Carlos Torres
Durante muchos, demasiados años, he escrito diversos artículos, ensayos y conferencias sobre la obra de Borges; incluso me atreví, en una de éstas, a rematarla (el término quizá sea el más preciso) con un poema sobre su figura intelectual que, si algún mérito tuviese, sería el de haber evitado parodiar la poesía de Borges.
Esta obcecada reiteración nace de dos hechos independientes entre sí: que ninguno de mis escritos sobre Borges me ha parecido suficiente para agotar el caudal de reflexiones y vivencias que su obra suscita en mí; y que lo releo constantemente y cada vez aparece por lo menos un detalle nuevo para mi comprensión, ello aunado a que otras lecturas me llevan de nuevo a Borges, ya sea porque este autor las haya tratado o referido, o porque esos otros libros confluyen de algún modo en los de Borges. (Aparte, claro está, de la inmensa y creciente literatura cuyo tema es Borges.)
Este último fenómeno también presenta una doble causa: una, que la obra de Borges es muy vasta y diversa; y la otra, muy comentada por sus críticos, que su parquedad (la corta extensión de sus poemas, cuentos, ensayos, reseñas, artículos, agudizada por una formidable economía de lenguaje, lograda ésta principalmente por la aplicación de términos precisos) es de una elocuencia prodigiosa, gracias a los poderes de la sugestión y la inferencia inducida que lo caracterizan.
En otras palabras, más sencillas pero más cordiales, esta mi familiaridad intrusiva con Borges nace de una experiencia que me fue claramente dada cierto día en que el tedio vital me invadió y busqué remedio precisamente en uno de los ya releídos libros de Borges; entonces, ante el primer renglón, una sana y solitaria carcajada brotó en mí, al mismo tiempo que la sensación de encontrarme con un amigo inteligentísimo, bondadoso y sustancialmente alegre, alegre a pesar de su famosa ironía, de su reputado escepticismo, de su acusado intelectualismo. Es decir, en síntesis, un poeta que es también un narrador, un historiador de las ideas, un ensayista, un provocador, pero siempre un poeta.
De tales relecturas, más asiduas que lo recomendable por la serenidad o la templanza, fue naciendo, aparte del mero y multiforme placer lectoril, la idea que ahora pienso desarrollar: es preferible, ante Borges y otros escritores igualmente profusos, versátiles y densos, acometer el análisis de una sola de sus obras si se desea ofrecer al posible público una imagen más precisa de su arte. Y aun así, tengo la certidumbre apriorística de que no podría yo satisfacer siquiera un mínimo de comprensión acerca de uno solo de sus escritos, no tanto por la subjetividad implícita en todo producto artístico, ni por la deliberada ambigüedad discursiva con que Borges se complace frecuentemente, dada la aportación enriquecedora que la ambigüedad provee a la literatura, asunto tratado por el propio Borges en uno de sus ensayos dantescos, precisamente en el que se aboca a desentrañar el falaz dilema de si el conde Ugolino devoró, en el momento más horripilante de su cautiverio, la carne de sus propios hijos; sino por un rasgo de genialidad que Juan García Ponce ha calificado tajantemente de “escritura perfecta”.
Ya decidida esta pretensión de analizar uno solo de los escritos de Borges, opté por alguno de sus cuentos, quizá por la equidistancia que el relato posee con respecto a la poesía y el ensayo; o sea, porque en un cuento (y siempre ciñéndonos al particular universo literario de Borges) hallamos tanto elementos poéticos como implicaciones y expresiones filosóficas, además de la anécdota y otros componentes de la prosa artística. En otras palabras, porque en un cuento de Borges hay más detalles propicios a la especulación literaria que en uno de sus poemas o uno de sus ensayos, en caso de que nos obstinemos en ceñirnos a estas clasificaciones que el propio Borges confundió, específicamente en las relativas al cuento y al ensayo, puesto que tiene cuentos que son ensayos y ensayos que son cuentos, lo cual él mismo enfatizó al incluir en la sección de ensayos de Nueva antología personal el inconfundible cuento La escritura del dios, del que hablaremos en su oportunidad…
Una vez elegido el cuento, me faltaba saber cuál de ellos me sería más fructífero para el análisis. Creo que Tlön, Uqbar, Orbis Tertius resulta el más apropiado para este menester, pero mi carencia de información filosófica, que es el marco teórico y más bien el tema esencial de este relato, me impiden acercarme a él. Así que, opté por El Aleph, tal vez porque el amor, asunto de unánime importancia y competencia, es ahí la esencia; pero también porque en este cuento célebre confluyen muchas de las constantes literarias, personales, filosóficas, religiosas y humorísticas de Borges.
