Contramarea. Breve antología de poesía joven de Quintana Roo

 

Daniel Medina

 

Preguntas surgen por sobre todas las cosas cuando las antologías aparecen: ¿por qué estos y no los otros? ¿Por qué la temporalidad? ¿Por qué los criterios? Y todas las preguntas son válidas pues toda obra literaria es cuestionable e imperfecta. La antología cumple la función de registrar las modificaciones preferenciales de cierto grupo de escritos, agrupándolos —en el mejor de los casos— por razones de tiempo. El concepto generación, se ha dicho muchas veces, tiene que ver con la lectura del mundo a contraluz de la historia. Y aunque difiero totalmente de la funcionalidad del término, es cierto que resulta necesario en nuestro contexto.

Contramarea. Breve antología de poesía joven de Quintana Roo, cuya selección y prólogo corresponde a David Anuar, propone la lectura de cinco poetas: cuatro de ellos cumplen cabalmente con los criterios expuestos por el antologador, mientras otra de las voces resulta más bien un homenaje y ruptura de los términos mismos de la obra. En bases generales, Contramarea ofrece un recopilatorio eficaz de lo que sucede ahora mismo en el estado de Quintana Roo. Es cierto, los escritores nacidos en los noventa son el mejor parámetro no para saber en qué sitio nos encontramos ahora sino para saber a dónde vamos. Hay una certeza que nos revela el nombre: nos alejamos de la compleja red de temas que poetas anteriores establecieron: el mar y la naturaleza; a esto, además, agregaría definir la extensión oscura del océano, como puede leerse en Sobre la tierra de los muertos, de Javier España.

El prólogo señala, a partir de un verso maravilloso de Juan Domingo Arguelles, el leit motiv de los nuevos poetas del estado: “Al mar dije que no”, aunque como también señala David Anuar, la experiencia poética del mar, nostálgica y propia del terruño, no desaparece sino que se reorganiza y pierde su condición de núcleo. Y es que hay una gran mentira en la que inocentemente hemos caído: la mayor debilidad de la poesía del sur de México es su excesivo amor por la tierra, su sentimiento y mucho corazón. A decir verdad, nos hemos perdido sólo el gusto del público —en su mayoría otros poetas y un par de críticos— del centro y norte de México. Ni más ni menos: en realidad no hemos perdido nada.

Adentrándonos en la selección de autores, este libro inicia con Adriana Cupul Itzá, poeta nacida en Bacalar en 1979 y fallecida en 2005 en la ciudad de Mérida. Los cuatro poemas seleccionados de la autora pertenecer al libro Tsunamis inconclusos, publicado en 2002. Nombrados “Palabras del fuego”, “Palabra de un árbol seco”, “Casa indígena” y “Alojarme de todo”, estos poemas dialogan con la posibilidad de ser en las cosas naturales, del complejo y eternamente misterioso origen y composición del espacio que se ocupa. En “Palabras del fuego” se recurre al propio origen del génesis: Antes del principio/ de los códices / y de las estelas / sólo ruido y silencio conversaban. Para más adelante, revelar: El primer hombre / silencio / después nada. Hay que recordar aquellos versos de Juarróz: La palabra es el resumen del silencio […] que es resumen de todo. “Palabras de un árbol” se plantea la conciliación del árbol con el hombre, la relación padre e hijo frente al entorno natural, es decir, nuevamente origen y creación desde el punto cero; en los dos poemas restantes surgen los siguientes verbos: construir, poner, dibujar, dialogar y vigilar, esto como una ejemplificación del deber del Yo Creado que sostiene una deuda con su creador. En palabras del poeta marroquí Tahar Ben: Cuando el bosque avanza, / es inútil la huida, / sobre todo si se es, / uno mismo, / árbol.

