Marién Espinosa Garay
Aunque Sócrates causaba admiración con sus argumentaciones a viva voz en las plazas de Atenas, algunos se incomodaron ante su irreprochable desparpajo. Ejercitando la difícil ecuanimidad con la que cualquiera soporta un tábano picándole la oreja, jóvenes y viejos se aventuraban a lidiar con su dialéctica, invitándolo a banquetes y simposios para ensayarse en los pugilatos verbales. Inspiró amor en muchos, lealtad en otros, aunque algunos incubaron resentimientos que al final provocarían una tragedia griega. Pero esto no sucede aún.
La primera vez que el imberbe Clitofonte estuvo en desacuerdo con su antes venerado maestro, ocurrió en casa del viejo Céfalo, donde varios aspirantes a amantes de la sabiduría se entretenían en inventarse una República perfecta.
Trasímaco había discutido agriamente contra Sócrates, afirmando que la Justicia, en sí misma, no existe, sino que el gobernante más fuerte argumenta aquello que le conviene como justo, para imponer ventajosas leyes a los más débiles. El maestro refuta estas ideas con su acostumbrada ironía: la bondad y la maldad existen como Ideas perfectas y, al final de cuentas, sólo la justicia verdadera traerá felicidad tanto a los gobernantes como a los súbditos.
Aunque Trasímaco había quedado sin argumentos, su silencio era rencoroso. Su rostro enrojecido y los dientes apretados no pasaron inadvertidos para Clitofonte, quien se había atrevido a defender las tesis de Trasímaco para terminar también avasallado por la apabullante verborrea de Sócrates.
Entonces Glaucón, igualmente soberbio, comenzó a discurrir sobre la inconveniencia de los ejemplos que brindan a la juventud los poetas, cuyas obras presentan las más terribles injusticias ejecutadas impunemente por dioses y héroes. Sócrates estuvo de acuerdo en ejercer una severa censura en el arte, para beneficio de la educación moral de los ciudadanos de tan magnífica como improbable República. Así pasaron muchas horas, hundiendo los vasos en la crátera de vino y componiendo leyes, enjuiciando jueces y vituperando a la literatura, en especial, a los poetas como Píndaro, al rapsoda Homero y a otros charlatanes que componen obras de extrema belleza, pero abundantes en malos ejemplos.
También establecieron que existen varios escalones para el conocimiento de las Ideas, esencias perfectas que habitan en el Topos Uranos, moldes eternos de los cuales los objetos del mundo nuestro son apenas copias defectuosas. De esta manera, los contertulios acordaron que las gentes comunes se conforman con sus opiniones, o doxa, pero el sabio debía subir hasta las alturas de episteme, la verdadera intelección. Y, sin embargo, los poetas, así como el vulgo, se entretienen en hacer copias de las copias, o sea, que su arte es doblemente falso, por lo que deberían ser desterrados de toda República, o al menos, censurar sus aportaciones en aquella polis tan perfecta que estaban inventando al calor del vino.
Pero Clitofonte había guardado un molesto silencio. Aunque argumentaban sobre las más altas facultades del pensamiento para aprehender las Ideas por encima de las apariencias, Glaucón, vanidoso y locuaz, interrumpía continuamente con incesantes cuestionamientos y opiniones ociosas. Disimulando mal su impaciencia, el tímido Clito deseaba intervenir. Quería decir a Sócrates que quizás el mundo de las esencias no estaba tan distante, pretendía redimir a los poetas, hablar en nombre de los artistas y sus imperfectas copias que, sin embargo, lograban atrapar la peregrina belleza de las Ideas y provocaban en los hombres una insaciable sed de eternidad. Y se sorprendió al sentir un encono, una molestia casi física que le subía por las entrañas como espuma negra. Entonces sus ojos chocaron con los de Trasímaco, furiosos también.
Quizá ambos dejaron de amar a Sócrates en ese instante, reflexionaría después ante los sucesos de la muerte de su maestro. Tal vez desde ese momento, Sócrates ya estaba condenado al juicio injusto que lo llevaría a beber la famosa cicuta. Pero esto aún no ha sucedido, Clitofón sigue mirando atentamente, más allá de las columnas, el jardín envuelto en sombras como un libro abierto a la interpretación. Si los incontables objetos del mundo estaban allí —árboles, pájaros, flores, agua, destellos de luz—, quizás la tarea era descifrarlos. Entonces las funciones del pensamiento serían distintas, pues estarían dedicadas a las cosas mismas, por lo tanto, las criaturas del mundo real no parecerían sombras despreciables proyectadas en una caverna y la ciencia no se conformaría con especulaciones, sino aventuraría acercamientos para tratar de encontrar sus mecanismos ocultos. No solamente deducir las leyes del cosmos desde un supuesto Topos Uranos, sino encontrar la manera de hacerlo desde la humildad de cada gota de agua… ¿Cómo anticipar que en años futuros el joven Aristóteles desafiaría a Platón con argumentaciones parecidas, y que éstas permanecerían en el pensamiento filosófico por más de mil años?