UN AMOR DESAHUCIADO
En los años sesenta del siglo pasado, cuando Borges era mencionado con reverencia sólo por la élite intelectual de México, Juan García Ponce se sintió obligado a defenderlo de la imputación (que aún perdura) de que se trata de un escritor de fría inteligencia, aduciendo que la inteligencia es una de las más típicas expresiones del humanismo. Y para refutar con mayor contundencia esa superficial apreciación de Borges, García Ponce citaba en uno de sus ensayos reunidos en Cruce de caminos el momento en que el personaje “Borges” de El Aleph apostrofa a un retrato de su amada muerta como uno de los instantes más dramáticos de la literatura. Así que para ambientarnos, citaremos por enésima vez ese momento en que un Borges tan ficticio o tan real como el Dante que recorre los círculos del ultramundo en busca de Beatrice Portinari, se dirige al retrato de Beatriz Elena Viterbo:
“—Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.”
Así pues, en un primer plano que es al unísono el fondo de este relato, tenemos al propio autor como protagonista de un enamoramiento infausto; no sólo porque su amada ha muerto, sino porque ella nunca correspondió a la devoción de “Borges”, quien dos meses después de que muere Beatriz Elena visita la casa que fue de ella en ocasión del cumpleaños de la ausente, porque, medita el protagonista, “muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación”. Previamente, en la “candente mañana de febrero” cuando muere Beatriz Elena, “Borges” nota que han cambiado el anuncio de unos cigarrillos en las calles de Buenos Aires y ese hecho le duele porque es una señal de que “el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”; pero también se dice, falazmente, con esa convicción apasionada de los enamorados: “Cambiará el universo, pero yo no.”
Veamos entonces, además de las citadas, las diversas reiteraciones de este amor contrito en El Aleph:
Desde las primeras líneas, este amor está sugerido en la descripción del carácter de Beatriz, pues ella muere “después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo”. En el mismo primer párrafo, acota el narrador-protagonista: “…alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado”. También en este párrafo, describe devotamente la galería de retratos de Beatriz que adornan la sala de la que fue su casa, en lo que es lícito considerar una rapsodia:
“Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo, la mano en el mentón…”
Comprenderemos mejor esta repetición salmódica del nombre de la inaccesible si acudimos a un detalle posterior: el mencionado Carlos Argentino es primo hermano de Beatriz; es también poeta y le encarga un trámite literario a “Borges”; ante ello, el narrador se pregunta si debe hablar con determinada persona “y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz (ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema”, etc.
Como se ve, independientemente de la atrayente o compulsiva interpretación gnóstica de esa oración (“ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla”), que nos llevaría a terrenos subyugantes en los que el Verbo es capaz de insuflar vida en lo inerte, la inmediata o sencilla asunción de que se trata de uno de esos rituales místicos que alimentan el corazón de los enamorados, es más satisfactoria. Luego veremos la perversa aplicación del término “eufemismo”.
Prosiguiendo en la cita de declaraciones públicas de amor, observamos que en el segundo párrafo de El Aleph se dice que Beatriz Elena Viterbo murió en 1929 y que los años subsiguientes “Borges” no faltó a su autoimpuesta cita con el padre y el primo hermano de ella en ocasión de los cumpleaños de Beatriz, y da cuenta de esta ceremonia incluyendo el año de 1941; es decir, doce años de “vana devoción”, sin precisar si después de 1941 dejó de acudir a esa porfiada cita. El tercer párrafo inicia así: “Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada; había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis” (oximoron significa contradicción en la adjetivación; se precisa esto porque, en otra parte de su obra, Borges se ve obligado, ante lo inusual de esta palabra, a definirla).
