Ana Clavel. La gula del deseo

Svetlana Larrocha

 

La novela más reciente de Ana Clavel aborda la vida de Artemisa Rodríguez, una chef consumada y consumida desde niña en los placeres de la carne. La protagonista nos cuenta, como en una biografía —en su “cuaderno boscoso”, como lo llama—, la historia de su vida, la que decide escribir ante la muerte inminente de Rodolfo, su amado tutor.

Proveniente de una familia amorosa, Artemisa describe a sus padres como de holgada posición económica, haciendo siempre énfasis en su calidad de cultos y liberales, comportándose como Adán y Eva cada vez que podían, “subyugados por una voz que no era la de Dios Padre” sino aquella que venía de sus corazones y piel. Por su estatus económico, la pequeña recibe una educación superior a otras niñas de su edad —Liceo, ballet, hipismo—, lo que le da acceso a mundos que fortalecen su imaginación y la hacen percibir todo lo que los sentidos puedan necesitar para desbordarse.

¿De dónde le viene el gusto por la cocina? Artemisa nos dice que su madre amaba cocinar, cuando su trabajo como bióloga se lo permitía y su marido no la asaltaba para amarse. La personalidad de la niña es única: segura de sí misma, sabedora de que con su físico podía obtener lo que deseaba y lo que no, pero especialmente consciente de su atractivo y carisma: Se sentía tan bien tener algo que los demás no poseían, algo tan propio que alimentaba la certeza de estar plantada sobre mis piernas y que me enfrentaba al mundo con fiereza y osadía.

Para los lectores de Ana Clavel, es inevitable que mucho de Artemisa nos evoque a Ada, personaje de la anterior novela de esta autora, Las ninfas a veces sonríen (Premio Iberoamericano de Novela “Elena Poniatowska”, 2013), una nínfula que transgrede terrenos sociales y morales, quizá hasta religiosos, ¿por qué no?, para llegar a sus propios paraísos sexuales, de los cuales se siente verdaderamente orgullosa. Libro controversial para muchos porque el personaje sabe, desde edad muy temprana, usar el cerebro —y todo lo que éste le dice usar— para obtener lo que desea; incluso, sin importarle tabúes, ella se deja “usar” por gente de mayor edad (pedófilos, claro) como otra forma de obtener su placer y lo que desea.

Desde que la memoria le acompaña, o sea con apenas unos tres o cuatro años, Artemisa fue testigo de los actos sexuales entre sus progenitores, juegos amorosos en los cuales ella misma se ufana de haber formado parte: … papá se retrasaba, algún asunto en la fábrica lo entretenía. La cercanía de mamá, de su pecho oloroso todavía a miel, me despertó esa ansiedad que desasosiega con el hambre. Me prendí a su blusa y ella entendió el mensaje. Se descubrió el pecho desbordante que había empezado a gotear apenas se supo requerido. Cuando llegó Joaquín, nos encontró a una en brazos de la otra, adormecidas por el sopor y el goce: yo por haber comido, ella por prodigarse… Y continúa con este hecho que “hincó sus dientecillos feroces en la piel de la memoria”: … comenzaron a amarse. Un aura de dicha y carnalidad se extendía en torno a ellos y me rozaba a mí también. Gorjeé porque esa alegría exultante se contagiaba por cada poro de la piel. (…) Joaquín mojó un dedo en el cuenco, depositó unas gotas en mi boca y después comenzó a derramar el líquido espeso y cristalino sobre mi cuerpo. Luego, entre los dos, procedieron a lamer y a comerme literalmente a besos. Mamá diría después que mis ojos grandes crecían voraces en su éxtasis.

Al igual que en Las ninfas…, Artemisa tiene la capacidad para ver y entender la sensualidad en cada acto de la vida, como podemos advertir en una de sus reflexiones luego de una clase de hipismo: Meses después lo comprendería con asombro por mí misma al observar que Gitana y otras yeguas de la caballeriza, cuando estaban en celo, hacían parpadear sus vulvas en una señal lúbrica que ponía fuera de sí a los machos. Un verdadero guiño de ese ojo vertical y secreto que ellas descubrían apartando la cola de agitadas crines para provocar que las montaran.

Luego de la muerte de sus progenitores —con quienes, como en la anterior novela, Artemisa marca un distanciamiento, refiriéndose a ellos solamente como Joaquín y Camila—, Artemisa es educada por sus padrinos de bautizo, el matrimonio formado por Mirna (una profesora de botánica como la madre de Artemisa y que adoraba cultivar plantas carnívoras), mujer elegante pero fría, “una estatuilla de Lladró”, y Rodolfo, un solvente rentador de maquinaria para construcción que se encerraba como pasatiempo en su torre, una habitación-guarida donde libros y maquetas abundaban. Esta pareja no era muy adicta al sexo, aunque el padrino fuese figura fundamental en la sexualidad de nuestra protagonista y despertara en ella embeleso, incluso antes de convertirse en su tutor: Apenas llegaba a visitarnos a casa de mis padres y me veía mirarlo con una alegría que rayaba en la fascinación (…), me alzaba en el aire o me sentaba en sus piernas (…) Y cuando no podía hacerlo porque estábamos en un espacio más solemne como una iglesia, o una cena en casa en la que por mi edad yo no debía estar presente, entonces desde la distancia me guiñaba un ojo. Yo podía enloquecer de felicidad, pues percibía que aquello era una caricia alada.

