“Voces de ciudad joven”, la primera antología cancunense

Miguel Ángel Meza

El primer intento por registrar el trabajo literario de los escritores cancunenses fue la antología Voces de ciudad joven, aparecida en 1995 con motivo de la celebración de los 25 años de la fundación de Cancún. El libro —con un tiraje de tres mil ejemplares— fue financiado por la Lotería Nacional y publicado por la Asociación de Escritores de Quintana Roo. La compilación y edición estuvo a cargo de Carlos Hurtado.

El criterio de selección de esta antología fue consignatario y el ánimo, celebratorio: más que aplicar un rigor selectivo, se trataba, en síntesis, de mostrar la realidad literaria de ese momento en Cancún (al reunir a 21 escritores), antes de seleccionar estrictamente los mejores trabajos. Quizá, por ello, el valor literario de muchos textos muestra demasiados altibajos. Se mezcló a escritores que ejercitaban la pluma desde hacía muchos años, con aquellos otros, noveles, que comenzaban a frecuentar el oficio e incluso con algunos francamente inexpertos. Sin embargo, salvo por la inclusión de las muestras de Alberto Chávez Beck, Rubén Conde, Víctor Galván, Haidé Serrano y Mariel Turrent— que debieron haber esperado y no publicarse aún— este volumen está suficientemente equilibrado en cuanto a calidad de contenido y es una muestra clara del nivel literario que ofrecían los escritores hace siete años.

Muchos de los autores incluidos en este pionero libro dejaron de escribir totalmente (Rosamaría Elzaurdía, Rubén Conde y Alberto Chávez Beck) o continuaron de manera lenta y esporádica (tal el caso de Alejandro Folgarolas, principalmente músico y compositor que también ha incursionado en la plástica). Otros hicieron una pausa que, en algunos casos, ya se prolonga varios años (Laura Hurtado y Leticia Martínez —quien tiene su poemario impreso en espera de portada—); y otros cambiaron de residencia (Maribel Urbina y Haidé Serrano). Algunos continuaron una evolución irregular (Víctor Galván, Ismael Gómez Dantés), a veces destacable (Mariel Turrent y Daniel Cabrera Padilla, que escribió un libro en 2001 con una beca del Fenca), consistente y madura (Leopoldo Creoglio y Juan José Morales) e incluso brillante (Leonardo Kosta, Alicia Ferreira, Carlos Torres y Carlos Hurtado), aunque en géneros distintos a los aquí mostrados.

El libro, dividido en Voces narrativas y Voces poéticas, ya mostraba la que ha sido la tendencia creativa dominante en esta joven ciudad: hay más escritores que cultivan la poesía (aún con desigual fortuna) y pocos dedicados a otros géneros, aunque el cuento ha ido ganando más terreno últimamente al agregarse voces recientes (con propuestas aún poco innovadoras) que se han integrado a la actividad cultural y prefieren la narración corta (Michele Moreno, Karinna Maich, Olinka Ávila y quienes trabajan actualmente en el taller Surgir de Alicia Ferreira y en el Taller de la Casa del Escritor).

VOCES NARRATIVAS

Entre las ocho voces narrativas seleccionadas en esta primera muestra cancunense, tres dejaron de tener presencia y es casi seguro que hayan abandonado la escritura (Alberto Chávez Beck, Rubén Conde y Rosamaría Elzaurdía); uno (Juan José Morales) dejó de escribir ficción y ahora publica sólo textos de divulgación ambiental; otro (Leonardo Kosta) se entregó de lleno a la escritura de novelas (y ya emigró de la ciudad), y sólo tres continuaron escribiendo regularmente en el género cuento en que aparecen: Carlos Hurtado, Maricarmen Noriega (aunque luego abandonó) y Leopoldo Creoglio, quien al momento de morir (el 10 de febrero de 2000) dejó terminada una novela en relatos de personajes (Palmira. Jardín líquido de estrellas), que fue publicada póstumamente en Mérida por Ediciones Gatopardo.