En este mismo tercer párrafo, en el que pasa a describir a Carlos Argentino, el narrador no desaprovecha la oportunidad de volver a nombrar a su amada cuando habla de su primo hermano: “Tiene (como Beatriz) largas y afiladas manos hermosas”. Después, ya establecido el segundo plano de este cuento, que es el de la relación irónica de Borges con la literatura, un teléfono le sirve a “Borges” para mencionar a su diosa: “Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizá coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri.”
La última palabra de El Aleph es Beatriz, mencionada ya (en el supuesto año de 1943, 14 después de su muerte) no como el dolor de su ausencia, sino como su desvanecimiento en un olvido que “Borges” se resiste a admitir: “Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.”
Antes, cuando el narrador está inmerso en la descripción de lo que considero el tercer plano de este relato, el objeto denominado Aleph en el que se puede observar dentro de un espacio tan diminuto como una moneda todo el universo, sin transparencia y sin superposición y en los tamaños reales de cada uno de sus componentes, aparece, lógicamente, una Beatriz digamos que objetivada, desprovista de su aura romántica, porque esa visión totalitaria del universo necesariamente la ubica en una dimensión común o “científica” o empírica o simplemente mundana; pero aun así, al menos al principio, esa alusión a las muchas Beatriz que le presenta una visión simultánea del universo es conmovedora. Veamos:
“…vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en (el panteón de) la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo”…
Poco antes de este momento falsamente apoteósico, como para preparar al lector para esta revelación cuyo impacto más fuerte quizá sea el hecho de que Beatriz es, desde el momento de su muerte, una “reliquia atroz”, el narrador conjetura también falazmente que “Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbo, por lo demás… Beatriz (yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña, de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica”.
Paradójicamente, este comentario en apariencia desdeñoso, no es más que otra declaración de amor, expresada en términos negativos; declaración que se corrobora textualmente cuando “Borges” se corrige en un acto de ternura y dice “una mujer, una niña”, y que se constata hipotéticamente si atendemos el detalle de que esas “negligencias, distracciones, (esos) desdenes, verdaderas crueldades”, corresponderían al rechazo que Beatriz hizo de “Borges” y que éste los consideraría síntomas patológicos para conservar un reducto de dignidad personal; y con esta conjetura o inferencia entramos ya de lleno en el denominado segundo plano de El Aleph: la relación irónica de Borges con la literatura; una relación tan irónica que ni el mismo “Borges” en cuanto personaje de su propia ficción, prácticamente idéntico al Borges “real” o público, se salva, como veremos a continuación.
EL NIHILISTA
Una visión convencional del “Borges” de El Aleph (una visión digamos que positivista o práctica) nos lo presentaría como un obseso, un desahuciado que se regodea, como si fuese mexicano, en el dolor. Evidentemente, una óptica que ya se observa en los Diálogos de Platón lo dibujaría como un enfermo espiritual digno de aliento por parte de sus conciudadanos; para contrarrestar este tipo de consideraciones, que al final de cuentas prevalece y que le otorgan su condición entrañable a este cuento, Borges dibuja al “Borges” de El Aleph como un literato más de las urbes cosmopolitas: pletórico de prejuicios; apóstata, en lo más íntimo de su ser, de los dones de la literatura; rencoroso, vengativo, taimado, oportunista, arrogante.
“Borges” y Carlos Argentino Daneri se detestan; ambos son poetas y, entre las peripecias del cuento, los dos concursan para el premio municipal de poesía; en cierto momento, “Borges” acota en referencia a una plática de Carlos Argentino: “Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura.”
Que una opinión tan nihilista esté expresa dentro del propio género que condena puede parecer irremediable; y lo sería en el contexto único de este cuento (ello es: sin acudir a otros escritos de Borges que la reivindicaran) si El Aleph no contuviera su propio antídoto, y ello no sólo en su faceta romántica, sino en sus demás atributos literarios. Pero el caso provisional es que “Borges” profiere esta sentencia y con ello provocaría una seria repulsa en los incondicionales de la literatura si Borges no nos hubiese acostumbrado ya a estos juegos retóricos y si uno de sus autores preferidos, Paul Valery, no hubiese escrito previamente en sus comentarios a El cementerio marino que “la literatura no me interesa, pues, profundamente, sino en la medida en que ejercita al espíritu para ciertas transformaciones, transformaciones en las que los poderes excitantes del lenguaje desempeñan un papel capital”.
