Raúl Arístides Pérez Aguilar
En 1992, el investigador y académico de la UQROO Raúl Arístides Pérez Aguilar sostuvo, en la Casa del Escritor de Bacalar, una larga conversación con el dramaturgo mexicano Emilio Carballido. Inédita desde entonces, la entrevista fue publicada recientemente como apéndice de El triángulo invertido, el libro que Pérez Aguilar presentó en Chetumal y Cancún en el año 2000, y en donde lleva a cabo un metódico análisis de la obra narrativa de Carballido (v. recuadro). En esta entrevista —que se reproduce ahora con autorización del autor— Carballido responde a preguntas específicas sobre las tres novelas analizadas en aquella obra y se muestra sorprendido por los hallazgos realizados por el crítico, hallazgos de constantes estilísticas que para el escritor subyacen, soterradas e inadvertidas, en el proceso instintivo de la creación.
—¿Tiene usted alguna preferencia para situar sus obras narrativas en la provincia?
—No necesariamente. Me parece que los lugares chicos son un campo de trabajo mejor. Por ejemplo, esta novela inédita, La madre distraída o La alcancía de las ánimas, es totalmente urbana y luego está muy recreada en recorrer la República y llegar hasta la costa del Pacífico, pasa por Querétaro, por muchos lados. Por lo general la topografía me interesa mucho, tanto los recorridos como encontrar un lugar de definición clara; un ambiente es una manera de definición.
—¿Cree usted que el ambiente en sus textos narrativos —como “El norte”, “La veleta oxidada” y “Las visitaciones del diablo”— influya en sus personajes y los determine de alguna forma?
—Claro. Por supuesto. Yo creo que el ambiente es determinante. Mi primer cambio de vida fue conocer mi tierra natal, Córdoba. Fue cuando descubrí el paraíso y el estado de Veracruz. Yo creo que si hubiera crecido allí me chocaría tanto como a los demás y hubiera querido salir corriendo al D. F. Pero fue al revés. De D. F. fui para allá; desde entonces para mí ha sido y sigue siendo paradisiaco mi Estado y el sureste en general. Yo quiero muchísimo la tierra caliente de la costa. Me deslumbró la costa. Entonces yo observo el cambio en mí. Porque conocer países debe ser después. Conocer las cosas, yo creo -—y no sólo yo sino todo el mundo—, que lo que uno vive topográficamente, lo va cambiando. Nadie puede echarse un viaje a Europa, aunque sea como maleta, y después seguir siendo igual, salvo que sea de veras bestia. Y no es así, a cualquiera que viaja de repente le cambiaron las costumbres, el alma, algo.
—En las tres novelas que mencioné, ¿qué significan la casa y particularmente las recámaras, las alcobas?
—Sitios de intimidad, sobre todo. Intimidad de relaciones sexuales. El lugar donde uno se confina. La recámara última, la cámara íntima.
—Esto sería, distinguiendo entre atmósfera y paisaje, ¿una atmósfera que usted pone ahí?
—No. No soy tan deliberado y no pienso esas cosas. Usted me hace pensar cosas que son hechas con toda naturalidad, como si me dijera ¿usted camina con un pie adelante y otro después? Y yo contesto: pues sí. Son cosas que uno hace. Es decir, siempre en las entrevistas hay un equívoco, dan la impresión de que uno trabaja con lucidez y no con el instinto. Y es al revés. Las novelas son una cosa que viene de zonas no reflexivas, son combinaciones que se hacen instintivamente, que son más sabias que la reflexión y que son más inteligentes que las zonas lúcidas. Entonces, cuando me preguntan, a veces contesto dos cosas distintas a una misma pregunta porque así pasa, pero además las dos cosas que yo digo han de ser ciertas. En este caso usted me hace preguntas que ya me han hecho otros, pero pienso que son eso.
—¿Y las vacaciones?
—Son un tiempo de libertad, sin límites. El tiempo en que no hay barreras. Entonces, como que una novela o cualquier obra es, sobre todo, un personaje ejerciendo su libertad o su falta de ella, o cómo la gana o cómo la pierde.
—Durante esa libertad se juega en sus novelas, ¿sería válido decir que en éstas se concluye que la vida misma es un juego?
—Depende de qué clase de juego. Si es un juego con significación, sí. Digamos, El Sol es el descubrimiento del bien y del mal; es, de algún modo, una novela iniciática. Entonces, este muchacho descubre además como una cosa complementaria, como parte de lo mismo. Entonces, pues sí; pero fue después del juego en que además hay un crimen y una serie de barbaridades y de horrores.
