José Enrique Álvarez Estrada
Verse envuelto de una aglomeración humana es siempre una experiencia sociológica y psicológica interesante: ya sea un atasco de tránsito en un día caluroso, con las ventanas de todos los vehículos abajo; o durante un viaje en transporte público, donde la cercanía con los otros usuarios permite escuchar sus audífonos, tiende uno a creer en el viejo aforismo de que “somos lo que escuchamos”. Ah, no, perdón, el aforismo dice “somos lo que leemos”. Pero, ¿qué no es lo mismo? Según parece, no.
Por alguna razón, las personas tendemos a poner en compartimentos estancos y, por ende, valorar de forma distinta el modo en que la información debe llegar a nuestro cerebro: la música debe entrar por los oídos; las sensaciones por la piel; los sabores por la boca; los olores por la nariz; y claro está, la lectura por nuestros ojos. Y siguiendo esa línea de pensamiento, asignamos tiempos, lugares e importancias distintos a cada uno.
El tiempo de transporte, según parece, debe dedicarse a escuchar música o radio. La estridencia del equipo de sonido del vehículo dice mucho acerca del estatus social y poder económico de su ocupante, que alegremente comparte sus gustos musicales con quienes voluntaria —pero sobre todo involuntariamente— debemos esperar junto a él en la aglomeración. Ya sea que te guste o no el pasito duranguense, el reggaeton, la cumbia, la salsa o el merengue, adores u odies a Chepe Chepe o a la artista guapita del momento… ¡no te quedará más remedio que soplártelos a 200 decibeles!
Y luego, cuando llegan los resultados de las pruebas PISA, Enlace, similares y conexas, resulta que los mexicanos no sabemos leer, mucho menos escribir. Y la Encuesta Nacional de Lectura 2012 revela que sólo 4 de cada 10 mexicanos leemos, y lo hacemos a razón de 2.94 libros por piocha y por año, cifra que por cierto disminuyó respecto al 2010.
Hace algunos ayeres, y contradiciendo la sabiduría popular, descubrí por accidente que es mejor leer con los oídos que con los ojos. De algún modo que no recuerdo exactamente, llegó a mi poder un archivo de audio (un MP3, como dicen los jóvenes) de un autor de superación personal que hacía la siguiente reflexión: por su profesión, él debía viajar mucho en avión, y había calculado el tiempo que destinaba anualmente a transportarse del aeropuerto a su casa y viceversa; resulta que dicho tiempo ¡excedía al que el norteamericano promedio destina a leer en el mismo lapso! Así que decidió 1) emplearlo para tal menester, escuchando audiolibros, y 2) producir los suyos propios, para que otros puedan hacer lo mismo. ¡Geniales ideas ambas!
Gracias a la tecnología, ahora podemos ir un paso más allá: resulta que nuestros gadgets (tablets, smartphones, cámaras, y el largo etcétera de artilugios que compramos para apantallar a propios y extraños con los videojuegos que traen, y las fotos y videos que toman) incluyen software para lectura de libros electrónicos: “eReaders”, pues, para seguir con los pochismos (Cervantes, doquiera que estés, perdóname, por favor). Pero no sólo eso: tienen algo llamado TTS (“Text To Speech”), que como si trajeran un duende electrónico integrado, permiten a estas endemoniadas máquinas leerlos en voz alta ¡Maravilla de maravillas! Placer antes sólo reservado a nobles y millonarios, ahora tienes tu propio lector designado todo el tiempo que quieras.
Yo me he tirado al desenfreno y la perdición de esta tecnología con singular alegría y desenfado. En la Red hay una enorme cantidad de libros gratuitos, listos para ser descargados y leídos (o, mejor dicho, escuchados). Sólo por citar un ejemplo, les voy a hablar de uno de mis pecados más recientes, la novela de ciencia-ficción “La Nave”, del autor español Tomás Salvador.
¿Un autor español de ciencia-ficción, pensará usted? Pues sí. Y aún más sorprendente, la obra se publicó en 1959, año en que España todavía padecía los estragos de la Posguerra, y apenas comenzaba a pensar en el turismo como una alternativa para salir del bache, con aquello de “sol y sonrisas”. Escribir ficción científica (término que Salvador emplea para calificar su obra) en el contexto de subdesarrollo, miseria y feudalismo que aún reinaba en la España de los cincuenta, es por demás meritorio. Máxime cuando la calidad de la prosa —¡y del verso! pues parte de la obra está escrita a modo de romance o canto épico— es tal. En sus propias palabras:
“Lo primero que me llamó la atención fue la escasa, por no decir nula, participación española en libros de esta índole. Sucede, en cierto modo, lo mismo que ocurre en otro campo de la fantasía: los libros de cuentos y leyendas. ¿Por qué los españoles, meridionales, tradicionalmente creídos sujetos de loca imaginación, no han sabido crear siquiera un pálido remedo de los grandes mitos infantiles? […] no existen precedentes en el terreno de la Fantasía Científica. Antes de 1936 teníamos al Coronel Ignotus; después, algunas cosas sueltas de Cargel Blaston, Eduardo Texeira, sendas novelas de Carlos Rojas y Antonio Ribera. El escritor se desconcierta. Diga lo que se diga, la afinidad, el clima, no lo crean los escritores extranjeros, sino los golpes sobre el yunque nacional. Al enfrentarme, pues, con una carencia de obras nacionales, me enfrento con una carencia de clima. Y, claro, con una impreparación crítica.”
