Eduardo Suárez
Es posible inventar una historia. Una narración que, siendo ficción, se parezca tanto a la verdad que nos deje con ganas de vivir sumergidos en la tinta más que entre el aire y la luz. Un autor de semejante relato es necesario inventarlo. Imaginemos, entonces, a Paul Auster. Imaginemos que nos cuenta historias verdaderas, de su vida, de la vida real.
Para ello es imprescindible crear primero a un lector. Se necesita uno para el que la lectura sea una necesidad cuya satisfacción requiere atención inmediata, como le sucede al heroinómano perdido, que se inyecta porque sabe que no tiene otra alternativa, que no hacerlo sería, simplemente, mucho peor. Este tipo de lector sabe que los libros no le solucionan nada, ni le dan plenitud, ni felicidad, ni esconden la llave de nada. Un tipo de lector opuesto al que estudia con ahínco un libro de Og Mandino (para ser mejor vendedor) o un tomo de álgebra matricial (para erigir un mejor puente) o las obras completas de Octavio Paz (para ser mejor poeta). En fin, un lector que lee porque no hacerlo sería, simplemente, mucho peor.
Un ser así no quedaría contento con la lectura de El Cuaderno Rojo, de Paul Auster. Tendría que releer y preguntarse qué carajos se quiere que uno piense con todo esto. Al terminar no sabría si es un librillo de curiosidades o de confesiones, si tomarlo en serio o en broma, en una broma muy en serio. Pero, si es un leyente sagaz, tendría necesariamente un sentimiento de incomodidad, de algo que no termina de cuajar, que se queda en el aire como un levitante olvidado por su público.
Nuestro autor, un neoyorquino nacido en 1947 —que por supuesto no existe en realidad sino sólo en las tapas de ciertos librillos de la editorial Anagrama— habría encontrado (¿inventado, quizá?) un sistema del mundo impulsado por el azar. Los personajes creados por nuestro escritor imaginado tendrían siempre existencias frágiles e impredecibles, como las trayectorias de las hojas cuando deciden expulsar a sus árboles, movidas por esa fuerza vaporosa pero tremendamente enérgica, ese viento intangible pero definitivo que es la fortuna, la suerte, la casualidad.
Para Auster, la vida de sus personajes (¿la vida misma, su propia vida, tal vez?) sería necesariamente un misterio abisal. Esta postura, curiosamente, no lo llevaría al nihilismo desesperanzado, sino a una sincera empatía con esas hojitas que se empeñan en vivir intensamente su caótica caída. Al reconocer la debilidad básica de cualquier persona —real o imaginaria, que es lo mismo, según hemos visto—, al percibir lo inerme de su situación ante los embates del destino, Auster optaría por una perspectiva moral y por una técnica: la compasión y la fluidez narrativa. Ante todo, este hombre querría contar una historia y ésta sería digna de ser leída sólo si estuviésemos dispuestos a ponernos, aunque sea momentáneamente, en zapatos ajenos.
Si lo anterior es cierto, nuestro lector no podría evitar colocarse en el lugar del personaje de Auster (sobre todo teniendo en cuenta que ninguno de los tres existe, lo cual facilita la operación) para vivir así en carne propia la imposibilidad que da el azar de la más mínima predicción. Esto, destino ya manifiesto, es lo que le ocasionará la terrible enfermedad, progresiva y mortal, esa hambre de líneas y de párrafos, con sus síntomas de abstinencia y subsecuente desarrollo de tolerancia: necesitará saber más, pero no podrá. Esta obsesión (del autor, del personaje y del lector) no será curada ni siquiera por la cabal comprensión del planteamiento inicial, del Axioma Austeriano Básico: de la vida no se puede saber nada por adelantado. Ocurrirá exactamente, al contrario —igual que con los alcaloides—: saber la verdad sólo empeorará la adicción.
