le humedecían los ojos al escuchar una pena ajena, como se alzaba colérico ante el menor incon­veniente. Y era muy suspicaz y des­confiado; todo lo cual, aunado a su soberbia, lo redujo a la soledad de sus últimos años”.[1] Luis Pérez Sabido, experto en trova yucateca y quien conoció al escritor, me dijo en una entrevista lo siguiente: “era un personaje complicado […] críptico, cerrado, irónico, agrio, hosco… no era fácil ser amigo de Rosado Vega”.[2]

En el 2012, y a raíz de una beca PECDA que me otorgó el Estado de Quintana Roo, tuve mi primer encuentro con esta olvidada figura de la península. Siempre me ha gustado investigar, y cada vez más se vuelve parte de mi proceso creativo. Es probable que esta inclinación haya tomado forma en esos días. Recuerdo que antes de comenzar a escribir el libro del PECDA, hice una indagación sobre la literatura de Quintana Roo, a la cual dedique tan sólo tres meses del año que duraba la beca; sin embargo, ocho años después lo que empezó en ese entonces sigue siendo una de mis principales inquietudes, pasiones y proyectos. Fue durante esa búsqueda en el pasado literario del terruño que me topé con dos obras de Rosado Vega: Poema de la selva trágica (1937) y Claudio Martín. Vida de un chiclero (1938).

Las dos obras giran en torno a la explotación forestal y los excesos humanos en el Territorio de Quintana Roo en las primeras décadas del siglo XX. El trópico es representado como una fuerza oscura y cautivante, un espacio salvaje y de degeneración física y moral, ajeno a la nación y sometido a los capitales e intereses extranjeros. La salida a este laberinto, en la propuesta del autor yucateco, surgiría de la acción transformadora del hombre y la revolución. En la novela Claudio Martín esto se expresa en la muerte del personaje principal como símbolo y germen revolucionario del trópico y sus trabajadores: “Pero ese abono rojo, muy rojo, que bañó la República […] cayó también sobre la tumba de aquel joven chiclero […] Es de presumir que aquel cuerpo se haya sentido resucitar y a través de su sepulcro ávidamente haya vuelto sus ojos hacia fuera, vislumbrando el sangriento, pero hermoso panorama de la renovación”.[3] De igual forma, los dos últimos cantos de Poema de la selva trágica, “Conminación” y “A la luz del alba”, pueden ser leídos como llamados y representaciones de la acción revolucionaria de los trabajadores forestales:

 

Hombres de la selva, rebaño o redada

los del rostro pálido

y ardiente mirada

y cuerpo enfermizo y escuálido […]

ya tiñe el espacio la aurora,

en bosques y praderas,

ya amanece, ¿qué esperas?… ya es hora;

levántate, oprime

tu pendón y a manera de cuño

ponle un sello de sangre y esgrime

el arma que falta a tu puño;

sé tú mismo tu propio baluarte,

tu misma defensa, tu propio camino,

y escribe en tu propio estandarte

tu propio destino…![4]

 

También vale la pena señalar en este libro la progresión dramática y narrativa que se teje de un poema a otro, y cómo se traza en el fondo una historia de explotación y emancipación del trópico, que inicia en “La selva trágica”, con un intermedio de horror y transfiguración fantástica, y concluye con la esperanza revolucionaria de “La luz del alba”. Sobre la cuestión dramática, esta obra insinúa desde el título una conexión con la dramaturgia, que se desarrolla en la estructura al ser cada poema una “jornada” del recorrido. Luis Rosado Vega usa este vocablo como un guiño intertextual al teatro del Sigo de Oro Español que se organizaba en jornadas, por ejemplo, en La vida es sueño de Calderón de la Barca.

Me interesa subrayar dos cosas de Poema de la selva trágica, una ligada a la tradición de la poesía mexicana y otra a mis búsquedas personales. Por un lado, este conjunto de 14 poemas da una visión oscura y descarnada del trópico, tema que comenzaba a ser explorado desde otro punto de vista en la obra de Carlos Pellicer con su “Esquema para una oda tropical” (1933/1973), quizás, el poema más importante del siglo XX en el sureste mexicano, por ser el canto lírico fundacional del trópico y sus paisajes.[5] Cabe acotar que este tema fue una constante en la obra pelliceriana; en cambio, en Rosado Vega el trópico se entrelaza con una postura regionalista de mirilla peninsular. Existieron otros puntos de contacto entre el poeta yucateco y el tabasqueño, por ejemplo, un perfil compartido respecto a la docencia y la cercanía a los poderes políticos regionales y nacionales; asimismo, ambos se apasionaron por el mundo prehispánico e incursionaron en la arqueología a través de la creación y curaduría de museos.[6]

