Carlos Düring (in memoriam)

 

Norma Quintana

 

Llegué a Quintana Roo en la primavera de 1992 y pocos días después estaba en Bacalar. Los que conocemos este rincón del sureste mexicano sabemos la cualidad cosmopolita del lugar, y si tuviera que definirlo con una palabra tendría que ser “cordialidad”. Esta pequeña ciudad otrora perdida en la “región de los confines” es el ejemplo perfecto de una manera de ser que implica capacidad para darse, empatizar, fluir hacia el otro con la sencilla alegría de quien existe en un universo transparente. En Bacalar la naturaleza y los seres humanos se encuentran en un estado de armonía; y quizá por eso desfilan por aquí las almas perdidas, los espíritus desasidos, la gente vagabunda en busca de cobijo, los buscadores de luz, los empecinados creyentes en la posibilidad de construir un mundo mejor.

Por azares del destino, fui una de esas almas. No empezaba todavía a sentir los embates de la más poderosa desdicha que puede agujerear el corazón de un ser humano, el exilio —eso vendría después—, y todo se me revelaba como una experiencia de altos quilates, una suerte de soñar despierta, casi un trance contemplativo. Y en ese sueño fue donde vi por primera vez a Carlos Düring.

Por aquellos años, la alta figura de este argentino atravesaba, como la quilla de un velero, el aire caliente de Bacalar. Era un viajero impenitente que, después de haber sobrevivido al Viacrucis de la dictadura y las persecuciones en su país, terminaba —o eso parecía— su accidentado periplo en este lugar bendito, donde todo convocaba a entregar lo mejor de la inteligencia y la voluntad para vestir de gala, en el ámbito de la cultura, lo que la naturaleza ya había engalanado sin medida.

Contratado por el Centro de Investigaciones de Quintana Roo para preservar en material fílmico el trabajo de los científicos, se integró al paisaje del sureste con el mismo amable espíritu que lo llevó de su Buenos Aires natal a Brasil, y de allí a la ciudad de México. Había llegado a Chetumal tras la pista de una historia conmovedora, con la cual dio forma a un guion cinematográfico que tenía como trasfondo histórico la Guerra de Castas, y como tantos otros se quedó. Aquel proyecto que nunca encontró su camino hacia las salas de los cines, armaba con singular pericia la anécdota real de un muchacho nacido en Bacalar, cuyo trágico destino estuvo marcado por los vaivenes de un conflicto bélico con el que no tenía relación alguna. Víctima de las circunstancias, Miguel Mena termina ante un tribunal, acusado de crímenes que no cometió.

Antes de conocerlo mejor, me pregunté muchas veces cuál era el motivo de la fascinación de aquel porteño por ese proceso perdido en el fárrago de documentos relativos a un pasado ajeno a su historia personal y a su cultura. Los años y la amistad que luego se instaló en nuestras vidas, como remanso para adormecer un amplio repertorio de ausencias, me dieron la respuesta: Carlos era un náufrago en medio de los mares procelosos del fatum, y de algún modo había encontrado en aquella historia de fatalidad y de muerte un recodo en el que se encontraba con la suya propia. Los grandes escenarios históricos arrasan con las pequeñas vidas de los seres humanos empujados por la vorágine de la guerra, los conflictos sociales, las represiones, el desarraigo, la renuncia… y el trasplante.

A Carlos nada le era indiferente, su enorme comprensión del universo se abría como las puertas de una casa para recibir todo lo que necesitara entendimiento, argumentación, adquirir significado, ser reparado. Y así arraigó en el afecto de los bacalareños, que pronto se acostumbraron a su humanidad alta y delgada, a sus medias sonrisas, y a su modo peculiar de involucrarse en los temas de la comunidad.

La hermosa casa que rentaba, recostada sobre una ladera que bajaba en suave declive verde hasta encontrarse con el agua, se convirtió en nuestro refugio en horas de incertidumbre. Allí acudíamos Agustín Labrada y yo, como pollitos huérfanos, y allí encontrábamos siempre alimento para el cuerpo y para el alma. Incontables fueron las tardes en que nos rescataron de la tristeza, y del aburrimiento, la conversación amena, la buena música, las anécdotas que nos regalaba mientras Ron, su pastor alemán, se desplazaba entre nosotros como un buen espíritu doméstico encarnado en perro.