Carlos Argentino Daneri acude a “Borges” para decirle que necesita un prólogo para su vasto poema La Tierra, producto de sus asiduas visiones del Aleph; acota Daneri que para ello requiere de “el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste”, y “Borges” cree espontáneamente que Daneri está refiriéndose a él, a “Borges”; pero lo cierto es que el primo de Beatriz está pensando en otro escritor. Aquí, es necesario apuntar que, en realidad, el joven Borges se distinguió precisamente por esos dudosos atributos y que, según se desprende de esta autoironía, el Borges ya maduro que escribió El Aleph había defenestrado esta costumbre o modismo.
Cuando “Borges” cree confirmar la suposición de que Carlos Argentino es un loco, acota: “La locura de Carlos Argentino me colmó de felicidad” e inmediatamente Borges, en cuanto escritor sagaz, hace decir a su personaje “Borges”, como para justificar esta frase cruel, que “íntimamente, siempre nos habíamos detestado”.
Por lo que se refiere al término eufemismo aplicado a Carlos Argentino, podemos ya aquilatar su perversidad aludida, puesto que el manejo preciso del lenguaje que usualmente ostenta Borges nos remite a la idea de que para “Borges” el solo nombre de su íntimo enemigo es una injuria o una crudeza.
La culminación de este proceso de crueldades recíprocas se da cuando, después de haber contemplado el Aleph, “Borges” determina vengarse de Carlos Argentino haciéndole creer que, efectivamente, es un loco, puesto que “Borges” omite toda mención a ese prodigioso y mínimo círculo y en cambio le recomienda ladinamente a Daneri la tranquilidad de la campiña. ¿Venganza de qué? De que Carlos Argentino sabe del amor de “Borges” por Beatriz y sobre la base de ello lo manipula y hasta se permite la crueldad de revelarle los amoríos de Beatriz con el “plumífero de garra” que prologaría el poema de Daneri; es decir, una crueldad acendrada por el hecho de que su “rival” en amores lo es también dentro de la literatura mezquina de Buenos Aires, a la que Borges satiriza aun a costa de su propio alter ego.
De hecho, la enemistad entre “Borges” y Carlos Argentino constituye un soporte de El Aleph tan divertido como pudiera serlo una función de box y la querella entre ambos se extiende en buena parte del relato con puyas recíprocas, pero con la sutil distinción de que las de Daneri son directas y las de “Borges” son íntimas (dichas al lector), por no decir hipócritas. Así, “Borges” se complace en transcribir el lenguaje ciertamente afectado de retórica y vanagloria de Daneri, cuando no de imperfecciones (como cuando éste pronuncia inajenable por inenajenable —detalle en el que hasta mi computadora está de acuerdo con Daneri—, o cuando el mismo “Borges” opina que la actividad mental de Daneri “es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante”, malevolencia subrayada por el último de estos adjetivos, que deshace como un castillo de naipes lo que los tres previos han levantado. O cuando “Borges” se da a la tarea de estigmatizar los menesterosos ejercicios retóricos del poeta Daneri con estas palabras lapidarias, dirigidas al lector: “En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar.”
Carlos Argentino, a su vez, aparte de las crueldades referentes a Beatriz, le asesta a “Borges” puñaladas semánticas como, en alusión a Paul Fort, admirado por Daneri hasta la obsesión: “En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas”, donde inficionada es una especie de eufemismo para venenosa. O la pueril: “Algún roedor te mete miedo, ¡fácil empresa!” O la francamente sosa (y constatable): “Repantiga en el suelo ese corpachón”.
En suma, este ropaje belicoso de El Aleph está urdido para distraer al lector, en el doble sentido del verbo: para entretenerlo y para desviar su atención del foco romántico y desesperado que es ese amor no correspondido y perdurable más allá de la muerte de la idolatrada.