En ese marco de la tradición poética mexicana del sureste, es necesario revalorar Poema de la selva trágica por su contenido histórico, ideológico y literario. De este último aspecto, destacaría los poemas intermedios de corte fantástico, “La muerte en siesta”, “La tormenta” y “Delirante nox”, donde la voz lírica transfigura gradualmente la selva tropical en una suerte de aquelarre dantesco:

¡Oh!, ¿quién a la selva tal daño le hizo,

quien la ha transmutado,

qué hechizo

le dieron, y quién se lo ha dado?…

El árbol ya es monstruo que aterra,

visión que alucina,

ya es un ser que sacó de la tierra

los pies y camina;

provocando a sorpresa y a susto

también se desprende

el arbusto que ya no es arbusto

porque se ha transformado en un duende;

si al sueño reacio

un pájaro deja la obscura enramada,

se vuelve una bruja de enorme joroba

que hiende el espacio

montada

en su escoba…[7]

En general, la obra literaria de Luis Rosado Vega no ha resistido el paso del tiempo, sobre todo su narrativa afincada en las estéticas del siglo XIX con largas descripciones y un lenguaje que hoy es sentido como ampuloso, por ejemplo, María Clemencia (1912), su primera novela. En cambio, su poesía me sigue pareciendo atractiva, sobre todo por el tono pesimista y existencial que circunda gran parte de sus versos. Como muestra de esto los versos iniciales de “La eterna neurosis”, incluidos en su ópera prima:

 

Era una selva oscura donde alzaban

entre el ramaje misterioso y tétrico,

como sangrientos frutos de exterminio

sus degolladas testas mis recuerdos,

mis recuerdos amargos,

los hirientes… los negros![8]

 

Sin duda, aún vale la pena leer la obra poética de este escritor yucateco como parte de nuestra historia literaria peninsular, donde resaltan libros como Alma y sangre (1906), El libro de ensueño y de dolor (1907), En los jardines que encantó la muerte (1936) y un interesante ejercicio de poetizar la historia en Romancero yucateco (1949), además de sus obras relacionadas con Quintana Roo. No en balde, Rosado Vega fue en su momento antologado por Genaro Estrada en Poetas Nuevos de México (1916), junto a nombres como Amado Nervo, Luis G. Urbina, Salvador Díaz Mirón, Manuel Gutiérrez Nájera, José Manuel Othón, Enrique González Martínez, Alfonso Reyes, Ramón López Velarde y José Juan Tablada.[9] Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, su nombre y su obra fueron sepultados en el olvido literario, y hoy apenas se le recuerda por su contribución al mundo de la trova yucateca por canciones como Flores de mayo, Xkokolché, Las golondrinas, o la emblemática Peregrina, composición que Felipe Carrillo Puerto dedicó a la periodista estadounidense Alma Reed.[10]

El segundo aspecto que deseo retomar de Poema de la selva trágica se encuentra en el prólogo del libro, donde Rosado Vega consignaba haber realizado una estancia de más de medio año en el Territorio de Quintana Roo. La curiosidad me hizo escarbar más y di con otro libro del mismo autor, Un pueblo y un hombre (1940), una especie de hagiografía política dedicada a loar la obra revolucionaria del entonces gobernador del Territorio, el general Rafael E. Melgar. Allí, Luis Rosado Vega explicaba que su primera estancia en Quintana Roo había sido parte de un proyecto arqueológico que el gobierno federal había financiado en 1937: la Expedición Científica Mexicana (ECM).[11]

Continué mi búsqueda en periódicos de la época con la esperanza de encontrar noticias de la Expedición, sin embargo, éstas llegaron a través de un libro que fue escrito en 1937 por César Lizardi Ramos. Imágenes de Quintana Roo es el título de la obra que Lizardi escribió como enviado especial del Excélsior en la Expedición Científica Mexicana. Muchos de los artículos vieron la luz en ese diario capitalino, pero no fue sino hasta el 2004 que Guillermo Goñi editó y publicó con apoyo del INAH el manuscrito que había permanecido inédito por más de medio siglo.[12]

A estas alturas, yo quería saber cada vez más sobre esa Expedición, uno de cuyos frutos había sido la escritura de dos obras literarias de Luis Rosado Vega que consideraba y sigo considerando parte fundamental de nuestra historia literaria. En un ensayo titulado “El elemento irracional en la poesía”, el poeta norteamericano Wallace Steven señala que lo irracional en la poesía no es un tema, como en el surrealismo, sino un proceso en el cual el poeta transforma la realidad en poema. Al ser este proceso irracional resulta imposible indagar en él o tratar de comprenderlo; no así el extremo primario de este proceso, es decir, la realidad detonadora del poema.[13] En este sentido, intuía que la Expedición y la estancia de Luis Rosado Vega en el Territorio eran una experiencia vital que se encontraban en la base de Poema de la selva trágica y Claudio Martín.