Y hasta allí derivaron los integrantes de un grupo de locos, escritores de variopinto origen, que la literatura reunió en la Casa Internacional del Escritor entre junio y agosto de 1992. Juntos, llenos de ideas, de expectativas, cada quién con su fardo a cuestas, alborotadores, irreverentes, amantes de todo lo que contuviera alcohol, y de todo lo que sirviera para nutrir el espíritu, llenamos interminables horas a la orilla de la laguna, en aquel remanso de camaradería donde siempre fuimos bien recibidos. Carlos era el anfitrión perfecto.

La amistad que nació entonces no ha sido derrotada ni por el tiempo, ni por las distancias, ni porque todos —sin excepción— “los de entonces ya no somos los mismos”. Y aunque el viento implacable de la necesidad lo levantó en peso un día y se lo llevó para dejarlo junto al mar, en Isla Mujeres, y luego a Cancún y más tarde de regreso a su Buenos Aires natal, una parte de Carlos se quedó junto a los azules de Bacalar, en nuestro espacio vital, como un referente perpetuo de la pasión por lo bien hecho, de la generosidad sin fronteras, del compromiso con las convicciones y lo que se decide defender.

Conversador inigualable, inteligente con la inteligencia de los artistas convencidos y enamorados de las causas justas, encantador de mujeres, de almas y de perros, jamás olvidaré la cualidad única que le daba a su acento porteño su voz pastosa y acariciante, su manera peculiar de hablar entre dientes, las historias de sus aventuras en su vagabundear de desterrado, su esbelta figura a contraluz en el muelle que hizo nuestras delicias en su hogar, junto al agua mansa de la laguna.

De él aprendí que no importa cuán delirantes parezcan nuestras empresas si creemos en ellas, incluso si nunca llegan a concretarse, que lo verdaderamente importante y hermoso es ponerle el corazón a cuanto hacemos, aunque tropecemos una y otra vez.

Quijotesco, irónico, histrión de altos vuelos, pasó por nuestras vidas con su elegancia de caballero andante y, como no podía morirse de un mal vulgar, se fue porque su corazón se detuvo a descansar después de tanto y tato darse.

Se me convocó a escribir una semblanza, un ejercicio que lleva siempre la impronta de los sentimientos, la percepción emocional de quien la crea; por eso no voy a hablar más que de lo que dejó en el lienzo de mis días, en el mapa de mi imaginario personal. Hay un espacio en el universo en el que siempre va a faltar, aunque vibre ya para siempre feliz en otra dimensión, su imagen ahora diluida, hecha una en el recuerdo de quienes lo bautizamos como Tío Carlos en aquel hermoso verano de hermandad, poesía y noches de luna. ncidos y comprometidos con las causas justas, encantador de mujeres, de almas y de perros…jamás olvidaré la cualidad única que le daba a su acento argentino su voz pastosa y acariciante, su manera peculiar de hablar entre dientes, las historias de sus aventuras, su esbelta figura ncidos y comprometidos con las causas justas, encantador de mujeres, de almas y de perros…jamás olvidaré la cualidad única que le daba a su acento argentino su voz pastosa y acariciante, su manera peculiar de hablar entre dientes, las historias de sus aventuras, su esbelta figura a contra luz en el muelle que hizo nuestras delicias en su hogar junto a la laguna. De él aprendí que no importa cuán delirantes parezcan nuestras empresas si creemos en ellas, incluso si nunca llegan a concretarse; que lo que importa y es hermoso es ponerle el alma a lo que hacemos, aunque tropecemos una y otra vez. Quijotesco, irónico, histrión de altos vuelos, pasó por nuestras vidas con su elegancia de caballero andante y como no podía morirse de un mal vulgar se fue porque su corazón se detuvo a descansar, después de tanto y tanto darse. Ya no sé qué mas decir en su memoria; es mucha la pena. Hay un espacio en el mundo en donde va a faltar siempre su alta imagen, evaporada ahora en el recuerdo de los que le dijimos tío Carlos en aquel hermoso tiempo de camaradería y noches de luna.

 

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Reseña publicada en Tropo 15, Nueva Época, 2018.

 

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