EL TERCER PLANO
Respecto del tercer plano de El Aleph, ese tornasolado objeto en el que se puede mirar simultáneamente el universo, también resulta ser una distracción en ambos sentidos del término: una distracción erudita y gnóstica, exactamente a como sucede con otro cuento de Borges, La muerte y la brújula, en el que, burlándose del Borges “real” o público, aficionado a especulaciones esotéricas y en el contexto de un aparente relato policíaco, el propio Borges “real” o autor del texto hace que las deducciones del típico investigador privado cuyo modelo original es el Auguste Dupin de Poe, sean equivocadas, inducidas a error precisamente por el afán del inteligentísimo detective de hallar un complot religioso en lo que es sencillamente una venganza del hampa contra ese detective sagaz y sofístico; mientras que las deducciones del inspector de policía, usualmente presentado como un ser poco menos que zafio en este género literario, son acertadas.
Sin embargo, así como en La muerte y la brújula las cuatro letras de la divinidad son un tema de añeja discusión teológica, en El Aleph ese objeto prodigioso en el que se puede observar cada uno de los detalles del universo (aunque en el contexto literal de este cuento universo equivale a globo terráqueo, sin que ello deje de implicar una especie de infinitud), es una metáfora deliberadamente burda de la pretensión humana de totalidad cognoscitiva, metáfora semejante en este caso a la del viajero que anhelara conocer cada rincón del mundo como sinónimo de conocimiento.
¿Por qué es una metáfora deliberadamente burda? El propio Borges, como si temiera no ser comprendido del todo en cuanto a la propuesta esencial de El Aleph (y que sería la exposición de un amor desolado, según creo), se encarga de aclarar, al final de este cuento, lo siguiente: “Por increíble que parezca, yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph”. Pero las razones que expone Borges para confirmar esta suposición, aunque eruditas, no hacen sino multiplicar la falsedad de los Aleph que menciona, y ello no porque Borges se enrede en sus propias sofisterías, sino más bien al contrario: para sugerir la existencia de un Aleph que no sea un mero instrumento de óptica, sino una revelación de tipo místico. Vale, pues, la pena del aprovechamiento pirático del espacio y de afrontar el peligro de ahuyentar al posible –y, si ha llegado hasta aquí, estoico– lector, que transcribamos la mayor parte del penúltimo párrafo de este cuento, que sucede a la declaración de que el de la calle Garay de Buenos Aires era un falso Aleph:
“Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres –la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, ‘redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio’ (The Faerie Queen, III, 2, 19)–, y añade estas curiosas palabras: ‘Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central… Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie, declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor…”
El escéptico irredento (una parte pesarosa de mí lo es) acudirá de inmediato a la modestia de una concha de caracol para explicar el fenómeno: un simple juego de ilusión acústica, que nos hace oír al mar dentro de la casa de uno de sus más humildes e inermes pobladores. Pero ¿quién nos asegura que no es el mar lo que oímos en esa concavidad? O llevando el escepticismo hasta sus modernos u orientales límites, nos preguntaremos: ¿Qué es el sonido del mar sino otra ilusión de los sentidos?
No obstante ello, instalándonos de nuevo en la especulación más o menos seria (o fidedigna), acudamos a esta oración de Marguerite Yourcenar impresa en su libro de prosa lírica Fuegos y aplicada al Sócrates moribundo para intentar una conclusión digna: “Mas ya las palabras no se escapaban, sino con pesar, de aquella boca serena: sin duda, el sabio comprendía que la única razón de ser de sus paseos por el Discurso, que él había recorrido incansablemente durante toda su vida, era conducir hasta el borde del silencio donde late el corazón de los dioses.”
