Miguel Ángel Meza
El ensayista Carlos Oliva Mendoza —quien presentó en octubre del 2002 en Chetumal y Cancún el libro “Deseo y mirada en el laberinto. Cortázar y las poéticas en Rayuela”, con el que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2001—, conversó con TROPO a la uña acerca de la imagen del laberinto contenida en la obra maestra de Cortázar. En esta charla, el joven escritor —que prepara actualmente un libro de cuentos— afirma: “Rayuela es un laberinto de conocimiento. Todo mundo entra a la novela intentando encontrar el centro de algo. Construye un laberinto, intenta encontrar al Minotauro, derrotarlo y hacer que desaparezca el laberinto. Mi conclusión es que no hay Minotauro. Esa esencia, ese secreto que todos andamos buscando, no existe. La gran propuesta de Rayuela es que lo único que existe es el laberinto, lo siempre presente.”
—Según Cortázar, instalarse en la literatura equivale a optar por la periferia, por el salto y la huida. De acuerdo a la nomenclatura cortazariana, cuando iniciaste tu ensayo, ¿en dónde tuviste que situarte: en el lado de acá o en el lado de allá?
—La intención de mi texto era rastrear las imágenes. Por eso, efectivamente, en un primer momento me ubicaba en el más acá, no en la huida, sino en el juego del código de la modernidad: todo es imagen, todo es una propuesta visual, todo es efímero, todo lo puedes captar inmediatamente. Así, mi ensayo es muy académico, muy clásico; de hecho, en algún momento casi se vuelve una tesis. Sin embargo, después, poco a poco, el propio autor me permitió ir saliendo de ahí y ver cosas ocultas, y, como tú dices, salir de la periferia.
—¿Qué dificultades formales afrontaste en tu ensayo? ¿Cómo saliste de lo académico?
—En un momento me pareció necesario que el libro tuviera más imágenes. El ensayo (definido como balance entre concepto e imágenes) tenía una carga conceptual muy grande. Había que clarificar los conceptos, a veces destrozarlos e insertar más tropos, más movimientos lingüísticos, sin adelgazar el contenido del ensayo. Creía en esta posibilidad de que los conceptos se reflejaran en imágenes.
—¿En qué momento sentiste que empezaste a crear?
—Cuando me di cuenta de que conceptualmente no alcanzaba a transmitir lo que quería. Quise vivir la revelación de que la idea debe transmitirse de manera perceptiva, cuando el lenguaje causa una sensación en el lector o lectora. Incluso para mí se iba transmitiendo en el momento en que iba alcanzando cuerpo literario. Este es un ejercicio muy excitante.
—¿A qué ensayistas tenías en mente cuando desarrollabas tu trabajo?
—Sin duda a Borges. Con Borges el ensayo se vuelve insuficiente y pasa a ser cuento, sin perder toda esa naturaleza ensayística. Hacer ese cruce, fascinante, no es nada fácil. También a Theodor Adorno (pues me especialicé en el ensayo alemán). Adorno es un escritor muy difícil pero luminoso, alguien que no dio el paso para hacer literatura, porque sabía que no la podía hacer. Y eso convierte sus ensayos más doloridos. Ese punto liminar, esa frontera, es muy excitante: ni se vuelve tratado ni se vuelve ficción. La suya es una prosa casi perfecta, siempre a punto de desbordarse. Es, además, una prosa exiliada: ni la aceptan en la currícula académica ni la aceptan dentro de la literatura. Georg Lukács decía de Montaigne: el ensayista siempre se presenta como pidiendo perdón, por no haber podido hacer más que un ensayo. A veces me sentía así.
—Te propones rastrear las poéticas existentes detrás de Rayuela. ¿Cuáles son estas poéticas y cómo lo consigues?
—Sigo un artículo de Ana María Berrenechea, quien dice que atrás de Cortázar está el camaleonismo de John Keats y el vampirismo de Edgar A. Poe, es decir, parte del romanticismo inglés. Pero no sólo eso. Detrás de los libros de ensayos de Cortázar es claro que está el existencialismo y el surrealismo. Hay, en efecto, una serie de poéticas en Rayuela, no suficientes, sin embargo, para explicar toda la novela. Al final de mi ensayo trato de hacer una reconstrucción de las poéticas en la novela, pero descubro que esta reconstrucción no es suficiente: sí es útil, da pistas, pero hay que ir más allá de eso: es decir, a los códigos lingüísticos, a las dictaduras militares, al uso del lenguaje metafórico.
