Miguel Ignacio Miranda
Reseñar una novela de una autora con la cual el reseñista han creado lazos afectivos y, además, ha fungido como editor, no es tarea fácil. Por más que se busque eliminar todo rastro de pétalos de rosas que perfumen los elogios excesivos, se caerá irremediablemente en alguno. Es por ello que, antes de hablar de la novela, quisiera contar la historia de cómo he vivido el proceso de esta creadora.
Conocí a Mariel Turrent Eggleton (Ciudad de México, 1967) cuando estudiábamos una maestría en Comunicación y ella tenía cierta aura de poeta y escritora, contaba con varios libros de aforismos, poemas y cuentos, así como un palmarés de varios reconocimientos. Cuando comenzamos a trabajar juntos en nuestra nueva empresa (Malix Editores), la escritora mostró cualidades organizativas y de relaciones públicas que a la fecha me siguen sorprendiendo. Una vez, un amigo común me dijo: “Mariel conecta palabras como a las personas”.
Fundar la que a la postre se convertiría en una pujante editorial autogestiva, nos cambió la vida. Bajo este sello, Mariel publicó su primera novela, Hasta el último vuelo, en agosto de 2018, y ha sido reimpresa en tres ocasiones con tirajes que, para ser autogestivos, fueron interesantes y hasta jugosos. Y, por otro lado, el proyecto Malix inició Talleres de Escritura Creativa, donde se ha ido formando una comunidad de “escribidores” que practican por puro gusto actividades narrativas en prosa y en verso, personas que aman escribir y encuentran un espacio y al mismo tiempo una “manada” de su propia especie. Y a la vuelta de tres años, la editorial ha publicado más de veinte libros en cuatro colecciones diferentes.
Ahora, a poco más de dos años de iniciada aquella aventura, Turrent ha escrito su segunda novela, Oveja Negra (Malix Editores, 2021, 246 pp.) que es, como dice Juvenal Acosta en el prólogo de la edición, varias novelas en una sola: comienza como una novela negra, continúa como novela erótica que desemboca en un romanticismo de siglo XXI, pero también es una novela testimonial. Mediante un inicio potente, la escritora plantea un aparente suicidio en algún hotel de la Zona Hotelera, y a partir de ahí, el lector, lectora, se encontrará con un personaje, Marcela, que recorrerá su vida cotidiana trocada por una serie de acontecimientos y otros personajes inquietantes que resignificarán su universo.
Uno de los méritos de Oveja Negra es el retrato de Cancún, que, con apenas cincuenta años de fundación, comienza a ser literaria. Por supuesto, varias novelas la preceden en este sentido, obras que, bien o mal, tienen a la ciudad como su centro: Cancún todo incluido (Carlos Hurtado, 2001), o lo tocan oblicuamente: Cajeta de Celaya (Leonardo Kosta, 1999) o Arrecife (Juan Villoro, 2012), y la propia Turrent Eggleton en la ya citada Hasta el último vuelo, donde la protagonista (Sabina) llega a Cancún en los años ochenta para desentrañar por calles y avenidas esta jovencísima urbe, e incluso se atreve a mostrar un panorama futurista entrada la segunda década del siglo. Esta vez, en Oveja Negra, el retrato de la ciudad tiene un trazo claro y preciso, donde los personajes que la habitan justifican su devenir.
La búsqueda de la autora apuesta por los personajes y son ellos quienes dibujan el paisaje. Marcela, la protagonista, se asume ciudadana de Cancún, a pesar de que su expareja y padre de sus hijos decide emigrar con ellos a la Ciudad de México. Ella resuelve permanecer y reescribir partes de su vida personal, topándose de frente con seres que mueven el tapete de su cotidianeidad, pero también los fantasmas del pasado a partir de grabaciones que le ha dejado un primo suyo y a quien prometió contar su historia. Las transcripciones de estas grabaciones constituyen un relato autónomo dentro de la historia de Marcela, a la cual resignifica.
Oveja Negra también es una historia de amor y de amores filiales establecidos con acciones y recuerdos, que la protagonista habrá de valorar conforme su universo va cambiando mediante la sucesión de los acontecimientos. La autora se vuelca en las emociones femeninas, de hecho, se convierte en parte activa de un compromiso emocional con mujeres como Marcela, que representan una nueva clase de fémina hecha en Cancún, podríamos decir “endémica”, con características propias, y una impronta particular (entre liberal y conservadora) nacida de la región y las circunstancias socioeconómicas en las que viven.
Con un pulso bastante firme en el manejo de sus estrategias narrativas (tempo controlado para dosificar la trama, intertextualidad referida al arte, la música y la literatura que perfilan el estatus cultural de los personajes), destaca en la obra el uso de una poesía particular que enriquece su lenguaje literario, y sumerge al lector en un mar de ideas, texturas y sensaciones muy bien logradas.
Mariel no es más una “escribidora” —como se titula juguetonamente nuestra primera colección—, sino una escritora consciente de que el dominio de estrategias narrativas le han permitido crear un mundo propio, con un erotismo bullidor pero compacto, amoroso y feliz, y una idea propia de la vida y de la literatura misma.
Surgida del taller de Alicia Ferreira en su juventud, Mariel Turrent ha descrito en Oveja Negra un Cancún que conoce, que ha vivido y se ha transformado con ella, y que la ha convertido en la única mujer que ha escrito dos novelas que se desarrollan en esta ciudad. ¿Puede este punto convertirla en una “oveja negra” de la literatura regional? Podría decirse, por lo pronto, que su vida literaria la conduce a destacar en el rebaño.
Miguel Ignacio Miranda (Cd. de México, 1966) Diseñador gráfico, comunicólogo, publicista, editor, escritor. Profesor en la Universidad Anáhuac. Miembro fundador de Malix Editores. Correo electrónico: miguel@malixeditores.com
______________________
Reseña publicada en Tropo 27, Nueva Época, 2021.