Secretos del abuelo, de Jorge Cocom Pech. Una traviesa interrogación

Agustín Labrada Aguilera

La literatura testimonial quintanarroense tiene su raíz en el periodismo: crónicas y entrevistas de semblanza que, debido a su poder confesional superan el enfoque académico de muchos libros de historia que muestran, desde recodos más íntimos y humanos, la vida pasada, el tiempo vivido y sus diferentes protagonistas.

Cuando el testimonio asume componentes literarios, la narración se estiliza, sin ser novela, en esa fusión creada en los años sesenta por el estadounidense Truman Capote con A sangre fría y el cubano Miguel Barnet con Biografía de un cimarrón, seguidos por la mexicana Elena Poniatowska y su célebre Hasta no verte, Jesús mío.

Con Secretos del abuelo, Jorge Cocom Pech entra al reino del testimonio, pero no desde la perspectiva periodística, sino desde el recuerdo, y en esa recreación de su infancia —en contacto con un abuelo que sueña y reflexiona, e inicia a su nieto en la sabiduría ancestral maya— hay rasgos didácticos, poéticos y narrativos.

Cocom relata en su libro segmentos de su niñez —sin el orden cronológico autobiográfico— en un pueblo pequeño de la península yucateca, donde es vital la cultura indígena y su cosmovisión ligada a la naturaleza y los dones del monte, así como a ciertas ceremonias familiares y el sincretismo religioso maya-católico.

Este libro es fundamentalmente un testimonio porque en él se describen pasajes de la realidad vivida, aunque esa realidad esté matizada en ocasiones por un velo de realismo mágico, sobre todo en el capítulo dedicado al sueño, y —la mayoría de las veces— por lo real maravilloso americano, que enunciara el novelista Alejo Carpentier.

Jorge no mantiene siempre las diferencias de discursos: poético el del abuelo, coloquial el del narrador, pues se impone el primero creando cierta homogeneidad discursiva. Al acudir a la memoria, también se fabula, pero esa fabulación sigue siendo testimonial en tanto se detallan fechas, sitios y acciones en apariencia reales.

“Durante la década de los sesenta, después de que cumplí trece años, el padre de mi madre, don Gregorio Pech, comenzó a prepararme para que me iniciara en el conocimiento de las ceremonias y los rituales que desde hacía tiempo se practicaban entre los descendientes del pueblo maya”, escribe con realismo costumbrista el autor.

El personaje central es el abuelo de Jorge, quien encuentra un orden filosófico para entender el mundo y a los hombres mediante los pájaros, los árboles, las frutas, las flores, las estrellas…, y enseña todo ese misticismo —que se sostiene en valores éticos y una larga experiencia— a un Jorge niño, que se deslumbra ante al misterio.

En este sentido, tiene contacto con las narraciones didácticas o libros de consejos medievales, como El conde Lucanor, de don Juan Manuel, donde cada relato es un pretexto para que el ayo Patronio aconseje al joven conde —con fines moralistas— sobre comportamientos y actitudes con los cuales vencer obstáculos que despliega la vida.

“Sé un guerrero incansable con tus sueños y busca dentro de ti el objeto de tus conquistas. Realizando tus sueños, no serás esclavo de nadie ni pretenderás someter a otros, porque habrás probado los caminos de tu verdadera liberación. Recuerda siempre que, en el universo, los sueños se convierten en realidad”, dice el abuelo.

La lengua maya es una lengua poética, cargada de metáforas y alegorías, y en ese lenguaje se expresa todo el tiempo el protagonista Gregorio Pech. Pero visto sin tal referencia, pueden hallarse en su expresión semejanzas con la retórica del poeta hindú Rabindranath Tagore, contenida sobre todo en su poemario Ofrenda lírica.

Quizá no sea el objetivo de Cocom transformar en versos palabras pronunciadas por su abuelo, pues no se trata de una poesía concebida como arte, sino de un discurso natural, lleno de frescura y —a la vez— solemne y antiguo, que parte —como la obra tagoriana— desde la sacralización de la naturaleza en armonía con un pensamiento místico.

“Las nubes son ramas de árboles frondosos cargadas de aguas que gustan pasearse por los caminos del cielo. Blancas, grises o de colores, vuelan sobre el azul infinito en busca del viento para jugar con el sol a las escondidas. ¡Ah, si supieras cómo se divierten al cubrirle la cara amarilla al sol que las contempla!”

El narrador-personaje relata en primera persona, y justo cuando evade los diálogos y se concentra en anécdotas y sucesos infantiles alcanza sus instantes más narrativos con una estilización propia de la novela y el cuento. Esto enriquece estéticamente al testimonio, que deja de ser recopilación de hechos para volverse literatura.

Hay ternura en esos fragmentos, donde se ennoblecen cotidianeidades de los campesinos que encuentran en pequeñas alegrías —como la visita de un tío que trabaja en la ciudad— un remanso para la magia. Ello está narrado con inocencia de niño, como El vino del estío, de Ray Bradbury, pero desde la mirada del adulto que añora.

“Cuando estábamos más entretenidos midiendo qué tanto había recorrido la punta de la kimbomba, por el camino donde habían llegado las carretas, vimos venir a Manuel Millán, amigo y compañero de escuela, quien —diestro en atrapar aves canoras y de bellos plumajes— traía dos jaulas con pajarillos saltando en su interior”.

¿Cuáles son las limitaciones de Cocom? No establecer correctamente los colores del lenguaje entre los personajes que conforman el núcleo histórico; mitificar en exceso el entorno narrado, en el que predominan ambientes paradisíacos sin sombras dramáticas; volver artificiosa y saturada de imágenes la descripción del sueño.

¿Cuáles son los aportes? El rescate de un mundo extraordinario que se pierde bajo la cascada de la globalización y el embrutecimiento que generan los programas televisivos comerciales, apostar por la belleza en un tiempo donde se acendran el mercado vil y la frivolidad, pulir la palabra hasta volverla espejo con luz e imagen.

De este modo, Cocom incursiona en una manifestación que tiene sus primeros antecedentes en biografías de la antigüedad greco-romana como el libro de Plutarco Vidas paralelas, las “historias del alma” que generó el cristianismo en Europa y la mezcla de historicismo con exaltaciones subjetivas propia del periodo romántico.

En el Caribe quintanarroense, el testimonio ha figurado con diversos ropajes y niveles de calidad, desde las crónicas de Román Beteta y Moisés Sáenz, y los relatos costumbristas de Omar Rey, hasta las historias de vida recopiladas por Lilí Conde y estudiantes de la Universidad de Quintana Roo, más los diálogos de Cecilia Lavalle.

Secretos del abuelo se diferencia estilística y verbalmente de esos trabajos, y aunque comparta con ellos escenarios peninsulares y la marginalidad de los protagonistas, los rebasa en intensidades poéticas. Es un libro que no cierra, como tampoco acaba con los días la curiosidad de Jorge, a quien su abuelo bautiza como una traviesa interrogación que viaja.

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PUBLICADO EN TROPO 26, PRIMERA ÉPOCA, 2002.

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