—En estas tres novelas, salvo en “Las visitaciones…” que está contada linealmente, por ejemplo, en “La veleta oxidada” hay dos capítulos —el XV y el XVI— en que el tiempo se rompe y esto supone un significado, ¿esto es deliberado?
—Debe ser. A estas alturas ya no sé; pero si está ahí debe ser deliberado.
—Este rompimiento del tiempo, ¿tiene algo que ver con que la veleta esté oxidada?
—Esta novelita es la primera que tengo y me hizo descubrir la forma narrativa un poco larga. Es un texto que se resistió a ser obra de teatro. Es un tema que me acompañó muchos años; lo conocí en mi infancia: la idea de calumniar a una mujer diciendo que el hijo no es del marido y de repente sale el niño muerto y es igualito al marido; todo el mundo se arrepintió. Eso que fue como una semillita, yo lo vi como a los once años, pero se quedó ahí. Entonces empezó a aferrarse esa cosa, que por fin salió como novela, como no salió en forma rebotada en Las estatuas de marfil, que se parece a La veleta, de algún modo. Lo que fui descubriendo en la escritura de la novela fue el manejo de ciertos elementos de retrospección, de correlación con el paisaje. Pero no es una novela que tenga una lucidez formal ni nada, es el descubrimiento de cómo se hace un texto narrativo para alguien que ha estado haciendo puras obras dramáticas. Lo que noto releyéndola, y me satisface mucho, es lo compacto de la primera mitad: la siento más lograda, es telegráfica, va con una velocidad que aguantaría más desarrollo. Es una novela que a veces siento que le hacen falta unas treinta páginas. De repente me agrada mucho que sea tan rápida y que llega a las partes más desarrolladas —que son las que menciono— y que llega con gracia. No sé, en realidad no la critico.
—¿Por qué la mujer es siempre el centro del conflicto en estas novelas?
—Suele ser, ¿no? No es exactamente la mujer. En El norte hay dos ejes, hay dos atracciones sexuales. El eje sería la pasión sexual, ¿no?; el amor-pasión para llamarlo más noblemente, que de pronto se hace confuso, indiscriminado y doble. Digamos, en Aristeo hay una serie de elementos de ambigüedad, de indefinición, y la novela de algún modo sería el proceso de su propia definición humana; lo sexual en este caso sería lo de menos. Alguna vez alguien me dijo que este hombre se va a decidir a ser homosexual y que el faro era un símbolo fálico. Y eso no es cierto; el faro es un elemento de luz todo el tiempo y de guía, y el rompeolas como una especie de sitio de pruebas, porque es aterrador avanzar por el rompeolas hasta llegar al faro. En el caso de Aristeo, no creo que la definición sexual de un terreno a otro sea lo importante, sino la definición de cómo ser libre, que ya no depende ni de su madre, ni de Isabel, ni de Marx, quien se lo quiere llevar como titerito. No me acuerdo si en la novela está el rompedero de retratos o si es en la película, porque yo hice el guion. En la película empieza a sacar de la cartera todo lo que contiene y empieza a romper retratos de Isabel y de la familia y a tirarlos al mar…
—Al personaje de Aristeo le encuentro alguna semejanza con Lisardo y Adán.
—En la identificación. Pues sí. Los tres. Es cierto… Lisardo es un bobo que cualquier vieja que llega lo arrebata.
—¿Y el triángulo amoroso en estas novelas?
—Sí, aparecen mucho. En las otras también. El adulterio. Y hay unas triangulaciones a veces hasta de más ángulos.
—Esto, ¿de dónde sale?
—Ha de salir de algún lado mío…
—¿Inconsciente, subconsciente, instintivo como dice?
—Más o menos. Las novelas… no es que uno diga: voy a escribir una novela con tales y tales señas; a uno se le aparece una novela con tales y tales señas y lo jala a uno y lo hace escribirle. A veces es un relato de alguien, a veces viene de un sueño o de una ensoñación.
—¿Qué tan importante resulta ser la experiencia sexual-erótica en los personajes? ¿Tiene algún significado especial?
—Por supuesto. Pienso que para cualquier ser humano. Sin la experiencia sexual una persona no ha sido ella misma nunca, no se ha realizado completamente nunca. Nadie está completo sin su vida sexual. Una persona privada de la vida sexual que le corresponda y sin descubrirse plenamente a sí misma a través del contacto consigo misma que le proporciona otra persona, pues es una persona incompleta. Y, además, una persona que fácilmente se va a volver mala y estúpida.