Pero Tomás Salvador era un hombre excepcional, un auténtico humanista: nacido en Palencia en 1921, a los ocho años marchó a Madrid, donde fue recluido en un internado católico, la Fundación Caldeiro. Pasó buena parte de la Guerra Civil refugiado en las bibliotecas públicas, donde adquirió una sólida cultura. En 1941 se alistó en la proverbial División Azul, cuerpo de voluntarios españoles que junto con el ejército nazi combatió a los soviéticos, y permaneció en Rusia hasta 1943 (a la sazón escribiría en 1970 una novela titulada “División 270”). A su regreso a España se unió al Cuerpo General de Seguridad, que le destinó en Barcelona como inspector de policía. Contrariamente a lo que pudiera parecer, quienes le conocieron insisten en que no era un franquista recalcitrante, sino más bien un hombre liberal que en muchos casos usó su puesto e influencias para ayudar a intelectuales que estaban en la mira del Régimen. Esta combinación de sólida educación, vida cosmopolita y pensamiento liberal son la única explicación para esta rara avis literaria.
Debo reconocer que antes de “La Nave”, yo no sabía nada de Tomás Salvador. Me lo recomendó un buen amigo, que me sugirió leer “Historias de Valcanillo” y la serie de “Manolo”, uno de sus entrañables personajes arquetipo del carácter español. Sin embargo, no pude conseguir ninguna de éstas, y en el ínter me topé con “La Nave”, y quedé gratamente sorprendido.
¿Qué hace tan impactante a esta obra? ¿Qué puede poseer, que no tengan los escritos de Bradbury, Clarke o Asimov? Es precisamente lo que no tiene lo que la hace especial. Al provenir de un contexto que no se caracteriza por el avance científico y tecnológico, Salvador no ahonda en detalles de esta índole; por el contrario, profundiza en aquellos que a sus contrapartes anglosajonas no parecen interesarles tanto:
“Los problemas técnicos son de dos clases a su vez: los de ambientación y justificación científica y los propios en la construcción de toda obra literaria. Los primeros, sin ser ingentes, tampoco han sido fáciles: huir de los anacronismos, justificar los procesos científicos, evitar las teorías desacreditadas, anticipar invenciones y, en fin, asimilar desde la numeración binaria hasta los conceptos astronáuticos elementales como campo gravitatorio, parsec y unidad-luz, ha sido mi contribución […]; la fantasía-científica no lo es todo, ni siquiera la mayor parte de “La Nave”. Como escritor, como hombre preocupado, sé perfectamente que la idea de una «Nave», encerrando en sí un complejo filosófico, una utopía, un proceso social y humano, ha sido largamente acariciada por escritores, poetas y filósofos de todos los tiempos y latitudes.”
En fin, que “La Nave” es literariamente, una novela de fantasía-científica; formalmente la anticipación de algo que puede muy bien suceder; humanísticamente, una vuelta más a la famosa utopía que, desde Tomás Moro hasta Huxley, atormenta a los pensadores: lo que pudo ser, o será o podrá ser el hombre en caso de no existir el presente.
“La nave, esencialmente, es un ingenio mecánico, lanzado al espacio por los hombres de la Tierra para llevar colonos a las estrellas. Pero se pierde, y cuando lo encuentra el escritor lleva setecientos años perdido y sus habitantes han olvidado su origen. Creen que es un mundo en sí. Hasta que Shim, Cuidador del Libro, descubre la verdad e inicia la vuelta al humanismo. Y unifica las siete tribus. Hasta que, como sucede a todos los precursores, los idealistas y los profetas, es asesinado. La nave es el paradigma de la condición humana.”
Mi consejo final: si no tiene usted nada mejor que hacer mientras tripula su nave por alguna concurrida (atascada) avenida de estas ciudades nuestras, aproveche ese tiempo para escuchar “La Nave”, y disfrute de una ciencia-ficción distinta a la que estamos acostumbrados. En una de esas y hasta le gusta la experiencia, y continúa con “Marsuf”, el “Aventurero del Espacio”, otra obra del mismo género y del mismo autor.
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Reseña publicada en Tropo 1, nueva época, 2013.