“Don Turco”, título de la entrega de Creoglio, es en realidad un fragmento del libro Palmira. Jardín líquido de estrellas y, al parecer, fue adaptado para su publicación en Voces de ciudad joven pues en Palmira este texto es más largo y pierde la fuerza que tiene en Voces. Por ejemplo, ya en Palmira los diálogos crecen (y aflojan la tensión) y el editor (o el propio autor) intercaló subtítulos entre episodios, con lo que corta el efecto cuentístico para ofrecer un esquema de anécdotas supeditadas al personaje central que las vincula: el puerto llamado Palmira.

Tal y como aparece en Voces de ciudad joven, “Don Turco” se inscribe dentro del realismo descriptivo con un toque humorístico un tanto candoroso. Se percibe aquí el gusto por la descripción del detalle, en el cual el autor se solaza tal vez demasiado, en demérito del hilo de la historia del protagonista. Como formaba parte de Palmira “Don Turco”, aunque bien ajustado para esta edición, no se nota totalmente independiente como cuento. Por ejemplo, al introducir al párroco —un personaje con tanta fuerza como el principal—, sin relacionarlo con aquél como energía que se opone para crear un conflicto, Creoglio desvía un tanto la atención de la historia central: la del comerciante árabe que se enriquece a costa de las necesidades que crea en el pueblo. Por eso, en este esquema, la narración de la boda colectiva en la que interviene el párroco se siente demasiado importante. Como ambas historias no se unen al final, el desenlace sorpresivo del primer relato, el del turco, pierde contundencia. Aun así, este texto ciertamente se disfruta porque estamos ante un narrador con oficio.

Juan José Morales participó en esta muestra cancunense con un cuento de ciencia ficción, “El arca de Noé”, que narra en lenguaje neutro y objetivo la historia de un viaje intertemporal al pasado prehistórico. Perfectamente articulado, con formato de cuento clásico —lineal, con narrador en tercera persona y final sorpresivo— este es uno de los mejores relatos de Morales, quien publicó en 1989 el libro El proyecto Supermán y otros cuentos. Sin transitar por el terreno de la fantasía, Morales —especialista en divulgación de la ciencia, con información actualizada— especula con ironía y humor negro acerca de la desaparición de los dinosaurios y los viajes a través del tiempo. El relato es verosímil porque Morales, al momento de escribirlo, se apoyó en teorías que en el papel demostraban la posibilidad de viajes de esta naturaleza.

Carlos Hurtado incluyó en esta antología “Recompensa”, un cuento que pertenece a su etapa de cuentista serio, antes de las Crónicas urbanas. Mostrando la malicia del narrador, pero también a veces la intromisión autoral, “Recompensa” relata la historia de un comerciante turco, avaro y un tanto mezquino, sobre el cual pesa la amenaza de muerte a causa de su adicción a la nicotina, ya que es un fumador empedernido. El autor se vale del uso de la elipsis como principal recurso narrativo para ofrecer un universo de relaciones —entre el turco, su esposa Esperancita y la empleada Justina—, a partir de un momento al final de la vida del comerciante. Hurtado posee indudable habilidad para perfilar en rápidos trazos caracteres prototípicos: el comerciante cicatero, la esposa sorda, sumisa y opaca, la empleada trabajadora cuya lealtad se tambalea a causa de la ambición. El cuento está ambientado en Oxcutzcab, un pueblo de Yucatán, y recrea atinadamente la atmósfera opresiva en una tienda de abarrotes, atmósfera que podría ser la de cualquier tendejón de cualquier pueblo de nuestro país. Un dato curioso: el texto de Creoglio y el de Hurtado tienen elementos parecidos: sus personajes son turcos, o les dicen así, son comerciantes ambiciosos y ejercen un dominio sobre su medio ambiente. El tipo de sorpresa que eligen al final es similar y la muerte es un tema recurrente.

El relato de Alberto Chávez Beck, “Jijúe”, es ameno, pero ingenuo y sin mayores pretensiones. Como es una anécdota que no pasa de eso, este texto no alcanza a convertirse en verdadero cuento. Chávez Beck describe las andanzas de un gato por la azotea de la casa del narrador personaje, pero tiende demasiado a humanizar el comportamiento del animal. No son creíbles esas imágenes de un gato impertérrito ante una urraca que le picotea la cola, o que depone en medio de un círculo de humanos y luego se retira muy digno sin tratar de ocultar su excremento. Como anécdotas chuscas, un tanto fuera de lo común, funcionan, pero no pasan de ser meros incidentes sin trascendencia literaria.