Rodolfo y Artemisa compartían lecturas desde la llegada de ésta a la casona de sus padrinos: Podíamos permanecer horas abrazados —yo sentada en sus piernas, acurrucada en su regazo; él volcado sobre mí como si fuera una montaña protegiéndome y calentándome—. Me encantaba acariciar su pelusa animal en contraste con la firmeza de alguna de sus partes que crecía y se endurecía provocándole a él sofocos y a mí una alegría acalorada que se me agolpaba entre las piernas con una sonrisa turgente y dispuesta.

Una cuestión enigmática es saber si su madrina —embebida en su trabajo y en su jardín— alguna vez advierte la relación existente entre su ahijada y su marido: Era la noche cerrada en la torre cuando nos quedamos dormidos yo y Rodolfo, una en brazos del otro. Ya no era yo tan pequeña como para que me leyera cuentos y poemas, pero seguíamos haciéndolo a veces cuando Mirna no estaba (…) Un cuerpo de colegiala de quince años sin más prendas que unos zapatos de colegiala y unas calcetas perfectamente blancas en unas pantorrillas que habían dejado de ser infantiles. (…) Yo dormía, pero en medio del sueño tuve la sensación de que alguien se paraba en el marco de la puerta y nos observaba. (…) La escuché aún refugiarse en su alcoba. Y de sus muros, de donde nunca se escapaba ni el más leve rumor de gozo, pude oír derramarse un llanto en cascada.

Pero, ¿de verdad lo que el personaje nos cuenta es real? ¿O acaso es su verdad? De la anterior escena, ella afirma luego que no estoy tan segura. (…) Tal vez estaba yo dormida y soñé que Mirna nos encontraba. Tal vez fue ella quien me imaginó desnuda cuando en realidad vestía yo todavía el uniforme del Liceo, tal vez…

Artemisa, además de jugar con su padrino lo hace con nosotros al decir: Muchas veces he pensado que la memoria se parece a una pantalla de cine donde se proyecta una película que, según las circunstancias, editamos, ampliamos y corregimos para entender o reafirmar el confuso presente.

Mucho se ha cuestionado en estudios acerca de la pedofilia cuándo desaparece el deseo del adulto hacia el/la infante, cuándo el objeto deja de ser “tan” apetecible. Artemisa sabe que ya no resulta tan atractiva para su tutor cuando, conforme crecía, Rodolfo jugaba menos conmigo. Como si la casona ya no tuviera espacio para mí, ni los brazos de mi tutor me guarecieran lo suficiente. Me sentía como una Alicia que hubiera tomado demasiada poción para crecer y el cuerpo inquieto se me hubiera desbordado.

Esta relación con Rodolfo (y su esposa) marca la vida del personaje, ya que luego de irse/escapar del refugio/hogar de sus padrinos sus relaciones posteriores se dan con personas mayores a ella que “terminaban por albergarme o cuidarme”, atraídas quizá por un “magnetismo u orfandad”. ¿Es consciente la condición de Lolita, entonces? ¿Es una necesidad también de la ninfeta o del faunúnculo sostener y luego continuar este tipo de relaciones?

Pero, al igual que Ada en Las ninfas…, Artemisa no concibe la imposición o el forzamiento, la “costumbre malsana de que el deseo de uno es suficiente para avasallar al otro”. Ella puede llegar a ser una verdadera fiera si “el otro” intenta tomarla a la fuerza. Si hasta entre los leones y las hienas es la voluntad y el instinto de dos. (…) Que yo fuera dócil en dejarme llevar obedecía a un propósito propio, que no el suyo. Aunque claro, después, si le hubieran preguntado, él habría dicho que yo sabía a lo que me arriesgaba entrando a un cuartucho con un desconocido. Y yo insistiría: sólo iba por las flores. Aunque podía imaginarme que las cosas tomaran otro rumbo, no era lo que yo quería. (…) De un solo movimiento le hinqué una rodilla en los bajos. Trastabilló, lo empujé y salí corriendo.