La vieja aspiración humana de conocer la totalidad del universo, lo que equivale en términos místicos a conocer el absoluto, no puede ser una experiencia meramente panóptica, porque faltaría ahí el factor intelectual. Borges, que bien sabía de esta diferencia, resuelve en otro cuento, menos laberíntico que El Aleph, pero más apegado a la tradición espiritual (menos irónico), esta cuestión de perspectiva. Así, en su relato La escritura del dios, en el que por confesión propia atribuye a un sacerdote azteca de la Conquista lenguaje de cabalistas, nos ofrece esta descripción del auténtico Aleph, inspirada quizá en el pasaje más apoteósico de Siddharta de Hesse:
“Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad”…
La principal diferencia entre el Aleph de El Aleph y el de La escritura del dios es que el primero se encuentra en el exterior del individuo y que su hallazgo corresponde al azar, en el marco de un paisaje citadino pleno de estruendo y de furia (egoísta), mientras que el segundo es el producto de una búsqueda exhaustiva por parte de un individuo solitario y adiestrado en ejercicios espirituales, y este Aleph se halla en un espacio de totalidad que, por lo tanto, no muestra fronteras entre lo interior ni lo exterior, así como tampoco pertenece al tiempo, sino a la simultaneidad de lo que llamamos pasado, presente futuro.
No obstante, volvemos a la conjetura inicial: el Aleph de El Aleph es falso porque la substancia de este cuento es el amor platónico, entendido en su sentido original: el amante está más enamorado de la idea o arquetipo del amor que de la agraciada mujer que lo inspira. La dedicatoria de El Aleph, dispuesta al final de la narración y que parece más un verso de enamorado que un nombre propio, confirma esta hipótesis: A Estela Canto. Esta chica inalcanzable, según se sabe, ha declarado que no se interesó sentimentalmente por Borges porque éste anunciaba, ya avanzada la noche, que debía volver a casa porque mamá estaba sola. Según creo recordar, por referencias periodísticas, Estela Canto escribió un libro referente a su noviazgo con Borges en el que acusa al poeta de desidia por lo que respecta al cuidado de sus ojos, asunto al parecer falso porque también se sabe que Borges se sometió a numerosas operaciones de cirugía ocular. Pero, en fin, estas conjeturas, de difícil corroboración por mi parte porque pertenecen plenamente al submundo del chisme y por lo tanto su aclaración no modificaría ni la calidad de El Aleph ni la estimación intelectual hacia su autor, las dejamos en la responsabilidad de personas más inquisitivas. Hago alusión a ellas porque indican la existencia de una fuente que, como la del Nilo, no sospechó en su origen que era el desencadenamiento de un caudal masivamente nutricio y conspicuo, digamos que mitológico.
POSTDATA
Las líneas anteriores fueron escritas en una sola jornada de sol y un poco de luna durante el 24 de diciembre de 2002; éstas, dos días después, el 26. En este corto lapso, debido a ese proceso automático de la mente que corrige de memoria, advertí que me faltaban por lo menos tres precisiones: a) esa retahíla de adjetivos adversos al “Borges” de El Aleph no está justificada en su totalidad por el desglose subsecuente, pero he decidido dejarla tal cual como una muestra del humor cerril con que algunos montaraces solemos complacernos, aprovechando que los epítetos peyorativos que proferimos están dirigidos a un amigo que tolera y aun ejerce estas invertidas efusiones de cariño; b) al reiterar sin mayor comentario la presencia de “Borges” en El Aleph he omitido, por la urgencia de agregar mis propias obsesiones intelectuales, aludir a los muchos modos y momentos en que aparece “el otro Borges” en la literatura e incluso en las entrevistas de Borges, pero en esta postdata sólo doy cuenta de esta omisión, porque remediarla implicaría un texto mucho más excesivo que éste; c) he olvidado también el desarrollo del apunte de que “Borges” y Carlos Argentino compiten por el premio municipal de poesía, detalle que tiene sus bemoles y que viene a iluminar suficientemente el segundo plano de El Aleph: la relación irónica de Borges con la literatura, que si no es una constante sí es una costumbre posada incluso en algunos de sus poemas.