La muestra de Elzaurdía, “Ilusiones para vivir”, a pesar de su brevedad cumple con el esquema de relato intenso, concentrado, que sugiere toda una historia de vida, aunque el lenguaje directo utilizado por la autora hubiera merecido mayor revestimiento literario. A partir de una anécdota específica —escuchar por boca del padre los versos que éste le escribió a la esposa, en la actualidad ex esposa ausente—, la protagonista, hija de ambos, accede a la revelación de una historia de amor que pervive en lo que ahora ella es y siente. Con breves trazos, el narrador en tercera persona cuenta la separación de los padres de la protagonista, cuando ésta tenía cuatro años, y el posterior abandono del padre. Todo está sugerido, y la revelación, que constituye finalmente la de un sentimiento amoroso mezclado con secreta venganza, se transforma finalmente en una ilusión para vivir.

Maricarmen Noriega participó en esta antología con una viñeta para niños, “La feria, una prisión”, que muestra el momento en que un bambi de tiovivo de feria cobra vida cuando el bullicio ha desaparecido. Este momento está resaltado por contraste, pues la autora —mediante un desorden sintáctico deliberado— busca recrear el caos alegre, pleno de ruidos discordantes y luces que parpadean, propio de una noche de feria de pueblo. Como la historia del bambi no consiste más que en contar su liberación cada madrugada para, al amanecer, regresar a su prisión de feria, este texto se queda en una especie de viñeta simbólica. Para volverse perdurable debió haberse trabajado más el lenguaje literario que intensificara aún más la atmósfera que intenta recrear, pues su apuesta formal es ésa y es insuficiente con lo que muestra.

El trabajo más endeble de este apartado es sin duda el de Rubén Conde, “Actitud felina”. La descripción de la personalidad y actividades de los personajes es tan ingenua y poco literaria que semeja un juego de adivinanzas y revela falta de malicia literaria. Ansioso de llegar al final, el autor olvidó contar la historia, la intriga o el conflicto y no llega a delinear nada, más que una enumeración de actividades para engañar al lector y resolver apresuradamente con la sorpresa fácil. El texto adolece de fallas sintácticas y no debió haberse incluido.

“Punta Solimán”, la muestra que Leonardo Kosta presentó en esta antología permite atisbar dos características notables de este narrador: su ameno lenguaje literario y su inventiva para hacer interesantes textos que tratan temas aparentemente sin importancia en un estilo híbrido, que mezcla la crónica, el relato biográfico y el comentario de tono humorístico. En este sentido, algunos de los mejores textos de Kosta han aparecido en diarios y revistas donde colaboraba. Sus viñetas urbanas son ejercicios ocurrentes de un autor que sabe encontrar la poesía escondida en la aparente nimiedad de la vida cotidiana. “Punta Solimán” es la crónica de varias anécdotas ocurridas en la calle donde se encuentra la casa del autor. Una de ellas, “Héroe”, la del perro Lobo, es un emotivo relato, sencillo y bien contado. Estas anécdotas entrelazadas por un hilo nostálgico hablan del paso del tiempo y cómo transforma a la ciudad y a las personas. Son algunas de las tantas piezas del rompecabezas de la memoria que el escritor trata de armar ante nosotros con el puro estilo literario. Cortázar decía que en las cosas más nimias estaba la esencia del tiempo y la nostalgia. Por ejemplo, recordar el color de las agujetas que llevábamos mal atadas cuando teníamos cinco años es importante para detonar el recuerdo de momentos decisivos en nuestra historia personal y que ya hemos olvidado. Kosta parece ser fiel seguidor de esta consigna.