Posteriormente llegamos a la obra de José Antonio Íñiguez y su heterónimo Aurelio Macó. Poesía cargada sobre todo de un tufo de ironía y desenfado, a su vez una poesía minuciosa cuya propuesta resulta refrescante y transgresora, como puede notarse en la brevísima serie de Antihaikús: ronca el amo sobre la hamaca / el perro mientras tanto / se acerca al charco de baba y se contempla. La tradición del haikú quintanarroense, cuyo impulsor es Ramón Iván Suárez Caamal, resulta transgredida con la misma negación del fenómeno de la forma japonesa. No se destruye el haikú: se rebate. Íñiguez-Macó no sólo ejemplifica las palabras del presentador de esta antología sino que, además, es un perfecto caso de Matar al Padre, negar al maestro: todos somos Bashō: / una rana en cámara lenta / salta un estanque en National Geographic.

Siguiendo con la obra de Melbin Cervantes, entramos a un plano existencial que retoma el aliento largo y poderoso para cantar a la vieja usanza. Quizá influido particularmente por Octavio Paz, Melbin Cervantes retoma los elementos naturales de las hierbas, el insecto, la piedra y el mar, así como la idea del Caribe. Lo particular de este poeta es la delicadeza, la pulcritud de las imágenes y el ritmo plástico, como se deja ver en el maravilloso poema “Sigo las huellas que dejó el silencio”: conmoviendo la marea; en su vientre / nacen de espuma golondrinas blancas.

La poesía de Cristian Poot, ahora, avanza por momentos entre el tono profético, nostálgico y contemplativo. En el poema “Taxonomía de aves”, por ejemplo, escribe: Y tuvieron entonces noción / de la vida y la muerte, / de lo eterno y lo efímero. Los poemas siguientes: “Infancia remota” y “Conocer el mar”, se animan más desde la referida nostalgia y contemplación: nótense las dedicatorias respectivamente: A los niños de mi colonia y A la laguna de Bacalar.

Desde el lado antológico resulta maravilloso el contraste en los últimos dos poetas mencionados: el verso largo, enramado y estridente de Melbin Cervantes, frente al verso corto, aforístico y terrenal de Cristian Poot. Lo que nos lleva entonces a la última poeta antologada, Laura Angulo, cuyos poemas “Caminos de la orquídea”, “Sustraendo” y “Algún día”, retoman la idea del bosque como origen, el silencio, lo existencial y natural. Existe, sin embargo, una forma particular: versos proyectivos y enfoques particularmente visuales en la disposición del verso, el uso de herramientas divisorias, el aliento corto y largo intercalándose.

Contramarea cumple una de las funciones primordiales del género antológico: servir de brújula y mapa. Se sitúa en un contexto, el mexicano, en que la versatilidad y la tradición del género son absolutamente necesarias. México es, quizá, el país de las antologías. En el caso de Quintana Roo, para nadie es un secreto que se vive un auge creativo, tanto estética como académicamente. Poetas como Adriana Cupul Itzá, José Antonio Iñiguez, Melbin Cervantes, Cristian Poot y Laura Angulo lo confirman. Antologadores como David Anuar son necesarios. Así, Contramarea es poesía del sur, de la península, poesía joven y propia de tiempos extraños. Parafraseando a Salvador Novo: el género antológico es la gran biógrafa de las literaturas.

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 Daniel Medina (Mérida, Yucatán; 1996) es autor de Una extraña música/A strange music (Ofi Press, 2017). Ha colaborado en diversos medios digitales e impresos como Periódico de Poesía, La Gualdra (suplemento cultural de La Jornada Zacatecas) y Blanco Móvil. Obtuvo el Premio INBA-CEDART de Poesía 100 Años de letras mexicanas 2014, el Premio Nacional de Poesía Joven Jorge Lara 2014, Mención Honorífica en el Premio Internacional Caribe-Isla Mujeres de Poesía 2015 y el Premio Peninsular de Poesía José Díaz Bolio 2017. Becario del PECDA Jóvenes Creados en la categoría de poesía (2017-2018). Poemas suyos han sido traducidos al inglés, albanés e italiano. Dirige Ediciones O.

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Reseña publicada en Tropo 19, Nueva Época, 2019.

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