Héctor Alvarado
Qué extraña es la naturaleza humana que respeta y recuerda, con idéntica vehemencia, tanto a sus mejores adalides como a sus peores bichos.
El Marqués de Sade dejó encargado que por favorcito cualquier vestigio de su existencia fuera borrado de la memoria de los hombres, pero al cabo, eso que se ha dado en llamar posteridad no sólo evitó que se borrara, sino que le salió con su dosis de ironía convirtiéndolo en un mito.
Yo no sé qué piensen ustedes, pero a mí me parece que si alguien en vida expresa su deseo de no trascender deberíamos respetarlo un poco. Tal vez le estaba yendo de los mil demonios con sus relaciones interpersonales, tal vez a última hora advirtió —o reconoció— que su trabajo artístico o intelectual era mediocre, acaso estaba pasando por una baja de la ola maniacodepresiva, o bien la falsa modestia lo embargaba y en realidad por fuera decía una cosa, pero muy adentro se moría de ganas de entregarle al mundo su genio inmarcesible.
En fin, que luego de casi doscientos veinte años seguimos violando la voluntad de este hombre que tuvo falsa fama de depravado y cuyas calidades literarias soportarían muy poco lo que hoy se llama la tensión narrativa, la economía en la descripción, el racionamiento de los adjetivos y en general lo que se conoce como un estilo. Quien haya completado el viaje por la obra de Sade (yo sólo he navegado tres de sus libros) puede encontrar pasajes ilegibles o confusos, contradicciones de ideas acerca de Dios, la naturaleza, la moral y la ética, y sobre todo una obsesiva repetición de episodios en los que los vicios llegan a cansar.
FUERA CULPA, FUERA REMORDIMIENTOS, FUERA ROPA
Leído a la luz de las ignominias y excesos de hoy, muchas páginas del Marqués serían pasadas adelante sin remordimiento. Una vez que se leen tres, cuatro suplicios de la culpígena Justine ya se conocen todos; tan pronto Juliete nos enseña a disfrutar la incontinencia sexual, el próximo exceso es previsible y deja cierto sabor de repetición y hartazgo.
Claro, no se trata de reducir los rangos que Sade se ganó a toda ley al despertar las atenciones de Nietzsche, Freud y Breton en sus respectivos campos, pero tampoco podemos cegarnos al hecho de que el Marqués fue tachado, juzgado y condenado como criminal por actos que no cometió sino en su imaginación. ¿Qué lo hace tan cercano entonces?
Creo que la razón es que Sade se esfuerza por explicar sus perversiones y dotarlas de un imperativo moral que era el suyo propio. Si se hubiera limitado a ese objetivo, si las travesuras y las obscenidades imaginadas por el Marqués se hubieran quedado en la esfera de lo casero (como las de tantos otros notables de la época) tal vez Donatien Alphonse hubiera sido un libertino más en la lista gris de los libertinos sin nombre.
Pero le entró a la catafixia y perdió. Salió del clóset, trató de emparejar sus placeres individuales con su existencia social, y es bien sabido que, entre estos dos niveles, ayer, hoy, y tal vez siempre, la conciliación es imposible.
El racionalismo del Marqués es tan contradictorio como interesante. Analizaba sus motivos para ser un depravado como quien se viera al microscopio o se inyectara el germen desconocido para ver qué se sentía. De no ser porque lo persiguió el escándalo y el ruido de sus orgías palaciegas, bien pudo haber sido un filósofo de cierta monta, pero de no haber reto, maledicencia y excesos en su horizonte, quizá no hubiera nacido el escritor Sade que dejó un retrato perfecto de las anomalías sociales y psicológicas de un tiempo que parece rebasado, pero todavía mantiene con el nuestro, vínculos de hierro.
Sade, pues, inventó más de lo que vivió y tal cosa le dio fama y deshonra sempiterna. Lo que vivió (las persecuciones, las condenas a muerte por contumacia, las fugas, los cambios de idea y facción políticas, el encono de su suegra que como Medea sedienta de venganza no lo dejó vivir en paz) casi no aparece ni como ficción ni como documento personal en la obra del Marqués.
Tuvo en mente los estereotipos necesarios: la gemebunda y meliflua Justine, una Juliete que decide asumir el placer con plenitud, Durand y su clítoris gigantesco que podía usar como falo, ese Latour obediente y perverso: los licenciosos amos y los esclavos que acceden a todo imperativo, figuras de un ensueño fantasioso que el Marqués escribe como para él mismo sin reparar en los lectores, o si acaso asumiendo a sus lectores con pocas luces para detectar que sus escenas literarias son cuadros inmóviles y repetitivos carentes de definición espacio-temporal que denotan su falta de realismo y, por consiguiente, la ignorancia que el autor tenía de estos temas en su vida cotidiana. Nunca quiso lastimar las reglas de la época. Comenzó jugando al licencioso y su juego, al ser descubierto, lo llevó a un castigo cada vez más insoportable. Al sacar a la calle sus preferencias, Sade se pone de pechito para que lo apedreen: No son las opiniones ni los vicios de los particulares los que perjudican al Estado: son las costumbres del hombre público, escribe.
Simone de Beauvoir dice más o menos que la sexualidad de Sade no es un hecho biológico, sino un hecho social, y seguramente por eso falla como escritor. El libertino no logra trascender su pequeño, secreto mundo, aunque por dos siglos las buenas conciencias y una crítica literaria indolente le hayan prestado honores a sus transgresiones.
Hay que abonarle, sí, su certeza de que despojarnos del remordimiento nos hace encontrar el placer y la plenitud. Pero también es cierto que los personajes de Sade no conocen la saciedad y eso les quita originalidad a sus libros, los hacen salir del mundo que podría haberse construido si sus páginas hubieran sido más atinadas y creíbles.
Es posible que muchas obras del Marqués no hayan llegado a ver la luz, e incluso que hayan sido destruidas como sucedió con algunos diarios o manuscritos que vieron pronto el fuego, y con ello tal vez se haya perdido alguna que llevara su calidad de escritor a otras alturas, pero es igualmente conjetural que nos hubiera recetado más pan con lo mismo.
Piedra angular de su dialéctica literaria amo/esclavo, el verdugo disfrazado de amante seduce porque Sade lo define y lo refina hasta la perfección, aunque luego, como suele hacerlo, llega a repetirse. Cuando el Marqués dota a sus personajes de virtud y sumisión, los hace renunciar a la libertad y los hunde en el anonimato y la abyección. Las formas del mal (la sodomía, el incesto, la coprofagia, la profanación y el sacrilegio) sirven fundamentalmente para esclavizar y devaluar a la persona antes de despojarlo de su carga humana volviéndolo una cosa.
Sé que mi lectura no coincide con la de muchos. Qué bueno, digo yo. Qué raro, dirán algunos. Qué malo, pueden decir muchos enamorados del Divino Marqués.
Sea como sea, Donatien Alphonse Francois pudo haber sido un pacífico libertino a quien el mundo se le vendría de todos modos encima con la llegada del remolino revolucionario que levantó a los franceses de finales del XVIII, y el Marqués de Sade, a cambio de libros depravados, tal vez hubiera escrito algo como las Memorias Galantes de un Noble Caído en Desgracia , o engordado en el exilio, o su cabeza rodado junto con las de otros cientos, o sin perjudicar a nadie, viejo, batido en su propia suciedad, se hubiera muerto sin ruido, en su cama, de un paroxismo pulmonar que nos hubiera privado de sus excesos y sus memorables orgías de sexo y de palabras.
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ENSAYO PUBLICADO EN TROPO 28, PRIMERA ÉPOCA, 2003.