Las anécdotas de nuestro imaginario Auster (éstas sí reales, como todo lo que aparece en el libro, según reza una nota del inexistente escritor) forman un insólito florilegio. Por ejemplo —mientras era un muchacho que acampaba en algún bosque norteamericano— el novelista, ensayista y poeta estuvo a punto de perecer achicharrado por un rayo: un joven frente a él, que esperaba su turno para pasar bajo la cerca de alambre, le ganó el número premiado de esa electrizante y mortal rifa. El neoyorquino se salvó por un pelo y lleva toda su vida preguntándose por qué. En otra ocasión —en una finca francesa que cuidaba para ganarse unos centavos mientras se dedicaba a la suplantación autoral profesional y legalizada, o sea a la traducción— se queda sin un franco en la bolsa, por una serie de casualidades, y se le quema en el horno el último manjar: una tarta de cebollas (que era lo único que había en la alacena: hojaldre y un manojo de bulbos), todo como una broma, de pésimo gusto por supuesto, del destino. Sin embargo, éste, que es un payaso irremediable, le regala al suplantador de otros escritores una visita de último minuto que lo salva del hambre, de la depresión y, posiblemente, de sufrir las mortíferas consecuencias de hacerse uno mismo un orificio en el cráneo con un plomo caliente como bálsamo de los peores males. El visitante se apellidaba, dulce y providencialmente, Sugar.
Uno no puede saberlo, pero tiene todo el derecho de la invención, y así se puede creer que estos hechos de la ficticia vida real de Auster serían los motores de su novelística. De cualquier manera, estas y las demás coincidencias atrapadas en El Cuaderno Rojo, que también han ocurrido a otros fantasmas de la vida real, harían del neoyorquino un exótico coleccionista de chiripas y serendipias. Sería una especie de entomólogo que intentaría un pequeño sacrilegio: observar lo que por definición es imposible: los hilos invisibles que mueven las alas y las antenas, las patas y las mandíbulas, los ojos y los élitros de los seres que lo obsesionan. Y es una apostasía —un tanto tímida, ciertamente— porque estas hebras no pueden ser sino Dios, algún dios, el Demiurgo, el Diablo, algún diablo, o cualquiera de las palabras sin sentido con las que pretendemos dar sonoridad, y por tanto realidad, a la insoportable angustia que produce la incertidumbre y la inimaginable complejidad, ya no digamos del mundo, lo que sería excesivo y pretencioso, sino de nuestro mundo, el que hemos creado y del que somos producto y víctimas.
En El Cuaderno Rojo que —con una comicidad involuntaria— en la edición española es amarillo, Auster iría colocando sus bichos, insertándolos con palabras en lugar de alfileres. Imaginemos. Con las alas desplegadas, como si todavía estuviera a pleno vuelo, está el caso de la mujer que descubre que su marido es también su medio hermano, con una guerra mundial de por medio. Duro como un coleóptero, se nos presenta al soldado que salva múltiples veces la vida, de una forma imposible de creer, aún en la ficción, si es que ésta difiere alguna vez de la realidad. Auster también nos cuenta cómo —con un mimetismo desconcertante, que es la característica esencial de toda imitación que se respete— alguien está haciéndose pasar por él, sin llegar jamás a atrapar al farsante, que escribe cartas apócrifas firmadas con el nombre del autor, quien confiesa ser él mismo otro tipo de simulador, aquel que se dedica a la traducción.
Aunque el naturalista que hemos creado tiene limitaciones metodológicas —ya que tal parece que el único instrumento que le dimos para sus observaciones es una lente monocular de relojero, en lugar de haberle sugerido primero recurrir al simple procedimiento de mantener ambos ojos abiertos, para obtener el beneficio de la visión estereoscópica— su catálogo es extrañamente bello, como aquellos bestiarios que se estilaban en las ferias pueblerinas, en los que, de no tenerla en frente, jamás hubiéramos creído en la existencia de la ternera de las dos cabezas.
A nuestro lector figurado estas suertes, como prestidigitaciones, y estos azares lo han dejado inquieto y se da perfectamente cuenta de la infranqueable sutilidad del juego. Intrigado, se pregunta: ¿qué clase de bicho soy?, ¿quién se encarga de la museografía? y, finalmente, ¿no seré como aquellos parásitos de los dinosaurios, que nunca supieron qué les pasó?
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PUBLICADO EN TROPO 26, PRIMERA ÉPOCA, 2002.