Miguel Ángel Meza
Los hombres con conciencia de género se encuentran en un momento crucial de su recién estrenada masculinidad. Este momento es muy similar —al menos en un aspecto— a un cercano período de la historia del feminismo tradicional, cuando éste entró en crisis. Estos hombres han asumido paulatinamente las tesis del feminismo y han entrado en una fase de reflexión autocrítica en torno a su socialización machista, pero no han logrado aún incorporar estas tesis a sus pautas cotidianas de conducta.
No sólo eso: salvo algunas agrupaciones de hombres organizados que buscan ejercer su masculinidad y reeducar la subjetividad machista de sus congéneres, la gran mayoría de hombres con conciencia de género descarta —ni siquiera se la plantea— la posibilidad de participar en una militancia proselitista que promueva la masculinidad entre otros hombres de su grupo. Menos entre hombres de otros estratos sociales.
Las feministas —que acaban de vivir una etapa similar y que necesitaron exacerbar su crisis para superarla— comprenden perfectamente este fenómeno de autoconciencia esencialista, pasiva y secretamente culposa. Atrapado durante décadas en una ideología mujerista que expresaba vehementemente la defensa de valores de identidad, el feminismo se había aislado de los cambios políticos y se había convertido en un movimiento elitista de clase media, con efectos prácticos limitados a sectores de intelectuales, con poca repercusión en la realidad y desligado de otros movimientos sociales reivindicatorios.
Cuando el movimiento feminista abandona el pensamiento esencialista —basado sólo en la identidad de las mujeres— y transita de una ideología mujerista —basada en la diferencia sexual— hacia un activismo político que incorpora la diversidad y la aceptación de los derechos de otros grupos sociales, se empieza a percibir un posicionamiento real —un empoderamiento— en la conducción no sólo de los cambios políticos, sino incluso en las transformaciones de las subjetividades existentes y la cultura masculina introyectada, con el objetivo de evidenciar al pacto patriarcal.
Al igual que la conciencia de género de las mujeres, la conciencia de género entre los hombres surge entre individuos progresistas. Pero al igual que el feminismo de aquellas épocas pasadas, la masculinidad se va articulando como un ejercicio de clase media ilustrada que corre el riesgo de quedarse no sólo como una toma de conciencia crítica (aunque el “sólo” ya es un “mucho”) sino de estancarse en una pasividad autocomplaciente y no extenderse de manera activa a sectores populares no feministas, desinformados y tremendamente refractarios a los cambios.
Este es pues el desafío del nuevo hombre feminista: hacer efectivas las tesis del feminismo en su vida privada, en su ámbito laboral y en su relación de pareja; y en lo político, al igual que las mujeres, trabajar en pos de una nueva sociedad civil que respete la diversidad y defienda hasta sus últimas consecuencias los derechos humanos de todas y todos.