Con la poca información que había logrado recopilar desde el 2012, me aventuré a escribir una novela en el 2015, gracias al auspicio de una beca PECDA por parte del Estado de Yucatán, que aún permanece inédita. El personaje principal es Luis Rosado Vega, y en ella narro dos de los cinco viajes de la Expedición Científica Mexicana.

La literatura me llevó a la historia, y en el 2016 tomé la decisión de estudiar una maestría en dicha disciplina. La Expedición volvió a tocar mi puerta mientras cursaba los primeros cuatrimestres, gracias a un artículo escrito por María de la Cruz Pallés. En el texto, la arqueóloga consignaba que la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia (BNAH) había recuperado en 1984 la colección documental de la Expedición, que había sido parte de la biblioteca personal del arqueólogo yucateco Roque Ceballos Novelo.[14]

La ECM se volvió entonces una suerte de obsesión personal y de paso mi tema de tesis. Viajé a Chetumal y a la Ciudad de México para realizar trabajo de archivo, tan sólo para enfrentarme con la cruda realidad de que la colección documental había desaparecido y sólo se conservaban unas borrosísimas transcripciones fotocopiadas de los informes en la BNAH y en la Sala Bibliográfica Chilam Balam de Tusik en Chetumal. No vale la pena reconstruir aquí todo mi andar archivístico, en cambio, deseo dar una breve panorámica de los resultados de mi investigación sobre la Expedición Científica Mexicana.[15]

En junio de 1937 salió del Puerto de Veracruz la Expedición Científica Mexicana, la primera iniciativa de exploración arqueológica mexicana al Territorio de Quintana Roo, que hasta entonces había sido explorado y estudiado principalmente por arqueólogos extranjeros e instituciones norteamericanas como la Carnegie Institution. La comitiva era liderada por Luis Rosado Vega, quien logró sacar avante la Expedición gracias a sus amistades políticas, en particular con Francisco J. Múgica, en ese entonces Secretario de Comunicaciones y parte del círculo íntimo del presidente Lázaro Cárdenas. La Expedición fue aprobada y respaldada por la Presidencia de la República y por Secretarias de Estado como Guerra y Marina, Comunicaciones, Educación Pública, Relaciones Exteriores, e instituciones como la Universidad Nacional y el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía (MNAHE). Fue tal la importancia que le dieron a la Expedición que ésta gozó de un jugoso presupuesto que ascendía a $58,268 pesos, cantidad nada despreciable para la época si consideramos que era un tercio del presupuesto anual del MNAHE y la mitad del presupuesto de la Dirección de Monumentos Prehispánicos, dependencia antecesora del INAH.

La ECM fue un proyecto científico con intereses políticos que se llevó a cabo en un contexto de confrontación entre el gobierno de Lázaro Cárdenas y una parte de la élite política y económica de Yucatán conocida como la Camarilla Oficial. Este enfrentamiento fue producto de la Cruzada del Mayab, es decir, la expropiación de las haciendas henequeneras.

Existieron diversas críticas a la Expedición en la prensa capitalina y peninsular. La más importante de ellas fue la de Alfredo Barrera Vásquez, en ese entonces un joven lingüista y filólogo, quien se alineó al grupo de la Camarilla Oficial cuando el gobernador de Yucatán y rostro público de la Camarilla, el ingeniero Florencio Palomo Valencia, lo nombró director interino del Museo Arqueológico e Histórico de Yucatán (MAHY), institución que había fundado y dirigido Luis Rosado Vega desde mediados de la década de 1920 hasta su destitución en 1937.

Barrera Vásquez descalificó a tal grado la labor de su antecesor que realizó un informe sobre el estado del MAHY que hizo público a través del Diario del Sureste. El flamante director interino fue pródigo en la descripción de los “errores” de Rosado Vega; afirmaba, por ejemplo, que las cédulas decían “disparates”, y denunciaba restauraciones inadecuadas usando cemento, o peor aún, piezas o fragmentos ajenos al objeto creando así “engendros arqueológicos y timos científicos y artísticos”.