VOCES POÉTICAS

En esta antología, el verso está representado por trece poetas, la mayoría de los cuales había publicado ya antes en revistas, suplementos literarios y periódicos. A excepción del poema en prosa “Historia de Hyma”, la muestra ofrecida en este apartado revela la inclinación por el verso libre, aunque en muchos casos (que se señalan en su momento) hay negligencia en la construcción oracional de la frase, poca búsqueda de significación metafórica, desdén a métricas consagradas y adhesión al lenguaje discursivo como vehículo de emotividades, adhesión que desatiende la parte sustancial del poema: el ritmo.

El poema con el que se abre este apartado es “La mano en el espejo” de Daniel Cabrera Padilla. En él, el sujeto lírico revela su impotencia en la captura del instante intuido: “avanzo en esta hoja/ y siento que la voz me ha abandonado”. Sin embargo, en el decir de esa imposibilidad brota al final también una certeza: “Me acabas de crucificar/, pero aún te puedo romper el alma”. Esta actitud de impotencia encoleriza pronto al poeta y le hace gritar desde el inicio: “¿Para qué entrar al hombre/ si la filosofía vale madre?”. Estos versos —desafortunada irrupción de lo prosaico— son como una pedrada en la transparencia de un cristal cuidadosamente levantado. No obstante, en general el poema fluye en otro tono y se salva. Como está bien encabalgado rítmicamente, logra conmover con esas imágenes claras que apuestan más a la metáfora esencial (la que surge al final de la lectura) que a las metáforas del verso mismo.

Maribel Urbina, en “Más allá de Lol”, imagina un mítico origen del elemento femenino, del agua, y logra transmitir el tono legendario del habla con que el sujeto lírico se dirige a Hunab Kú, divinidad creadora de los mayas: “En el principio era la selva/ un hipil hermoso para tres/ tres velas que encendía Kinich‘Hak’Moo/ a mitad de un párpado”. Urbina es hábil para construir imágenes de eficaz belleza. Es decir, imágenes que abonan el plano estético del poema para que de éste surja el concepto, más rozagante, más comprensible: “Los ojos de rodillas ante la luz doncella/ que exuberó nuestras entrañas./ No estábamos solas./ La paz era una oración de animales/ puestos de acuerdo en escoltar nuestro canto.”

En “Marina”, Laura Hurtado consigue dibujar una instantánea afortunada y captura en el detenido vuelo de los albatros un momento esencial de la naturaleza, momento percibido a través de los sentidos. El verso corto se desgrana suavemente y arrastra al lector a la cadencia del vuelo intuido del ave. Ritmo e imagen se conjugan y ofrecen una vibrante viñeta marina entre perpetua y fugaz: “No se percibe/ el más leve aleteo;/ acaso,/ un mínimo viraje voluntario.”

Alicia Ferreira aparece en esta antología con “La casa”, un logrado poema donde el sujeto lírico primero describe, casi denotativamente, la atmósfera de un espacio concreto, las habitaciones de una casa, y poco a poco, sutilmente, hace deslizar el sentido del verso hacia una interioridad connotativa en donde surge la suave nostalgia, en donde el espíritu se refugia para recordar aquello que nos impulsa: “de todos los rincones de la casa/ amaba aquel jardín interno/ guarida profunda/ en él aumentaban mis ensueños/ porque sabía que el patio/ memorizaba la rubicunda esperanza/ poseía la fe de otros tiempos.”

“Postración para escapar de la realidad”, de Víctor Galván, es un poema discursivo que narra una preocupación existencialista —la postración vital— en versos que enumeran imágenes alusivas a la inmovilidad, pero que carecen de pulimento formal suficiente para comunicarla. El poeta se queda a medias entre el trabajo de lenguaje (que apunta a la personificación como recurso) y la trama narrativa de una realidad específica: mientras llueve, el sujeto lírico detiene su lectura y reflexiona. En esta situación, no hay búsqueda rítmica en el texto ni musicalidad en el verso que nos hagan sentir ese hastío o esa inmovilidad que sólo se nos explica: “el desaliño de la inmundicia/ acompaña mis pensamientos,/ despreocupante comparezco/ en la intimidad ante la rebeldía/ inventada durante estos días/ para desproporcionar/ todo indicio de realidad,/ vano intento, el vaho que destilo/ agoniza en una misma dirección.”