—¿Puedes hablar de la imagen que encontraste en Rayuela?
—La imagen final, la que podría acercarse más a una representación temporal, accidental, hipotética, es la imagen del laberinto. Rayuela es un laberinto de conocimiento. Todos, en relación con la novela (los personajes, los lectores, las lectoras, el propio crítico en la novela, Morelli), todo mundo entra y va intentando encontrar algo. No sólo Oliveira, sino todos vamos a ir tratando de encontrar el centro de algo y vamos construyendo un laberinto. Es la reminiscencia al mito clásico. Es el intento de encontrar al Minotauro, derrotarlo y hacer que desaparezca el laberinto. Mi conclusión, al final de mi ensayo, es que no hay Minotauro. Esa esencia, ese secreto, ese centro que todos andamos buscando, no existe. La gran propuesta de Rayuela es que lo único que existe es el laberinto, lo siempre presente. Cortázar juega de manera muy consciente con los géneros clásicos, pero también es muy consciente de que la tragedia contemporánea es que el laberinto nunca desaparece, el centro nunca se encuentra. El final de la novela es justamente ese salto de una casilla a otra, siempre las mismas, es decir, es un salto enloquecido. Es como una imagen irónica de la tecnología: “inserte su tarjeta de crédito”, “inserte su tarjeta de crédito”.
—¿Qué poética revela esta imagen del laberinto?
—En “La poética de la destrucción”, David Arrigucchi, un escritor brasileño, dice que la poética de Cortázar es la del alacrán, la de destruirse a sí mismo. En general estoy de acuerdo en que en Rayuela y en la mayoría de los cuentos del argentino hay esta idea de destrucción, pero yo creo que más bien la imagen del laberinto revela una poética del extravío, de pérdida, de orfandad, de destierro.
—¿Cuál es la diferencia entre la imagen del laberinto de Borges y la de Cortázar?
—A pesar de que Borges habla tanto de los laberintos, creo que en su obra no hay una poética del laberinto, porque al final él sí destroza el laberinto. En los cuentos de Borges, aunque muy oculta a veces, sí hay revelación: o de la derrota o de la victoria. En el “El Aleph” mismo la revelación es el olvido. Después de que en el Aleph acontece todo el mundo, la verdadera revelación del cuento es que por suerte empezó a acontecer el olvido. Cortázar, por su parte, se niega de manera radical a que haya cualquier revelación y eso hace la permanencia del extravío en su prosa. Por lo demás, el mismo ejercicio de búsqueda arma de sentido esa poética.
—En la realización de tu ensayo, ¿experimentaste algún tipo de epifanía, tal como la entiende Cortázar-Oliveira?
—Al principio me iba sorprendiendo cuando descubría a qué autores se hacía referencia y cuáles eran las poéticas en juego. Sin embargo, la revelación aconteció nada más que en el uso del lenguaje por parte de Cortázar. Al final, toda la reconstrucción teórica de la novela quedó superada para mí al ver cómo el autor trabajaba el lenguaje en sí mismo. No era sólo la gran creación de un autor, sino era ver cómo el lenguaje se hacía una serie de reflejos del mismo. Me pasó justo en el famoso capítulo 41, cuando los personajes están haciendo las preguntas balanza, el juego del diccionario, en el cual alguien da una definición que remite justo a lo que la cosa no está nombrando. Por ejemplo, dicen: “¿qué es cuando derramamos un líquido fundido sobre una plancha?” Y se contestan: “¿no es acaso la proa de un barco?” Para mí, ahí aconteció la revelación. El lenguaje no nombra las cosas como son, sino la construcción lingüística de esa cosa.
El fracaso de la modernidad es querer vivir la imagen como absoluto
—¿La nominación de la imagen no es en sí misma una renuncia a la plenitud? Puede transmitirse la experiencia plena de la imagen, sin situarse en la periferia del lenguaje, el gesto, la historia.