Pero Clitofonte seguía sin atreverse a expresar sus reflexiones, temiendo la burla. Entonces, vencido por la noche calurosa, cabeceó un momento apenas, que fue suficiente para oír sus ideas en boca de otros, ver manos escribiendo papiros y pergaminos, presenciar guerras doblando los horizontes, tiras de asfalto cruzadas por carros sin caballos, ciudades inmensas bajo las maquinarias del cielo. En un instante fue testigo de siglos impensables, calles alumbradas por fuegos helados, idiomas barbáricos y libros desdoblándose en pantallas de luz. De pronto comprendió que los versos de Homero, los heroísmos y las tragedias de todas las épicas se alimentaban de una misma fuente primordial. Entendió al fin que el lenguaje primero, anterior a las palabras, es el símbolo, no el concepto. Y despertó a la misma conversación interminable, donde nadie había notado su ausencia.
La segunda vez que el alumno decepcionado arremetió contra Sócrates fue rotunda y definitiva. En el diálogo Clitofonte, un texto corto y extraño que fue considerado ajeno al corpus platónico, encontramos ahora a Trasímaco convertido en un sofista de prestigio. El joven Clito ha abandonado a su primer maestro para abrevar en el relativismo del segundo. Además, resultaría extraño pensar que Platón pudiera transcribir para la posteridad argumentos adversos a Sócrates, por lo que la autoría de este corto diálogo ha sido cuestionada, siendo virtualmente imposible encontrar el texto original en libros impresos o en la red.
Por lo que habrá que recurrir a los comentaristas. Gregorio Luri asegura en su Sócrates abandonado, que la situación política posterior a la caída de Pericles en la Atenas del Siglo V no era propicia para un defensor de la democracia como Sócrates. Entonces, tanto Trasímaco como Clitofonte, decepcionados de aquella República que tanto imaginaran en mejores días, optaron por ser prácticos y apoyar la tiranía. Sin embargo, es la democracia restaurada la que condenará a muerte a Sócrates, por lo que tal vez las Repúblicas ideales sean hermosos edificios en el Topos Uranos, pero nunca cobrarán realidad aquí, en los tiempos y espacios nuestros, acaso apenas como inspiradoras utopías.
Pero veamos ahora a Clitofonte cuestionar a Sócrates como nunca hiciera antes, rompiendo el silencio al fin. El mentor pide explicaciones, pues le han contado que el callado alumno lo abandonó para pasarse a las filas de un sofista. El joven no lo niega. No obstante, se defiende asegurando a su interlocutor que lo ha admirado por su valor, su congruencia y su habilidad para iniciar a los jóvenes en la búsqueda de la virtud. Pero una vez logrado esto, no aporta directrices para cumplir este propósito. Es un buen protréptico, iniciador o propagandista de novedosos conceptos, pero los alumnos acaban decepcionados ante la dificultad de sus métodos, ofendidos ante sus ironías y lejos de lograr los objetivos que les señala. Tal vez el mismo maestro no sabe cómo hacer realidad sus propuestas, o peor aún, insinúa Clitofón, los ha engañado. Sócrates no responde a la andanada de críticas, sea porque al fin alguien ha logrado callarlo, tal vez por considerarlas justas o eligiendo no contestarlas, ya que el mismo Clitofonte, en su arrogancia, no ha comprendido que Sócrates jamás prometió tener algo qué enseñarles, si acaso un método para picarles las orejas como un tábano, obligándolos así a cuestionar el mundo, pero sobre todo a sí mismos. Quizá encontramos aquí el único momento en que Sócrates ha quedado sin habla, sin ironías, sin subterfugios. O tal vez simplemente los trozos de papiro que sostenían los grafismos de esa respuesta se perdieron para siempre.
La tercera ocasión que Clitofonte abjuró de su maestro, no aparece en ningún documento. Pero seguramente estuvo allí, entre la multitud que observaba el juicio a su antiguo mentor, pensando que Trasímaco tenía razón, pues la justicia no es más que una serie de argumentos que esgrimen los poderosos para deshacerse de los más débiles. Quizá miraba con extrañeza la figura obesa de Sócrates, frágil como nunca. Y quiso guardar en su recuerdo la cadencia de esas horas, leer la atmósfera, recorrer desde la voltereta de los tiempos las hilaturas que entonces tejían ese instante, esos racimos de significación, como hacen los poetas. Atesorar ese momento, cuando la democracia y la República no fueron suficientes para salvar la vida de alguien que se convertiría, más allá de los conceptos, en un símbolo.
Ensayo publicado en Tropo 2, nueva época, 2013.
LURI MEDRANO, G. (s/f) Sócrates abandonado. Una aproximación al Clitofonte. Revista La Central. http://www.lacentral.com/pdf?op=articulo&id=56&idm=1
PLATÓN, Diálogos, México, Editorial Porrúa, 1962