En la BNAH encontré una nota engrapada al recorte periodístico del informe, en la cual Alfredo Barrera Vásquez escribió de forma lapidaria su opinión sobre la Expedición y su líder: “El anterior director del Museo Arqueológico a que se refiere este informe era don Luis Rosado Vega, Jefe de la llamada ‘Expedición Científica Mexicana’ que dicen recorrerá la Zona Maya. Creo que con esto se dejará de pensar que el poeta Rosado Vega algún día pueda ser arqueólogo”.[16]

A pesar de todos los ataques a la Expedición y a Rosado Vega, hubo un hecho simbólico que marcó el apoyo definitivo del gobierno federal. El 10 de marzo de 1937, Luis Rosado Vega realizó un banquete de agradecimiento en el restaurante Manhattan, en el centro de la Ciudad de México. Al evento asistieron distintas personalidades políticas y militares que reafirmaron su compromiso con la Expedición, entre ellos, Francisco J. Múgica y Eduardo Hay, ambos secretarios de Estado, así como el gobernador y el exgobernador del Territorio de Quintana Roo, Rafael E. Melgar y Mario Ancona Albertos. El banquete fue así el espaldarazo definitivo del gobierno federal.

El equipo de la Expedición estuvo conformado por 16 personas que se organizaron en 5 secciones de trabajo. Entre los miembros más destacados se encontraban el arqueólogo Miguel Ángel Fernández, el ingeniero Alberto Escalona Ramos, el periodista y experto en cronografía maya César Lizardi Ramos, el historiador Nereo Rodríguez Barragán, el militar Luis Escontría Salín, el artista colombiano Rómulo Rozo, y los camarógrafos Aurelio Loyo y José Ruiz.

Personal y secciones de trabajo

Sección

Miembros

 

Sección arqueológica A

Miguel Ángel Fernández

César Lizardi Ramos

Rómulo Rozo

José Ruíz

 

Sección arqueológica B

 

Alberto Escalona Ramos

Fernando Güemes

Enrique Vales

 

Sección de historia

 

Nereo Rodríguez Barragán

Rafael Álvarez

Luis Escontría Salín

 

Sección administrativa

José Gorjoux

Alfredo Gamboa

Miguel Ceceña Quiroz

 

Sección directiva

Luis Rosado Vega

Manuel Ibarra

Aurelio Loyo Ortega

Fuente: Elaboración propia con base en información de

Luis Rosado Vega, Un pueblo y un hombre, 313-314.

Entre los hechos más destacados de la Expedición se encuentran haber descubierto más de 30 sitios arqueológicos en su recorrido por la zona insular, el norte, el centro y el sur de Quintana Roo; el interés por los vestigios arqueológicos coloniales (capillas, iglesias, pozos, casas, fuentes); haber iniciado la reconstrucción del sitio arqueológico de Tulum y el hallazgo de nuevos frescos; participar en la formación de dos museos locales, uno en San Miguel de Cozumel y el otro en Chetumal, al depositar en ellos valioso material arqueológico, gesto por demás extraño en la época, cuando la tendencia común era centralizar todo el patrimonio arqueológico en la Ciudad de México; colaborar en la construcción de una incipiente industria turística en el Territorio alrededor de Tulum, siendo este sitio la principal atracción; la decoración de la fachada de la Escuela Belisario Domínguez y el Hospital Morelos, hoy en día patrimonio urbano e histórico de la ciudad de Chetumal, así como divulgar en el centro del país un imaginario distinto del Territorio, que buscaba dejar atrás los fantasmas del infierno tropical, la Siberia mexicana y del presidio porfiriano.

En los primeros meses de 1938 gran parte de los miembros de la Expedición Científica Mexicana habían vuelto a la Ciudad de México. Algunos regresaron enfermos e incluso, Aurelio Loyo murió debido a una paratifoidea. Ya en la capital, hicieron trabajo de gabinete, redactaron informes y realizaron dos exposiciones de los hallazgos arqueológicos y etnográficos, una en el salón más bello de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas y otra en el Palacio de Bellas Artes.

Este es sólo un bosquejo a brocha gorda tanto de la importancia de Luis Rosado Vega como figura literaria de la península de Yucatán al igual de lo que fue la Expedición Científica Mexicana, una historia que había permanecido en su mayor parte olvidada en el marco de la historia regional y la historia de la arqueología nacional, así como por los avatares en torno al hallazgo y desaparición de su colección documental.