—José Lezama Lima acepta que la imagen es plana y absoluta. Creemos —dice— que todo el ser es lo que se nos muestra como imagen. Y la imagen, cuando aparece, borra lo oculto, borra el misterio, borra los secretos. Tienen razón en criticarla, dice. Sin embargo, afirma, la imagen también es unión, analogía (de colores, de formas, de tradiciones). La imagen que se nos presenta como cuerpo ideológico también es algo mucho más complejo. La manera cómo nosotros vivimos las imágenes sigue siendo a través de las metáforas (tropos, nombramientos, cambios), y hay que detenerse un poco en esa manera en que la gente se inserta en la metáfora, en que vive cada imagen y la recrea. Reivindicando el barroco latinoamericano (la fuerza del paisaje, con esas imágenes que a veces se vuelven absolutas, de tan compenetrado que uno está con él), Lezama dice: no hay que vencerse ante la imagen, hay que vivir dentro de ella con tal de participar. Al final de cuentas a eso va Lezama: a destrozar esa misma imagen, con lo cual nos va a destrozar a nosotros, pues nos va a integrar a otro paisaje. Aunque la imagen de este paisaje va parecer forma absoluta, no lo es —y aquí contraataca Lezama—, porque ningún paisaje es en última instancia absoluto. Hay cosas —dice— que son “vapor de imágenes”, una especie de vacío que abre la imagen, un espacio para construir metáforas y volver a pensar el mundo. Cada vez que uno concibe una metáfora, una analogía, hay secretos otra vez, hay algo oculto que depende o de la voz del otro o de la voz de la comunidad o de la misma voz del paisaje. Hay otras formas de vivir la imagen, de vivir la modernidad. Yo conecto todo esto con Cortázar, quien recrea una serie de imágenes como absolutos y demuestra que el fracaso está justamente en querer vivirlas como absolutos. A la vez, inserta una serie de personajes, aparentemente secundarios, que no viven la imagen como absolutos. Para empezar: la Maga —tal vez sólo absoluta para ella—, quien se puede entusiasmar con lo que vive en París y luego con sus recuerdos de Uruguay y no anda detrás de esta gran imagen. La Maga es un personaje muy dúctil, porque se puede compenetrar con cualquier paisaje, con cualquier forma comunitaria, con cualquier imagen, sin buscar la idea del absoluto.
Rayuela expande los temas centrales de occidente hasta desfigurarlos
—La idea de lo temporal es una constante en tu reflexión sobre Rayuela. ¿Puedes sintetizar tu intención como una clave para acceder a tu libro?
—Procuro explicar cómo Cortázar intenta romper la idea de secuencia y linealidad del tiempo. Cada vez que Cortázar percibe una representación del tiempo (el jazz, las construcciones epistemológicas, la misma búsqueda de la Maga), lo destroza argumentalmente. Lo intentó el mismo Rulfo, sólo que, de manera más radical, pues en éste toda representación de la linealidad está destrozada de inicio: simplemente no hay tiempo: ni pasado ni futuro, y uno se da cuenta de que es absurdo buscar.
—El jazz plasma de alguna manera la ubicuidad y la atemporalidad del hombre. ¿Estás de acuerdo en que Rayuela es el jazz de la literatura contemporánea?