En “Litoral”, de Rodrigo de la Serna, destaca la actitud entusiasta del sujeto lírico a partir de la oposición funcional de dos imágenes, la de quietud y la de movimiento. Por un lado, la idea del rechazo a las ataduras de una realidad cuantificada: “ya está el reloj caído”. “Ya está el reloj en su derrota”. Por otro, la idea de libertad, expresada en el vocablo “viento”, aunque éste traiga “en su memoria un polvo de asesinos”: “el viento me corta y me vuelve a unir”. Pese al descuido en la construcción oracional del verso y a la mala versificación, este poema consigue transmitir la actitud lírica sugerida gracias a las virtudes rítmicas del texto que apoyan a las demás imágenes, generalmente optimistas y celebratorias: “un nido de gargantas recién paridas como/ una rebelión/ que nace donde los colores de la calle son/ libres/ y la palabra tierra fértil./ Me asomo a mis brazos:/ no hay cansancio para tocar cada grano de/ mi playa oscura.”

Reflexivo y confesional, Ismael Gómez Dantés propone en “La hora” un texto más bien discursivo que describe un estado de ánimo en determinado momento del advenimiento del día y reflexiona acerca de la soledad. Pese al tema, el sujeto lírico apuesta por una permanencia vital de casi gozosa comunión: “no estoy solo/ Sólo siento/ Así lo siento/ Soy todavía y aún de este mundo.” Sin embargo, como no trabaja sus cadencias rítmicas (a pesar de los indicios de aliteración en los versos citados) ni ahonda en vetas metafóricas originales, el poema resulta frío pese a la intensidad del momento descrito, pues hay versos totalmente prosaicos: “me siento en paz con las cosas/ con las que uno al nacer/ adquiere un compromiso gratuito” (…) “Seis de la mañana, un nuevo día/ y no me avergüenza no saber de las cosas/ que otros desempeñan profesionales.”

Carlos Torres es definitivamente un poeta discursivo. No metaforiza: narra, reflexiona, conceptualiza. No obstante, como valora la cualidad rítmica de la poesía por donde cuela un lirismo sugerente, sus poemas llegan a conmover y a suscitar empatías. En “Misiva desde el Tíbet”, poema de amor con que aparece en esta antología, el sujeto lírico se dirige reiterativamente a la amada ausente, y le canta entre nostálgico y celebratorio a un sentimiento que perdura en la memoria de la piel y en la añoranza de situaciones vividas o intuidas, a pesar de la soledad y el tiempo: “en la cuenta de los días/ he percibido con alarma/ tu presencia/ hecha toda de ausencia” (…) “recorro calles/ donde te vi/ por segunda vez/ y me digo/ que pienso demasiado en ti” (…) “a la luz de la luna,/ me acerco a tu recuerdo/ y un aroma imposible y violeta/ que tejen tu blusa y las bugambilias/ me deposita una y otra vez/ en una tarde hipotética/ cuando estuve en tu casa/ y todo era posible”.

“Menstruario” (que después se llamó “Clean up”), la muestra de Leticia Martínez, es un poema logradísimo y uno de los mejores de este apartado. Como lo indica su título —irónico, casi de humor negro—, el poema narra la eliminación dolorosa de un amor no fecundado. La enumeración de acciones en versos brevísimos, con final sorpresivo muy efectivo, comunica la velocidad con que el sujeto lírico —mediante una especie de limpieza psicomágica— intenta completar una ruptura amorosa e iniciar la expulsión y consecuente muerte psíquica del amante en turno: “Hurgué (en) cajones/ barrí cenizas/ tendí la cama/ eché tu sombra/ de mis sábanas (…) pulí la plata, sequé una copa/ llamé a los duendes/ como testigos/ y tú,/ sin saberlo,/ te volviste vino/ te volviste llanto/ te volviste olvido.”

En “Limosnas de llanto”, y a partir de un verso de Níger Madrigal, Haidé Serrano intenta dar seguimiento a la noción de la poesía como medio para la sobrevivencia del espíritu. El poema no se resuelve bien, principalmente por el prosaísmo de algunos versos (“y es que”, “le suplico”, “porque entonces”) y la mala construcción oracional que ahoga el ritmo. Una división estrófica hubiera clarificado la intencionalidad temática al desarrollar con coherencia poética cada imagen. El lenguaje tampoco es afortunado y hay metáforas difíciles y forzadas: “Entre la sombra oprimida de una noche”, “Desgrano mi voz a horcajadas”.

