Toribio, el protector, el amigo

Lizbeth Peña

Toribio Cruz (1947-2015) era la personificación de un relato mío vinculado a la niñez, a una de mis “leyendas” favoritas: los nahuales.  Él me podía curar, me dijo en cuanto se enteró de que yo padecía migraña y había dejado la medicina recetada por el neurólogo, porque cuando la tomaba me sentía más atontada de lo normal. Así que me ofreció una terapia (claro, no usó esa palabra) a base de imanes y hierbas y otras cosas. Acepté, totalmente incrédula pero harto curiosa. Estaría en mi propia escena chamánica de curaciones alternativas y sin tener que pagar.

Cuando llegué a Chetumal con mi novio, Toribio fue por nosotros a la terminal y nos cuidó desde nuestra llegada como si fuéramos niños. Luego de los tratamientos (a mí del dolor mencionado, a mi novio de un problema de la espalda, del cual ya habían intentado antes curarlo, infructuosamente), nos dejó descansar en su cuarto. Procuraba un ambiente relajado y, a la vez, divertido.  Compró dulces y botanas, luego nos invitó la cena. Atendernos de la mejor forma posible es lo que se indica en esos casos, decía, o se le podía revertir todo para mal.

Y si bien mi dolor nunca se fue del todo, repetí con Toribio la experiencia con los imanes porque la energía no solo era ese jalar de un imán a otro, sino las conversaciones, el sentirse cuidada por un ser protector en el que se convertía, aún más, cuando estaba en esos menesteres.

Como un protector también lo recuerda el poeta Wildernaín Villegas, quien encontró un mejor camino a la música de sus palabras cuando Toribio (que daba un taller literario en José María Morelos, donde vivía Wil) lo invitó a que asistiera también al taller de Javier España. Después, cuando Wildernaín vivía ya en Chetumal, fue como un segundo padre para él: “Me enseñaba y me protegía”, dice Wil, sobre todo en los seis años en que convivieron más de cerca.

Pero no todo fue siempre miel. Toribio me mostró un cuento suyo (inédito), de tema fuerte y sensacionalista (me pareció), con un final que más que sorpresivo resultó predecible. Como me consideré una conocida reciente, no me atreví a comentar más de lo que comenté, lo que lamentablemente me condujo a marcarlo con un estigma: alejarme de sus textos. En ese entonces era más categórica que ahora, y tardé mucho tiempo en acercarme al par de libros que publicó. Lo curioso es que (a pesar de ciertas advertencias sobre sus “rarezas” y su hablar duro) no pude detener el acercamiento hacia a él porque se daba todo, generoso y sonriente.

Así emerge Toribio en otra serie de mi memoria, en los encuentros en torno al taller del escritor Agustín Ramos, quien propiciaba la convivencia para los que deseaban quedarse y para los que llegábamos tarde a las sesiones. Al cierre de ese curso, como despedida, fuimos a casa de una amiga, miembro de La Tlacuila que a la vez se despedía de la ciudad. Hubo botanas argentinas (como nuestra anfitriona) y hasta baile… Y aquí hay añoranza por ese día, añoranza por tres mujeres tlacuilas que están ahora en otro país y por esos dos escritores que me hicieron pensar que me gustarían mucho los encuentros literarios (aunque no resultara así).

Hablamos, también, de lecturas y de libros, pero en mi mente lo que más conservo es un momento que quiso tener rasgos sagrados y profundos. Después de una serie de bromas (de esas donde ya no se sabe cómo inició todo), Agustín se convirtió en el monaguillo y Toribio en el cura que presidía. Uno, ceremonioso, llevaba el incensario; el otro, iba adelante con paso lento y firme; y, claro, también estaban los cantos…

En esa ocasión Toribio había venido a Cancún también a dar un taller de escritura pero en la cárcel. Al respecto, nos hablaba muy emocionado sobre los textos logrados ahí, aunque se apesadumbraba al contar ciertas anécdotas que escuchó adentro. Pero hablando de su pasado, contando y mostrando sus “marcas de guerra”, era donde su voz se volvía más oscura, porque ese tono es el que decoloraba los cuentos de su vida. No sé cuánto había de ficción en sus historias, pero llegaba a convertirse en un gran narrador y entonces le creía todo mientras lo escuchaba; después dudaba, pero la historia ya estaba en mí, anidando.

Llevaba años con su novela (igualmente inédita), corrigiendo, cambiando, esperando la posible y siempre futura publicación. La penúltima vez que lo vi albergaba aún muchos sueños: participar en la fundación de una escuela de escritores, compartir más la lectura, curar a más personas. Pero un despido, sentirse al margen, los recuerdos del pasado… pueden ser situaciones insaciables que se alimentan de uno mismo.

Me ha dolido saber que falleció entre la depresión y el sufrimiento, sin poder ver su novela publicada. La tenacidad había sido una de sus mejores virtudes; lástima que se haya diluido hacia el final de su vida (o quizá fue la tenacidad la que buscaba otras soluciones y al final, la que no lo dejaba ir). Espero que su guía en esos viajes, representado por un perro negro, lo esté acompañando ahora en ese otro viaje hacia lo que él antes ya había vislumbrado.

 

Lizbeth Peña (Acapulco, Guerrero, 1987) es coordinadora de la Sala de Lectura La Tlacuila. con dos espacios semanales y uno mensual. Fue becaria por el género de narrativa en el Encuentro de Literatura “Los Signos en Rotación” del Festival Interfaz-ISSSTE, 2014. Ha impartido talleres de lectura en escuelas, bibliotecas y en un programa de la SEDESOL. Impartió un taller de escritura creativa organizado por el Centro de Creatividad Literaria (CCL) en el Instituto Tecnológico de Cancún.

 

Reseña publicada en Tropo 9, Nueva Época, 2015.

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