Pero tendremos que dejar el desarrollo de c) para el último lugar, ya que lo escrito el día 24 se cierra con una hipócrita declaración de rechazo al chisme, pues hoy, día 26, no pude resistir la tentación de indagar sobre el tema Estela Canto en internet, donde navegué con el pretexto de buscar la fecha de publicación de El Aleph, que en cuanto libro se editó en 1949. No encontré el sitio “Estela Canto” que hablara de su libro sobre Borges, pero hallé en compensación una nota sobre la película Estela Canto, un amor de Borges, de 92 minutos de duración, filmada en 1999 en Argentina, dirigida por Javier Torre, que protagonizan Jean Pierre Noher e Inés Sastre como Borges y Estela. He aquí la sinopsis cibernética del film, cuyo autor (el de la sinopsis) no se hace responsable de la veracidad de la anécdota, aunque lo cierto es que Borges nació en 1899, minucia que se magnificará en esta cita:
“Estela Canto y Jorge Luis Borges se conocieron en 1944. Estela era una mujer culta, inteligente, bella e inquietante. Trabajaba como locutora de radio, traducía textos de inglés y quería ser escritora. Borges era un hombre tímido, apegado a su madre, conservador, empleado en una modesta biblioteca pública. Todavía era un desconocido para el gran público. Comenzaron una relación muy especial. Una joven liberada, precursora del feminismo, y un hombre tímido que pedía permiso a su madre para salir, para invitar a Estela a bellas elucubraciones intelectuales, en caminatas nocturnas por San Telmo o el Parque Lezama. Se sucedieron episodios amorosos, dudas, consultas a amigos, intrigas, dolor. Alternaron con artistas y escritores de la época. Y se enamoraron. O al menos Borges se enamoró, mientras su madre y su hermana se oponían. La relación duró cinco años, hasta que Estela abandonó a Borges que quedó sumido en el dolor y logró recomponerse después de mucho tiempo, dedicándose solitariamente a escribir y dictar conferencias.”
Desde una actitud elementalmente psicológica, podríamos agregar que El Aleph es al unísono una despedida, una oda, una crítica mundana (desde la óptica proporcionada por el objeto Aleph) y un asesinato de Borges, el autor, hacia Estela Canto. Desde una perspectiva romántica, pudo haber sido el último intento desesperado, apostando a una sola carta, el primer plano de El Aleph, para conquistar el amor de Estela.
Hablando precisamente de cartas, veamos que “Borges” y Carlos Argentino compiten por el premio municipal de poesía, cuyo segundo lugar gana el primo de Beatriz y “Borges” no recibe siquiera mención honorífica, ante lo cual el propio “Borges” comenta, evidentemente rencoroso, pero también soberbio: “¡Una vez más triunfaron la incomprensión y la envidia!” El poemario con que “Borges” concursa se titula Los naipes del tahúr, libro que en realidad fue escrito por Borges y luego repudiado junto con El tamaño de mi esperanza, éste de ensayos en los que conviven el uso demagógico del argot bonaerense (lunfardo) y el culteranismo meramente ostentoso; libro reeditado póstumamente por María Kodama, en pleno uso de sus facultades de viuda legítima para desnudar a Borges y de la cual el sector morboso de los lectores de Borges (incluido, obviamente, el autor de estas líneas) espera la reedición de Los naipes del tahúr (¿qué daño podría hacerle ya a su autor, quien durante los últimos años de su vida escribió y editó una serie de haikai insípidos?).
En la intrincada mecánica especular de El Aleph, este poemario doblemente repudiado por Borges (en la realidad de su vida y en la “realidad” pública del tácito jurado de su cuento, que difiere del “Borges” ficticio pero concuerda con el Borges “real”) cumple un papel revelador: los naipes del tahúr son precisamente las argucias literarias, filosóficas y gnósticas con que Borges pretende, deliberadamente falaz, encubrir con ornamentos encantadores y abigarrados (los planos dos y tres, especialmente las querellas entre “Borges” y Daneri) el estrujante centro de su relato: un intensísimo amor no correspondido.
En cuanto a Estela Canto, dadas sus circunstancias, sólo nos atrevemos a repetir las trémulas palabras del príncipe Muichkine de Dostoievski cuando lo interrogaron sobre la belleza femenina: “Es un misterio terrible.”
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Imagen tomada de Un libro por la luna (unlibroporlaluna.wordpress.com)
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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 31, PRIMERA ÉPOCA, 2003.