Al acabar de escribir estas letras me percato de algo. No en balde, toda escritura es descubrimiento. Mi vínculo con Luis Rosado Vega, lo que me cautiva del personaje, a pesar de su carácter hosco, duro, difícil y quizá hasta de personaje no grato, es nuestro amor compartido por el presente y el pasado de la península de Yucatán, por la literatura y la historia de nuestro pedazo de terruño y nuestra siempre elusiva identidad.

[1] José Díaz Bolio, “Semblanza de Luis Rosado Vega”, Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán 253-255 (abril-diciembre de 2010): 32-39, en la 38.

[2] Luis Pérez Sabido, entrevista por el autor. Mérida, Yucatán, 26 de enero de 2016.

[3] Luis Rosado Vega, Claudio Martín. Vida de un chiclero (Ciudad de México: SCOP, 1938), 258.

[4] Luis Rosado Vega, Poema de la selva trágica (Chetumal: SCOP, 1937), 125-129.

[5] Carlos Pellicer publicó en 1933 una “Primera intención” del poema, y cuatro décadas después dio a conocer una segunda parte del “Esquema para una oda tropical”.

[6] Luis Rosado Vega fue el fundador y director del Museo Arqueológico e Histórico de Yucatán, en tanto que Carlos Pellicer reorganizó el Museo de Tabasco, y fundo otros seis, entre ellos el de Frida Kahlo y el Anahuacalli en la Ciudad de México y el Parque Museo de La Venta

[7] Luis Rosado Vega, Poema de la selva trágica, 68-69.

[8] Luis Rosado Vega, Sensaciones (Ciudad de México: Casa Editorial de E. Sánchez, 1902), 96.

[9] Genaro Estrada, Poetas Nuevos de México (Ciudad de México: Ediciones Porrúa, 1916).

[10] Se puede encontrar una descripción detallada sobre la historia de la canción en Luis Rosado Vega, “Cómo surgió la canción Peregrina”, Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán 253-255 (abril-diciembre de 2010): 29-31.

[11] Este fue uno de los muchos nombres que recibió la iniciativa, y que he optado en utilizar por su eufonía y economía lingüística. Algunos de los otros apelativos fueron: Expedición Científica Exploradora Mexicana y Expedición Científica Exploradora del Sureste.

[12] César Lizardi Ramos, Imágenes de Quintana Roo, editado por Guillermo Goñi (Ciudad de México: INAH, 2004).

[13] Wallace Stevens, “El elemento irracional en la poesía”. En Estados Unidos en sus ensayos literarios, selección, prólogo y traducción de Federico Patán, 159-175 (Ciudad de México: UNAM: 2001), 159-162.

[14] María de la Cruz Paillés Hernández, “La expedición científica mexicana”. En La antropología en México. Panorama histórico. Las disciplinas antropológicas y la mexicanística extranjera, coordinado por Carlos García Mora y María de la Luz del Valle Berrocal, 133-148 (Ciudad de México: INAH, 1987), 137.

[15] Mi tesis de maestría, fruto de esta investigación, se titula: La Expedición Científica Mexicana al Territorio de Quintana Roo (1936-1938): prácticas científicas y relaciones políticas en la formación del Estado-nación.

[16] Alfredo Barrera Vásquez, “Estado en que se Encuentra el Museo Arqueológico e Histórico de Yucatán y Plan Para su Reorganización”, Diario del Sureste (Mérida), 20 de junio de 1937.

David Anuar (Cancún, 1989). Licenciado en Literatura Latinoame­ricana (UADY, 2008-2013) con Maestría en Historia por el CIESAS-Peninsular (2016-2018). Becario del PECDA Quintana Roo (2012) y de Yucatán (2015). Becario del Festival Cultural Interfaz (2017). Ganador del Con­curso de Cuento Corto Juan de la Cabada (2011). Autor de las plaquettes de poesía Erogramas (2011, Catarsis Literaria El Drenaje) y Estrellas errantes (2016, UAEM). Autor de los libros Cuatro ensayos sobre poesía hispano­americana (2014, Ayuntamiento de Mérida) y Bitácora del tiempo que transcurre (2015, Ayuntamiento de Mé­rida). Becario de la Fundación de las Letras Mexicanas. Reside en la Ciudad de México.

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Ensayo publicado en Tropo 19, Nueva Época, 2019.

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