Javier Aranda Luna
Para Elena Poniatowska la literatura también es un ejercicio ético. Por eso, sus libros testimoniales, sus crónicas polifónicas donde caben todas las voces siempre nos muestran el revés de las cosas, el entramado oculto. Nos cuentan el cuento de la verdad. Por eso, sus crónicas, relatos y novelas no sólo son textos para la lectura gozosa por las emociones que provocan en el lector sino en fuente de datos duros para historiadores de todo el mundo.
Por eso es un privilegio para México que ella y sus hijos hayan decidido no vender su archivo personal al extranjero —lo que sí han hecho otros escritores y sus familias, como Carlos Fuentes, por ejemplo. Si para ella la literatura es un método para contestarse preguntas esenciales de nuestra sociedad, su riquísimo archivo es el disco duro que da sustento a su literatura.
Contra la historia veleidosa y acomodaticia, las crónicas de Elena Poniatowska y su archivo le toman el pulso real a la sociedad. Tocan tierra porque a la escritora le interesa la vida menuda, el telón de fondo que forman los desarrapados, los sin voz, los proscritos de las historias oficiales.
Sin La noche de Tlatelolco tendríamos una historia trunca del terrible año de 1968 y desconoceríamos partes esenciales de la vida de Diego Rivera, Tina Modotti, Octavio Paz, Demetrio Vallejo, Guillermo Haro, Juan Soriano o Leonora Carrington. ¿Y que decir del close up que hizo del grupo Contemporáneos documentándonos cosas que ni especialistas como Guillermo Sheridan habían consignado?
No pocos consideran a Operación masacre de Rodolfo Walsh de 1957 como la primera novela testimonial, precursora del nuevo periodismo, pero quienes fijaron esa propuesta literaria de manera indeleble fueron Truman Capote con A sangre fría en 1966 y Elena Poniatowska con La noche de Tlatelolco en 1971.
Otros escritores como Carlos Monsivais ensancharon las posibilidades de la crónica literaria en nuestro idioma con Iibros como Días de Guardar de 1970 y Amor perdido de 1977, pero fue Poniatowska quien fijó como un clavo ardiente el poder de la literatura testimonial con La noche de tlatelolco. Sólo así entiendo las traducciones de ese libro a otros idiomas tan distantes y distintos al nuestro como el japonés.
La sombra que enlutó al mundo en ese año alcanzó a Praga con su primavera rota por los tanques rusos en sus calles; a las Universidades de Nanterre y la Sorbona de París y a México en el Politécnico, la Universidad Nacional y la Plaza de la Tres Culturas. Aunque se han publicado varios testimonios al respecto, gracias a la prosa viva de Elena no hemos perdido la memoria de esos días en México.
En La noche de Tlatelolco no son unas cuantas voces las que cuentan la historia de la masacre sino un verdadero coro que se contrapuntea.
Debo señalar que no es el tema el que valida a esta obra sino su estructura literaria, pues recupera y fija la memoria colectiva con la sonoridad de su prosa. Si un texto es un tejido como la etimología lo señala, La noche de Tlatelolco es un tapiz con muchos hilos, con una urdimbre numerosa que al enlazar las historias individuales nos tejen una historia general tensa y dolorosa.
Mucho se ha hablado de la quema en efigie de Octavio Paz en un plantón frente a la embajada de Estados Unidos, pero el ataque más virulento y reiterado contra un escritor en este país durante el último medio siglo ha sido el que sufrió Elena Poniatowska por poner sus cartas políticas sobre la mesa cuando apoyó la campaña de López Obrador en el 2006. Algo no tan común en una cultura de la simulación, más proclive a socorrer al ganador que a hablar de frente.
Si uno revisa la bibliografía de Elena Poniatowska, se podrá dar cuenta de que ha seguido al pie de la letra el consejo de su amigo Gabriel García Márquez: hacer periodismo para no perder tierra, para conocer la vida menuda, “donde se encuentran las grandes historias entre lo cotidiano y lo insólito”.
Pero no todos sus libros son periodísticos. No todos son crónicas, reportajes o entrevistas. Amanecer en el Zócalo, La noche de Tlatelolco o Todo México son claros ejemplos de lo que Octavio Paz encontró en la prosa de Poniatowska: el dominio del sutil y difícil arte de escuchar. Pero también Lilus kikus, esa niña que por momentos, por muchos momentos, se parece tanto a Elena. Para escribir, Elena escucha. Sus libros —de ficción o no— son textos habitados por muchos.
Algo similar hizo Françoise de Chateaubriand con sus Memorias de ultratumba. Consignó todo lo visto y escuchado. Escribió como un ejercicio de memoria y constancia de vida y renovó, de paso, la prosa francesa. Allí están el imperio napoleónico y su derrumbe, la Revolución francesa, la construcción de América, el oído y los ojos del soldado, el estadista y el escritor que atrapa con prosa magistral parte de la historia contándonos su historia personal.
Poniatowska ha resemantizado nuestro español con la herencia lingüística de sus nanas. La de ella y las de sus hijos. Y con sus crónicas ha sacudido nuestros textos de historia tan dados al retrato de los grandes personajes, tan proclives a dejar de lado la vida menuda.
Ignoro si Elena ha querido contarnos su historia con sus testimonios, entrevistas, crónicas, cuentos y novelas, pero resulta claro que no sólo ha querido ser testigo de la historia, sino protagonista. No debe extrañarnos. En los años 40 del siglo pasado sus padres estuvieron en la resistencia francesa. Su madre conduciendo una ambulancia y su padre como capitán de ejército. Elena continúa esa ética familiar con la literatura —y sin ella— hasta sus últimas consecuencias.