En el extenso poema “Azafrán II” —y a la manera de los poetas que radicalizaron la experimentación formal a fin de reflejar percepciones simultáneas y totalizadoras de la realidad intuida—, Alejandro Folgarolas intenta reproducir el flujo de conciencia del sujeto lírico. Al recordar una vivencia intensa, el poeta busca mostrar —al mismo tiempo, y en esto está la audacia— todo lo vivido, todo lo sentido, todo lo observado durante dicha experiencia, incluido el momento en que se encuentra. El resultado es un poema rotundamente fragmentario que enumera y empalma retazos de la realidad presente y pasada (objetos, acciones) probablemente al amanecer, luego de la aventura nocturna, y tal vez aún bajo el influjo emotivo de la experiencia. La radical ruptura sintáctica y de puntuación es intencional, aunque la extraña versificación hace innecesariamente difícil el seguimiento de este poema que ya exige de inicio un lector con un compromiso igual de radical que el del poeta. Una lectura en voz alta revela las cualidades rítmicas sincopadas del texto y traslada al lector al flujo temporal en que el sujeto lírico reproduce su realidad. He aquí un breve ejemplo: “El rostro no descansa vamos un pez de madera/ una flor en el florero la profunda mano cubre el rostro/ los pliegues en la frente se desprenden los ojos se cerraron/ el hombre águila hombros que son alas cabeza de Ibis/ estuve atento/ la misma piel morena y los ojos quemados por el fuego/ y otra vez las manos las perfectas manos/ yo fui ahí a observar y observé/ un tronco descansaba sobre piedras ardía/ la posición fetal/ luna menguante dos estrellas algo de silencio nos habla/ y nos tranquiliza, golpe lejano del tambor el agua escurre/ ¿Y la sal?”.

Finalmente, en “Principio de ausencia”, Mariel Turrent ofrece un breve poema, innecesariamente oscuro, que capta el inicio de un desencuentro amoroso. Lejos de buscar una construcción oracional sencilla que comunique la situación y genere mediante el recurso de la metaforización la interioridad emotiva del sujeto lírico, la poeta se queda en versos francamente crípticos (“laberinto redundante”), algunos debido simplemente a expresiones sintácticamente incorrectas (“un reto a evadirlas”).

UNA INICIATIVA QUE DEBE CONTINUARSE

En suma, pese a sus deficiencias en edición (la más grave: la desatención de la corrección ortográfica y de puntuación en todos los textos), y debido a sus muchos aciertos, Voces de ciudad joven (Cancún 25 años) es un antecedente fundamental para rastrear la incipiente historia literaria local, pues consigna una etapa inicial del trabajo literario en una ciudad como Cancún, que hace siete años ofrecía pocos asideros para iniciar una tradición cultural en el área de literatura. El reto actual consiste ahora en editar una nueva antología cancunense, con notas y bibliografía, sobre todo crítica y selectiva, que si bien fuera incluyente manejara parámetros de calidad cada vez más rigurosos, con un estudio introductorio que contextualizara tanto a los autores como a la cada vez mayor creciente actividad literaria de la zona. Incluso, debería pensarse con fines didácticos, pues es un hecho que la nueva generación de estudiantes desconoce totalmente el trabajo literario local. Cuando aquélla se interesa por éste, carece de la bibliografía y, cuando la hay, desconoce lo más delicado: el contexto crítico para formarse un criterio. La constante actividad cultural que actualmente se desarrolla en el ámbito literario, la evolución de algunos de los antologados y la aparición de voces sin duda interesantes y atendibles es un hecho insoslayable que hay que celebrar y, sobre todo, registrar. En cantidad, variedad y calidad, el resultado que se obtendrá será con seguridad sorpresivo y alentador.

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RESEÑA PUBLICADA EN TROPO 24, PRIMERA ÉPOCA, 2002.

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