Miguel Meza
Afirmar que Julio Cortázar fue siempre un escritor comprometido con la izquierda, o que desde sus primeros años como artista fue un hombre público y un escritor político —facetas destacadas solo al final de su vida—, es inducir una falsa creencia, alimentar su leyenda de manera parcial.
Pretender que el autor de Los premios defendió desde su juventud “los ideales revolucionarios de los pueblos oprimidos de Latinoamérica”, y que por ello sufrió el ninguneo del capitalismo imperialista, es caer en anacronismos que resaltan solo un aspecto de la rica aventura cortazariana.
Cortázar no defendió una postura política de izquierda desde su juventud. En realidad, el narrador argentino tuvo una primera época —larga y fructífera— de intelectual declaradamente apolítico, comprometido únicamente con la literatura. La magnitud de esta convicción excluía todo lo demás. Para Cortázar, la existencia se acotaba en los horizontes de un libro, y su mundo giraba en torno a dos intereses exclusivos: literatura y jazz.
Cuando decide comprometerse con el socialismo —a raíz de su experiencia en los sucesos del mayo francés del 68— y se suma a la defensa apasionada de Cuba y Nicaragua, el creador de Rayuela tenía ya cincuenta y cuatro años. Era, en ese entonces, el autor de una obra que le había consagrado como una de las figuras literarias más admirables e importantes. Su estilo vanguardista y desmitificador; su propuesta vital e irreverente, y el enfoque insólito de sus temas, rescataron para nosotros la veta fantástica y revolucionaria de la realidad cotidiana.
Cuando sufrió su radical transformación, cuando se volvió inevitable firmante de manifiestos políticos y asistente infaltable a congresos socialistas, Cortázar había escrito ya la mayor y mejor parte de su obra. Los dieciséis años restantes de su vida los dedicó —ésos sí— a la práctica de una actividad política dictada más por la obediencia a una ética humanista singular, que por los principios de una ideología para la cual el escritor argentino resultó ser demasiado bueno y generoso. Este Cortázar se perdió en la bruma de la circunstancia histórica, válida, pero inmediata y efímera.
La imagen de un Cortázar reivindicador de los oprimidos no es la que mejor lo define. En sus memorables cuentos y reveladoras novelas está el verdadero Cortázar. El que selló con su obra una época en la historia de la literatura y dejó huella indeleble en la existencia de sus lectores ¿Quién de nosotros no se estremece aún al recordar el impacto transformador de una novela mítica como Rayuela?
Ese es el Cortázar que queremos. El que pedía a su lector asumir la literatura como un riesgo que sacudiera sus acartonadas convicciones y creara una auténtica revolución en su interior. El Cortázar para el cual la literatura implicaba la transformación existencial simultánea del lector y el autor, y el abandono de las zonas en donde se mueven los muertos en vida para entrar en el reino del desafío y la búsqueda. El que afirmaba que cada lectura debe procurar señales que orienten al lector en la indagación hacia su propio centro, hacia su revelación, hacia su esencial contradicción; si no, no sirve.
Aún me sorprende constatar la vigencia de sus hallazgos. Por ejemplo, en Historias de cronopios y famas su división de los seres humanos. Basta voltear a nuestro alrededor para confirmar que la marea de los “famas” crece cada vez más y amenaza con ahogarnos. Los seres exitosos —los yuppis de la última moda— están aquí, a nuestro lado, adaptados, acomodaticios, obedeciendo puntualmente las propuestas del neoliberalismo actual, asumiendo la vida como una realidad segura, sin sorpresas desestabilizadoras, con una seriedad que les asegura respetabilidad y decencia, en una realidad en donde no existe lo otro, el riesgo, el desequilibrio.
Me hace sentir vivo saber que ante esta seguridad sumisa, sigue siendo válida la definición cortazariana de los cronopios, aquellos entes cargados de inconformidades y rebeldías interiores, dispuestos a enfrentar el peligro que significa la búsqueda de una existencia más auténtica, que apuesta con las cartas de la creatividad, el juego y el humor.
Me gusta recordar a Horacio Oliveira y a la Maga y confundir a Cortázar con ellos. Imaginar que Oliveira-Cortázar anda aún por ahí, deambulando por los dédalos de las urbes contemporáneas, entre sus bestiarios interiores, rumiando su crisis existencial, su neurosis de eterno inadaptado, su rebeldía esperanzadora y sus continuas bromas a la vida, desde la inteligencia…, en el filo mismo del absurdo.
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Imagen tomada de AD Magazine (www.admagazine.com)
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Ensayo publicado en Tropo 4, nueva época, 2014.