—¿Qué es el estilo para usted? y, dentro de él, ¿cómo considera el suyo?
—Jamás lo considero, procuro no pensar en eso. Cuando yo era muy jovencito, mis compañeritos tenían una preocupación por el estilo, y dije: “no, si hago esto, va a ser así”. Dije: “Bueno, todo lo que haga así lo hago yo y será mi estilo, y ¿cuál será?, sólo Dios sabe y voy a hacer cosas que no se parezcan unas a otras y si tengo estilo será casualidad”. Fue una decisión temprana; eran decisiones, así como suicidas que uno hace en los momentos heroicos de decidir quién es; entonces yo decidí que era mi estilo, fuera cual fuera. No como le style c’est moi.
—¿Corrige sus textos?
—Sí. Corrijo muchísimo, sobre todo la prosa narrativa. Ahora ya la manejo un poco mejor. Lea mis manuscritos de drama y mis manuscritos de novela. Por ejemplo, El sol. Encontrar la prosa de El sol me costó un trabajo de la chingada. Está tachado, es verdaderamente de las prosas más arduas que he tenido que hacer nunca. Claro, y de las prosas que más estimo por eso mismo, porque creo que quedó limpia. El norte fue menos difícil, pero está muy corregida. En fin, la prosa me cuesta mucho trabajo; el diálogo, no.
—En una entrevista usted dijo que no le gusta experimentar con la prosa.
—Yo qué he sabido lo que es experimentar. La verdad es que toda obra es un experimento que uno nunca ha hecho antes.
—¿“El norte”, por ejemplo?
—El norte se manejó sola. En general todas esas cosas se manejan solas, cada cosa propone una forma que uno debe descubrir y es distinta a otras. A veces uno tiene algún prurito, pero en general cualquier cosa que hace uno es descubrir qué forma tiene.
—¿Qué significa la presencia de lo pornográfico en las novelas?
—Bueno, un paso de la libertad a la imaginación. Personas que no se satisfacen en la realidad sino en la fantasía. En un caso, muy libremente; en otro caso, muy suciamente: Ángela, porque es un velo muy curioso de qué rayos hacen este mozo y ella en medio de las lecturas, y qué clase de hipocresía hay en todo esto; es opuesto a lo que pasa en las lecturas. Son dos prácticas, y que ésta no se parece a lo que hace Isabel, quien además se divierte, y lo que hace esta niña (Ángela) que le dan jadeos y ansias e hipocresía y saca debajo de un libro que ya tenía listo de San Juan de la Cruz. Es muy distinto lo que quiere decir en cada caso.
—Las vidas de Ángela, Arminda e Isabel ¿podrían considerarse como vidas desperdiciadas, ociosas?
—En el caso de la vida de Isabel, sí; era una vida como mal llevada que de pronto descubre un valor profundo. En el caso de Arminda y Ángela son dos casos de corrupción y de formas de hipocresías profundas, porque esta mujer tiene que fingirse sonámbula para asaltar al sobrino y además se hace unas fantasías terribles, tiene celos de la hija. Lo que pasa es que Las visitaciones… es un melodrama, es un folletín; la llamo folletín y no novela y es un divertimento, es una novela escrita por el gusto de hacerlo folletinesco y truculento. Pero yo creo que es serio lo que les pasa a estas gentes. Creo que las dos son un caso de corrupción notable, cada cual a su manera; de que pierden valores y que en el curso de la novela los pierden todavía peor en vez de ganarlos. Porque… no sé si se advierte una sugerencia muy curiosa: la cargada final que le da el criado a Arminda: Juan es el que lleva en brazos a Arminda, y que ha sido lo que ha estado haciendo con Ángela en toda la novela. En la película se nota mucho —que no es una película que aprecie especialmente—, pero Gloria Marín está preciosa, vale todo el bolero. Es mal intencionada la imagen.
—¿Martha y Max tienen algo de autobiográfico?
—Bueno, sería de una parte negativa porque obviamente los dos son una negación de la creación; todos los proyectos que Max dice tener son unas pendejadas, lo que habla de novela; toda la imagen de Max como novelista es la de una persona que no escribe; habla casi como gringo. Todo lo que dice acerca de la novela es de una persona chafa, pero hasta el fondo de la chafez. Es una persona que hace su show y que es un pobre ser mañoso. Martha es una persona que juega a ser poeta y que no es; lo que ella dice de sí misma es que sus versos son como una criba, pasan en la realidad sin dejar rastro y cuando se da cuenta de eso y quiere ser una mujer de casa y dedicarse a la vida, pues ya no lo hizo, y al final hace una cosa horrorosa, medio medeica.