Un punto interesante en El amor es hambre (Alfaguara, 2015) es su intertextualidad. La voz narrativa, en la voz de Artemisa, “se codea” ni más ni menos que con Ana Clavel: Sé que no existe el azar. O que el azar es otro nombre del destino cuando aún no da del todo la cara, cuando nos va poniendo migas de pan en el camino para marcarnos una ruta, o para que nos desviemos hacia nuestra propia espesura. En la revista Domingo del periódico donde ha salido un reportaje a todo color sobre lo que los especialistas han llamado mi exitoso toque carnal (el reportaje se titula: El arte de desgarrar: Artemisa Rodríguez o el regreso de los carnívoros en un mundo anémico de deseos y pasiones vegetarianas), no deja de ser una señal espejeante que aparezca también un artículo de una tal Ana Clavel, que escribe Caperucita en la cama.

En esta referencia a Caperucita roja, Clavel/Artemisa parecen poner al cánido no tan “feroz” como Perrault/hermanos Grimm presentan la historia: un ser que hasta cierto punto —y visto con otros ojos— es el seducido por la niña, quien atrae la atención del lobo desoyendo las advertencias maternas. Sexualidad-malicia y deseo hacia “la bestia” por parte de la pequeña, seducción por partida doble: primero, por el lobo que la invita a la cama para ‘calentarse’; segundo, por las preguntas aparentemente ingenuas de la niña que, cual Alicia curiosa, interroga sobre el tamaño de los atributos corporales de su predador. (…) De hecho, en la versión de Perrault, el lobo no se disfraza de abuelita, sino que simplemente se acuesta en la cama. Al llegar Caperucita, le pide que se meta entre las sábanas. Ella se desnuda y se acuesta con él con las consabidas consecuencias. Un antecedente de Lolita, dice la autora, la niña que juega con fuego y se deja llevar por sus instintos, un sujeto “provocador y también deseante”. Un ejemplo de esta teoría “El lobo, si es lobo, cree que lo sabe. Pero en realidad tampoco sabe lo que va a pasar.”

Artemisa recalca este hecho de la niña que juega con fuego y sigue sus propios fuegos transgresores y sexuales, pureza de la infancia que desencadena apetitos, diferente respecto a la mayoría de cuentos tradicionales cuyas heroínas juveniles buscan preservar su pureza, no obstante, las pruebas a las que se ven sometidas, como Blanca Nieves, Cenicienta y Rapunzel. Asumida Caperucita, Artemisa sabe que su lobo vendrá por ella y lo espera.

Por supuesto, ya siendo chef, Artemisa bautiza a su restaurante de especialidades carnívoras con el nombre de “Corazón de lobo”, un sitio cuya decoración central es una Caperucita en la cama con el lobo. Se trata de una niña como de animé, con ojos enormes, desquiciados, que le ruega a un lobo embobado: “Devórame sin labios”.

Esta relación hambre/deseo sexual ya ha sido abordada anteriormente en otras obras, pero en ésta Clavel nos introduce inicialmente a esta condición desde la visión de una niña. Igualmente, la autora nos presenta una variedad de títulos de libros y tratados acerca de la cocina, lo que también le sirve para hacer hincapié en lo que todo gourmand debe conocer para llegar a su propósito: … hay circunstancias en que el amante y el goloso quedarían por debajo de sus posibilidades, si el arte no viniera en ayuda de la naturaleza… (…) ¿No es acaso la cocina una “alquimia del amor”, como bien sabían De la Reynière y Maupassant? Y luego, ¿podía haber mejor plato donde lamer, tocar, untar, saborear la comida que en el cuerpo de un amante? Incluso, si ese doble placer fuese clandestino, si consigue sus designios no debería causar repulsión: Uno de esos deleites oscuros que ha puesto últimamente de moda, el rosabudding, traducido por los entendidos como prodigarse cual capullo de rosa, podría sugerir esa gula por el otro y lo que ha comido, si no fuera demasiado grotesco a pesar de la delicadeza de su nombre.

Como siempre, Ana nos llena de sus metáforas alusivas al tema, plenas de descripciones, y de su acostumbrado humor sardónico, que no es precisamente para espíritus/conciencias pudibundas. Sin embargo, en esta novela Clavel deja al lector siempre con la sensación de estar en un sueño, hermoso, sí, pero un sueño, finalmente, donde no se sabe si lo que pasó, pasó; se creyó que pasó; o se deseó que pasara, pero nada más aconteció a medias.

No me gustaría pensar que Ana Clavel se autocensuró en El amor es hambre, porque parece que, en esta ocasión, aunque resurge el tema de la pedofilia y la complicidad del personaje, parece que evita ser explícita. Incluso, el hecho de contar fragmentos de su recordada infancia para luego afirmar en más de una ocasión que “creo que así debió pasar” … ¿Será una forma de atenuar conciencias pudorosas y así responsabilizarnos de nuestras propias conclusiones? No sé.

 

Svetlana Larrocha (Mérida, Yucatán, 1967). Escritora, periodista y asesora editorial. Actualmente se desempeña como profesora de español para extranjeros.

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Reseña publicada en Tropo 11, Nueva Época, 2016.

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