En toda su obra, la historia y su historia están presentes y en ella caben todos: los notables con sus calvas de bronce, los desarrapados invisibles para la clase política, los poetas de altos vuelos y las mujeres de mandil y costura, de sobrevivencia en la inmundicia.
Allí encontramos La Revolución, desde la mirada de Jesusa Palancares que luchó por un país diferente y justo y murió en la miseria y olvidada por la justicia; la masacre estudiantil de 1968, que fue el detonante de nuestra democracia. También están los testimonios del temblor de 1985; la lucha de los ferrocarrileros en El tren pasa primero; el México que ahora nos parece inverosímil de los años 20 en Tinísima, el de los 50 en Paseo de la Reforma o aquel otro México donde coincidieron en un cuarto de vecindad Leonora Carrington, Remedios Varo y Benjamin Peret, un cuarto en cuyas paredes pendían con tachuelas dibujos originales de Picasso y Max Ernst. Una verdadera embajada de la vanguardia surrealista en nuestro país,
Hace tiempo escribí que la prosa de Poniatowska debe tener algo que tantas emociones provoca. Y ese algo es, me parece, la vida que transcurre entre sus líneas. En ellas están la indignación y la vocación de lucha, el otro México, el profundo, el de las historias personales que retratan a muchas.
Si algunos escritores, como Monsiváis, se valieron de la prosa para razonar en la plaza pública, Poniatowska ha hecho de la prosa un auditorio y un coro para encontrar respuesta a sus incertidumbres. Por eso siempre toca tierra y no pierde la perspectiva de la vida en discusiones de salón o de pasillo.
Pero ese ejercicio resultaría efímero si sus textos carecieran de imágenes memorables, como aquella de Jesusa Palancares rescatando a pedazos su vida o esas otras donde retrata a una Tina Modotti atenazada por la pasión amorosa y la política.
Uno de los mitos más nocivos en el mundo del arte es el prejuicio decimogónico que exige la asepsia política de las obras y sus creadores. Como si La divina comedia no encerrara una crítica brutal contra politicastros y Papas como Nicolás III o Anastasio II y los Evangelios no tuvieran otro fin que el proselitismo.
¿Dejaremos de ver la creación de Miguel Ángel por su alto contenido religioso? ¿Al Greco por sus vírgenes y cristos? ¿A ciertos murales de Diego por la exaltación del comunismo? ¿Dejaremos de leer Piedra de sol De Octavio Paz por su contenido político cuando nos recuerda los bombarderos sobre el cielo de Madrid en 1947?
Víctor Hugo desdeñó la prosa con miedo, escribió panfletos y afirmó sin dudarlo que todas sus causas eran las causas perdidas. Escribió Nuestra Señora de París para que no demolieran esa iglesia que es símbolo del gótico y Los Miserables, para dar cuenta de ese otro mundo más allá del mundo.
Los libros se miden por la emoción que provocan, por la vida que transcurre en sus líneas, por su vocación de vértigo, de sortilegio, de silencio tibio como la convalecencia. La prosa viva de Elena por eso magnetiza.
En 1986 José Emilio Pacheco me ayudó a ver cómo las ondas expansivas de la Academia de Letrán fundada en 1836 han llegado, de manera directa hasta nuestros días: Ignacio Ramírez, El Nigromante, tuvo un joven y talentoso discípulo llamado Ignacio Manuel Altamirano. Este último también tuvo un seguidor distinguido, don Luis González Obregón, quien estimuló a su vez en un jovencísimo Fernando Benítez la pasión por la literatura. Benítez, para quien el periodismo era “literatura bajo presión”, tuvo cercanía con tres jóvenes: José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Escritores, como los escritores de la Academia de Letrán, de acción y reflexión, comprometidos con la buena escritura y las causas justas.
Para Carlos Monsiváis, Elena fue la mejor cronista de México y además es, sin duda, una de nuestras mejores escritoras. Recuerdo que hace unos años los chinos, que quieren comerse al mundo a dentelladas, organizaron uno de los más importantes congresos internacionales de escritores. Después de varios estudios y evaluaciones escogieron a sus invitados. Prácticamente puros Premios Nobel. Al único escritor en español que escogieron de toda América fue a a una mujer: Elena Poniatowska.
Muchos años algunos ” críticos” acomodaticios pretendieron descalificar los libros de literatura testimonial de Poniatowska por “no ser literatura sino periodismo”, pero después de que obtuvo el Premio Cervantes y de que le fuera otorgado el Nobel a Svetlana Aleksievich han guardado prudente silencio.
Aunque la historia de Elena Poniatowska asoma en todos sus libros, prepara desde hace tiempo la crónica de su vida, la saga de los Poniatowska que se remontan a Catalina La Grande, la más culta jefe de Estado en la historia del mundo y su pariente más ilustre. Qué ganas de leer el cuento de sus días, la obra que será su mejor autorretrato y las llaves para abrir las puertas del mundo que le tocó vivir.
Javier Aranda Luna. Periodista y escritor. Es amplísima su trayectoria como director y conductor de programas culturales, educativos y de promoción y difusión de la lectura en televisión, radio y ahora medios digitales de gran audiencia. Se le recuerda especialmente como colaborador y fundador del periódico La Jornada, asesor de Canal 22, Coordinador Editorial de Noticieros Televisa, y como director y conductor del programa Vuelta al aire, de la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz. Sus artículos, crónicas y reportajes han sido publicados en diversos diarios y revistas del país.
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Ensayo publicado en TROPO 20, Nueva Época, 2019.