Carlos Oliva Mendoza
Tres historias arman este volumen (Canon Perpetuo, Plaza y Janés, México, 1999), “Efecto invernadero”, “Canon perpetuo” y “Damas chinas”. Ninguno de los títulos describe a cabalidad qué es lo que sucede en los relatos del libro. Son narraciones anticlásicas; sería imposible encontrar el punto hacia el que la perspectiva se fuga. Sin embargo, sus recursos parecen ser contrarios a un efecto barroco. Se ha dicho sobremanera, pero lo repetiré: lo inquietante de la estructura formal de Bellatin es la ausencia de retórica, la búsqueda de la transparencia y reducción extrema del lenguaje y, especialmente, el artificio de la imaginación como recurso de sentido. La prosa de Mario Bellatin está sostenida y a la vez asaltada por un acto imaginativo.
Kant parece haber errado en su definición de estética (libre juego entre la imaginación y el entendimiento); esto es lo que uno piensa cuando lee a Bellatin. No, el libre juego no existe. Las reglas del entendimiento se siguen, se plasman en gramáticas y sintaxis tan claras que vuelven más simple la puntuación y casi desaparecen el ritmo de la trama. Una narración es un hecho anodino, un acercamiento al aburrimiento. Jamás una construcción del personaje. Ni siquiera una intriga. A todo este perímetro del vacío nos condena la lectura de la obra de Bellatin, hasta que nos arroja a un acontecimiento que nos lanza hacia la metáfora blanca que es su texto: el mundo narrado.
En estos tres relatos cortos, está presente lo que sucede en Poeta ciego y se perfila la gran paradoja de El jardín de la señora Murakami. En esta obra, Mario Bellatin nos cuenta la historia que no aparecerá en el libro. La traición que sufre dos veces la señora Murakami, similar en belleza y refinamiento a la construcción de un jardín, será equivalente a la que padece el lector y la lectora de la obra: el autor está del lado del mal; socráticamente, de la ignorancia de un relato que sólo podemos imaginar desde los contornos de la crueldad pasada.
En las tres obras que forman Canon perpetuo, el vacío narrativo, el tedio de la prosa, el recurso de la imaginación y la crueldad están presentes. El primer relato trata sobre la muerte de Antonio. Como en una suerte de cajas chinas, la Amante, la Amiga, la Protegida y la Madre van armando historias en torno a Antonio, quien yace muerto, en un espacio sofocado de olores y colores. Cada historia trata de abrir una cortina de esa tumba junto al mar en la que ha convertido su cuarto. Todas las cajas son negras. La luz nunca llega y la imaginación sirve para enseñarnos la variedad de los tonos muertos. El final de la historia es circular: Dios, Antonio, el que “hace caer la lluvia”, el “origen de la Vía Láctea”, el que “tiene pies de constelaciones”, “el corazón del mineral desconocido”, “el que ocupa toda la historia del mundo”, tiene un verdadero momento de felicidad, cuando comprueba que es posible no nacer.
El segundo texto, “Canon perpetuo”, es una metáfora fascinante sobre la posibilidad de acudir a oír una voz, la que uno escoja, aun la que ha desaparecido de nuestra memoria. Quizá por eso el inicio de la historia sea éste: “Nuestra mujer vivía en una zona donde la corrosión producida por la sal marina era muy fuerte.” Es también un recorrido por un canon que, posiblemente, Bellatin reconozca como parte de su memoria: José Lezama Lima, Virginia Woolf y Thomas Mann. La historia está aún más castigada que la primera y, como el hilo de Ariadna, se posa en la tierra sin permitirnos reconocer camino alguno. El texto parece asegurarnos que encontraremos una imagen al final, una voz, y después podremos regresar a la salida sin haber conocido el trayecto: “Empezó a caminar despacio y sin rumbo. Fueron quedando atrás la Casa y la pizería en cuyo cartel se leía Vita nuova”.
Por último, está el relato menor del texto: “Damas chinas”. La historia de un médico que narra desde el tiempo transcurrido y con la certeza, en una manera antitética a Tarkovsky, que los milagros han acontecido y nuestro desencanto no forma parte de ellos. La narración se divide en tres partes: la vida cotidiana del médico, el inicio de sus relaciones con prostitutas, la muerte de su hijo, la curación milagrosa de una paciente y la inminencia de una historia que el hijo de la misma paciente le ha referido en el consultorio al galeno, forman la primera parte. La segunda es la historia del niño. La tercera, me parece, es la conexión milagrosa de dos eventos, la salvación de la madre del pequeño y la muerte o asesinato del hijo del médico. La historia está narrada en primera persona, lo que obliga desde un principio a que el autor controle los recursos imaginativos, por el carácter del narrador, y se base en un juego lógico que concluirá con el asombro. El resultado no es tan sorprendente como en otros textos de Bellatin.
Hace algunos meses leía un comentario de Heriberto Yépez en su sitio electrónico, (http:www.hyepez.blogspot.com), en el que decía, entre otras cosas, que la obra de Bellatin siempre vence al lector. Yépez ha eliminado sus archivos y no pude releer el texto. Recuerdo que en aquel entonces pensé que ver la obra de Bellatin como una puesta en escena para un combate con el lector o la lectora, si bien era una idea interesantísima, era sólo un paso de una futura reflexión más elaborada sobre la obra del escritor. Quizá uno de los secretos de estas fabulosas historias sea justo la redefinición moral del mundo que se representa, lo cual, en principio, puede experimentarse como un acto de violencia contra el lector o la lectora. Sin embargo, los personajes de Bellatin padecen de una especie de hiperrealismo donde la única verdad que permanece es la de la historia que se evadió; de esta paradoja no sólo participan los “pedazos de palabras”, como llamaba Stevenson a los personajes, también lo hace el autor, también aquel que lee.
Carlos Oliva Mendoza. Ensayista. Autor del libro Deseo y mirada en el laberinto. Cortázar y las poéticas en Rayuela, con el que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2001.
Reseña publicada en Tropo 32, primera época, 2004.