—¿Aristeo y Lisardo alcanzan la libertad al final de las novelas?
—Aristeo la alcanza obviamente, Lisardo se va en las garras de Paloma, que es el gavilán más fuerte de la novela, con sentido del humor.
—¿Cómo ubica a estas tres novelas dentro de su producción?
—Yo no las ubico en un sentido crítico, sino personal. El norte es una de mis consentidas. Si me dice en trabajos en prosa, en primer lugar, vendrá El norte y en seguida El sol como realmente estimados. Las visitaciones es un divertimento envidioso porque estaba escribiendo Luisa Josefina Hernández —que es una mujer que ejecuta con prontitud y limpieza—; de pronto se me apareció esta novela y dije: “Tengo que escribir de a capítulo por día”, me falló por cuatro, la escribí en diecinueve días, pero se me presentó como una diversión.
—Entonces serían varias las constantes en estas tres novelas.
—Se parecen, sí; y hasta me sorprende ahora que usted me enseñó eso y dije ¡qué monótono! Uno cree que siempre está haciendo obras distintas y resulta que está repitiendo la misma veinte veces.
—Creo que mi observación es medio absurda…
—No; está hecha como pensando que uno de veras se pone a pensar lo que hace al planear su obra, ¡qué va!, no es nada de eso. La obra viene y uno la cosecha si puede y a veces tarda haciéndola y a veces viene con una furia que uno tiene que escribir aprisa, aprisa, aprisa para que no se vaya, y si tarda tantito se le va, pero vuelve. La obra se tarda diez años nomás, porque me tardé en redactarla, y otras las escribí en dos días… que es el récord. Regresando al estilo, yo no creo que alguien conscientemente puede proponerse hacerse un estilo y si se lo propone es una duda académica esterilizante. Yo pienso que hacerse un estilo es una forma de reticencia y ocultamiento y de buscarse una reja y un apoyo, de buscarse un refugio donde haya seguridad. Yo concibo la obra más arriesgada, más desordenada, y tratar de encontrar de qué se trata eso que estoy recibiendo de algún lado.
Emilio Carballido. Córdoba, Veracruz, 1925. Maestro, dramaturgo, director y promotor teatral que ha enriquecido substancialmente la vida teatral en México. Se le considera ya el más importante de los dramaturgos mexicanos contemporáneos, tanto por la calidad literaria de su obra como por la cantidad, ya que es un escritor prolífico.
Muchas de sus obras han sido premiadas: Zona intermediaria (1950), El pozo (1953), La danza que sueña la tortuga (1954), Felicidad (1955) y La hebra de oro (1955). Otras obras suyas han sido grandes éxitos: Rosalba y los llaveros (1949), El relojero de Córdoba, Yo también hablo de la rosa, y Rosa de dos aromas, por citar algunas.
Su obra dramática esencialmente realista está transida de una cierta poesía que posibilita lo onírico: las pequeñas ciudades de provincia o el mismo D.F. —que da nombre a una serie de piezas teatrales en un acto— son sus espacios dramáticos; pero no se trata de un chato teatro costumbrista, epidérmico o estático, sino que rastrea en la subjetividad de sus personajes e inquiere sobre la múltiple y compleja condición humana.
Periodista, crítico y guionista exitoso, como narrador es también singularmente recordado. Sus novelas —La veleta oxidada (1956), El norte (1958), La caja vacía (1962) y Las visitaciones del del diablo (1965) —, son un claro ejemplo de su “eterna persistencia por acercarse al corazón de los mexicanos con un lenguaje poético y real”. Se ha dicho que en la obra de Carballido hay una constante reivindicación de la identidad nacional, con matiz autocrítico, reconocimiento de lo humano y reconfortante y agudo sentido del humor.
Imagen tomada de catalejomx.com
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Raúl Arístides Pérez Aguilar (1958) nació en el barrio Viejo de Chetumal. Estudió en la UNAM la licenciatura en Letras Hispánicas y la maestría en Letras, posgrado en el que obtuvo la medalla Gabino Barreda al Mérito Universitario en 1997. Actualmente es candidato a doctor en Lingüística Hispánica por la misma UNAM y se desempeña como profesor investigador en la Universidad de Quintana Roo. Ha participado en diversos congresos nacionales e internacionales presentando investigaciones sobre literatura y dialectología. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores.
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Entrevista publicada en Tropo 9, Primera Época, 1999.