Francisco López Sacha
A comienzos de 1995, en medio del “Período Especial” de Cuba, la Editorial Arte y Literatura de La Habana me pidió que presentara la edición cubana de El amor y otros demonios de Gabriel García Márquez. Por lo general, improviso mis presentaciones porque así me siento más cómodo, pero en este caso, la escribí. Hice un breve texto evaluando el libro y lo leí en el Salón de los Espejos del Palacio del Segundo Cabo, antigua sede del Instituto Cubano del Libro.
Había un mar de gente que, alegre, recibía el lanzamiento del último libro del Gabo. Cuando terminé, fui entrevistado por un periodista de Prensa Latina, quien me preguntó, de un modo directo y osado, si García Márquez ayudaba a los escritores cubanos. Casi de inmediato estuve a punto de decirle que no, pero me contuve, por amor a la verdad. “Quizás no me ayuda a mí, pero ayuda a otros a quienes no conozco”, pensé.—No sé, dije lacónico.
Tal vez en aquellos días me sentía mal, golpeado por las carencias de la crisis económica que asolaba mi país, o quizá me molestó lo sorpresivo de la pregunta. Lo cierto es que el periodista me pidió el texto, para difundirlo por la agencia de prensa, y accedí. Al cabo de un mes, recibí una carta del escritor Agustín Labrada, cubano residente en México. El texto había ido a parar a la página cultural del periódico ¡Por Esto de Quintana Roo! y, gracias a eso, mi gran amigo Agustín, quien trabajaba como reportero en ese diario, pudo hacer contacto conmigo luego de algunos años de lejanía.
En aquella carta de 1995, me invitaba a Cancún y a Chetumal para impartir una serie de conferencias. El contacto me permitió viajar a México al cabo de breve tiempo y sentarme ante una fuente de tacos al pastor. En el instante, cuando me iba a comer el primero, recordé a Gabriel García Márquez y me dije: “¡Carajo, García Márquez sí ayuda a los escritores cubanos!” La pregunta había dado una vuelta de boomerang.
Para mí fue muy hermoso constatar una vez más que los designios de la Providencia son inescrutables. Años después coincidí con Gabriel García Márquez en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba. Mi aula estaba al lado de la suya y mi buena amiga Lola Calviño me invitó en el receso a conversar con el Gabo. Había tratado con él no sólo por la presentación editorial, sino también porque cuando cumplió 70 años estuve en su fiesta, celebrada en La Habana.
Entonces me atreví a contarle esta anécdota, ocurrida dos años antes. La reacción de García Márquez fue maravillosa. Empezó a reír sin parar; se sujetaba con las manos las rodillas, se detenía, y empezaba de nuevo. Fue extraordinario ver al grande hombre reír como un niño y en cierto modo agradecerme esa pequeña historia. Así está ahora en mi vida, en la alegría de un sueño, el autor de Cien años de soledad.
Ensayo publicado en TROPO 25, Nueva Época, octubre 2020.