David Anuar
En medio del trajín nocturno de platos y meseros, terminamos de cenar un caldo de pavo y unos panuchos en el área de restaurantes del Parque de Santiago. Compartimos el pan y la palabra como dos amigos que tienen tiempo de no verse. Como una fotografía que sólo existe en mi memoria, recuerdo esta misma escena un año atrás. Balam Rodrigo visita Mérida en el marco de la FILEY 2018, donde impartió durante tres días un taller de poesía y presentó dos de sus libros últimos: Colibrije, obra merecedora del premio José Emilio Pacheco 2016, y Marabunta, Premio Nacional de Poesía Amado Nervo 2017. Balam, poeta chiapaneco nacido en Villa de Comaltitlán, es autor de una veintena de libros de poesía, y su más reciente galardón es el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2018 por su obra Libro centroamericano de los muertos.
Vuelvo a Santiago. Son alrededor de las 11 de la noche, y el parque y su trajín comienzan a menguar. Desde hace rato que Balam y yo navegamos por el río de la conversación. Hago un paréntesis. Le pregunto si podemos comenzar la entrevista. Me ve con su mirada enrojecida, sonríe y me dice que sí. Saco la grabadora, hago una prueba e iniciamos.
—Recientemente, Armando Salgado te hizo una excelente entrevista que fue publicada el 12 de marzo en el número 330 de La Gualdra. Trataré, en lo posible, de explorar otros meandros. Bueno, Balam, como poetas conocemos la importancia del nombrar; en este sentido, tu nombre no es “común”, ¿qué me puedes decir al respecto, hay alguna historia detrás de él?
—Hay una historia muy particular. Mi nombre tiene que ver, además de que tuve una bisabuela maya, con el hecho de que mi padre y mi madre fueron lectores, de pocos libros —me aclara—, y entre esos el Popol Vuh. Mi padre decidió ponerme Balam por el primer hombre de maíz, Balam Quitzé. De hecho, ese iba a ser mi nombre. Lo curioso está en que mi madre dijo: “momento, por qué se va a llamar Balam Quitzé, si yo también quiero colaborar con uno de los nombres de este chamaco.” Entonces, mi madre, ella me dijo así, que desde niña, en tercero o cuarto de primaria, leyó el Poema del Mío Cid, y se enamoró del Cid campeador, Rodrigo Díaz de Vivar. Ella entonces se prometió que cuando tuviese a su primer hijo varón le iba a poner Rodrigo. Esa es la historia, no puedo decir que estuviese marcado o signado para la escritura, pero sí al menos acuerpado por un nombre literario.
—Recuerdo que Jaime Sabines decía que antes de ser poetas había que aprender a ser humanos. En este sentido, ¿cuáles son los otros oficios que han forjado ese lado humano de Balam Rodrigo?
—El primero, y que ejercía con mi padre, fue el de vendedor ambulante, comerciante callejero, de ambos lados de la frontera. También trabajé haciendo censo en el llamado Tortibono de la CONASUPO. Fui escribano de un militar en San Cristóbal, gracias a un tío que tenía muy mala ortografía y me pidió que lo sustituyera. Con mi familia tuvimos una fonda, ahí fui mesero y tortero. En la calle, junto a mis hermanos, vendíamos pollo, fruta, coco, galletas en paquetitos. En la Ciudad de México seguí vendiendo en la calle; fui pintor de brocha gorda, velador, lavaplatos, cocinero de mariscos; y, aprovechando los viajes a Chiapas, comerciaba ropa de segunda, americana. También vendí queso, café, artesanías, lupas y libros en la Facultad de Ciencias. Fui colector científico y trabajé en un programa de televisión como asesor. También di clases en la UNAM, y en preparatorias y secundarias. Fui jugador profesional de futbol en Chiapas y en Pumas. Ah, y también fui predicador. Ahora he estado metido en otros oficios como revisor técnico de libros, editor, cuidador de colecciones de poesía, tallerista. Y seguro se me escapan algunos cuantos, pero mira que no tendría empacho en ejercerlos de nuevo, ahora hasta vendo mis libros de poesía, a veces, cuando se dejan.
—Ahora hablabas un poco sobre la frontera y tus experiencias como comerciante desde niño. Sabemos que la poesía es un fenómeno universal, pero al mismo tiempo localizado geográfica y temporalmente. Al leer tu obra, me ha parecido percibir un posicionamiento, un lugar de escritura muy propio, ¿desde dónde escribe Balam Rodrigo?
—Cuando yo comencé a escribir poesía se debió a una necesidad de saber cuál era mi lugar en el mundo en términos identitarios. Me di cuenta de que los chiapanecos pertenecíamos a otra latitud dentro de ese cliché que es la mexicanidad. Me di cuenta de que no era mexicano como los otros del centro o el norte del país. Gracias a mi padre, que fue un gran centroamericano porque fue un gran chiapaneco, adquirí consciencia de eso, porque él nos platicaba cómo fue discriminado por ser del sur cuando era niño en la Ciudad de México. Entonces, traté de encontrar una manera de reivindicar mi centroamericaneidad, mi sureñidad y mi ser como chiapaneco. Eso lo hallé en la escritura. Particularmente en la poesía, porque ahí encontré la libertad de escribir muy cercano a la forma de hablar del Soconusco, y de transformar esa forma de ser y de vivir en un estado de conciencia poético, escritural y proyectarlo en la página. Todo ese bagaje que yo adquirí en la niñez, esas experiencias fronterizas, esos límites creados, me han permitido ahora posicionar, como decís, una geopoética en términos de lenguaje. Cada vez más, en mi escritura, al menos en la trilogía de libros que estoy acabando de escribir [Marabunta, Libro centroamericano de los muertos y un libro de ensayo que está en proceso de escritura], también hay un posicionamiento ético. Si primero yo estaba tan metido en reflejar ese estado del lenguaje, después quise mostrar ese estado de inconformidad y manifestar mi queja, mi pesadumbre, mi decepción ante la infamia, ante la injusticia social, pero que primero fuese poesía, literatura. Y bueno, ahí están esos libros de carácter testimonial y documental que creo yo tan necesarios.
—Sin lectores no hay literatura. Digo, uno mismo puede ser su lector. Sin embargo, para cerrar la charla, quisiera que nos contaras la experiencia o anécdota más entrañable con uno de tus lectores.
—Hay varias, pero la que quiero contar es la del poeta José Luis Amparo, que es nayarita y escribe una poesía lírica muy poderosa. Él dejó mucho tiempo de escribir. Cuando lo conocí me platicó lo que ahora voy a relatar. Él es médico, se casó, y a su esposa no le gustaba mucho la poesía ni los poetas. Un poco lo obligó a dejar ese mundo. Después de que sus hijos se fueron a la universidad y terminó de criarlos, se divorció, y se fue a poner un dispensario médico a Sonora, por ciudad Obregón en un lugar llamado Cócorit. Ahí conoció a una muchacha joven, se enamoró de ella, y ese cambio hizo que volviera a escribir. Pero él me dijo: “mira algo que me ayudó a decidirme a escribir y a volver a participar en concursos, es que me encontré en internet un libro tuyo que se llama Silencia”. Él no sabía cómo imprimirlo o no quería, entonces escribió todo el libro a mano en una libreta, lo recreó. Saber que alguien recreó a mano un libro mío fue muy conmovedor. Uno nunca se imagina lo que sucede con un libro…
____________________
Entrevista publicada en TROPO 16, Nueva Época, 2018.