—Curiosamente el jazz no atenta contra la estructura dodecafónica de la música clásica. Es decir, respeta las doce notas del alfabeto. Justo en ese momento en que se está haciendo jazz, los más vanguardistas dicen: el problema de la música occidental es que sólo tiene doce notas. La riqueza de la música árabe, de la música oriental, es que son mucho más cortos sus intervalos, tienen muchas más notas, como si tuvieran más vocales. Entonces empiezan a experimentar y hacer música con nuevos sonidos: hacer el piano de trece notas, hacer notas más largas o más cortas. Eso ni siquiera lo ha hecho el tecno actual. Justo en ese mismo momento, el jazz decide no experimentar de esa forma. Al contrario, respeta la estructura de doce notas y simplemente cambia el tiempo. Es decir, sobre una misma melodía, sin cambiar las notas, abre o cierra más el tiempo. Esto es lo que hace Cortázar en Rayuela. No rompe los temas centrales de occidente (el amor, el erotismo, el destierro, la patria, la amistad), pero sí los expande, como en el jazz, donde desaparece la melodía, pues abre el tiempo de ese tema hasta que lo desfigura. Eso hace Rayuela: toca un tema, por ejemplo, el de la amistad, y lo abre, lo expande, hasta que al parecer olvidamos de qué está hablando. De pronto nos regresa a una frase que habla del amor, del beso, del erotismo y recordamos el tema. Como en el jazz, Cortázar improvisa sobre un tema hasta perderlo. Si vamos a buscar el centro, dice Cortázar, la manera de buscarlo es perder el tema.
—En la novela tradicional, siempre nos encontramos con una especie de conclusión, un tiempo que concluye y da cierta seguridad al lector…
—Sí. En la novela clásica siempre hay un tiempo triunfante, que en general es el tiempo presente, cuando el autor se vence ante lo social, o cuando surge el héroe que redime a una sociedad. En Rayuela, en cambio, la novela termina cuando termina la Maga. Eso es lo curioso. Todo lo que sigue después es el recuerdo de una novela que aconteció, que fracasó. Ese es el destino de gran parte de la literatura latinoamericana.
—Cortázar se propuso, a través de sus obras, iniciar una revolución ética (la suya, como autor, y la colectiva, a través de los lectores). ¿Hasta qué punto lo consiguió?
—En gran parte esta es también la pretensión de la generación de los 50. Lo que queda de esto es una idea de voz común, sobre todo en estas comunidades a las que ellos se están refiriendo (comunidades muy golpeadas por la pobreza, por las dictaduras militares y por los ejercicios de poder tan salvajes que surgen a mediados de siglo en Latinoamérica). Queda una idea de comunidad cotidiana. Es decir, regresan a la gente al mundo comunitario, sobre todo esta gente de hoy, tan desencantada, que no tiene grandes pretensiones de saltos ideológicos. Sin embargo, es un error de ellos creerse tan vanguardistas. Curiosamente, de donde está emanando el pensamiento más duro sobre Latinoamérica es justamente de la generación que está detrás: Borges, Rulfo, Lezama, autores que no tenían esta pretensión experimental, ni este deseo de apegarse a grupos, sobre todo de izquierda.
—De acuerdo a la novela, el amor, el arte, la mujer, la amistad, constituyen un tránsito, no una meta. De alguna manera para Oliveira sólo son puentes o trampolines para tener acceso a la revelación propia. ¿Estás de acuerdo en esta visión que contradice lo que piensa la mayoría?
—Sí. Curiosamente la novela transcurre en la ciudad, y precisamente en París, la ciudad de los puentes. En las ciudades, todo es un tránsito hacia otro lugar. Nadie se detiene a pensar, porque eso sería trágico. Finalmente, ¿dónde empieza la ciudad? ¿Cuál es el centro de esa ciudad? En Rayuela, toda la gente se vuelve medios; lo más trágico es que no hay fines y es trágico porque un medio por sí solo no tiene capacidad para convertirse en un fin. Ni el amor, ni la amistad, ni el hedonismo, ni el placer, ni un hombre, ni una mujer, mucho menos un hijo. (Esta es por cierto una posibilidad que Oliveira no quiere ni pensar. Hay tal arraigo en la figuras paterna y materna, en dar vida, en crear, que se da cuenta que ahí puede sucumbir.) Oliveira es un personaje tan de ciudad, como lo sería Pola (que tiene su amante), o la Maga (que tiene su ideal) o un profesor de universidad o un banquero (que tienen su estabilidad), quienes, sin embargo, viven vidas efímeras, sin construcción de sentido profundo, sin alternativas. En este sentido, Rayuela es una novela muy dura, muy cruel, pero además muy cierta, un reflejo cotidiano de la vida de muchísima gente.
Imagen obtenida del sitio https://www.laotrarevista.com/
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Entrevista publicada en Tropo 27, Primera Época, 2002.