Todo el poder

Miguel Ángel Meza

Precedida de un despliegue publicitario nunca antes visto para una película mexicana —comparable al que se hace cuando se lanza una cinta hollywoodense—, Todo el poder (1999) de Fernando Sariñana, fue en su momento —junto con Sexo, pudor y lágrimas (1999)— uno de los más rotundos éxitos de taquilla y dio continuidad al resurgimiento de un cine mexicano de enorme calidad, en uno de sus géneros menos explotados: el de la denuncia social en el marco de una comedia de situaciones.

Las cintas inaugurales al respecto, en esa nueva época, fueron sin duda la mencionada Sexo, pudor y lágrimas, de Antonio Serrano, y la luego liberada de la censura La ley de Herodes (1999), de Luis Estrada. Después, con Todo el poder se pretendió una combinación de ambas tendencias y se consiguió un divertimento con compromiso social que compartía en efecto virtudes de ambos géneros, pero también cargaba con algunos de sus defectos, sobre todo por la autocomplacencia y las concesiones fáciles a un público no demasiado exigente.

No obstante, la cinta muestra logros destacables. Sus diálogos frescos, fluidos y chispeantes transmiten la psicología auténtica de personajes fácilmente reconocibles, con algunos de los cuales es fácil identificarse, a pesar de que retratan fielmente su pertenencia a una clase socioeconómica específica —la media alta— que pocas veces ha sido vista con tanta transparencia en nuestro cine. Los otros personajes de filiación identificable son aquellos que representan una imagen deleznable de nuestras autoridades, una imagen cínica de la corrupción, no por caricaturesca menos real y cotidiana.

La cinta narra la historia de Gabriel, un ciudadano común y corriente (interpretado por Demián Bichir, uno de los mejores actores del cine nacional) que realiza una investigación sobre la violencia en la ciudad de México. Cuando la realidad de la agresividad urbana lo rebasa y cuando él mismo es víctima de asaltos consecutivos, Gabriel descubre una vasta red de delincuentes, organizada por aquellos mismos que están en el poder: el capo de la banda de asaltantes es el propio comandante de la policía judicial, amparado por el mismísimo jefe de la corporación.

Secundado por su novia (una Cecilia Suárez magistral en el equilibrio de su interpretación de “La Guapa”), el documental de Gabriel se convierte poco a poco en el destape de una cloaca de corrupción, donde el cinismo como conducta política y la mentira como una más de las máscaras de la realidad (las otras, la de Carlos Salinas, son utilizadas para los asaltos, en el que constituye un paralelismo sarcástico que todos padecimos en aquel sexenio).

A pesar de su tema netamente capitalino —a todos nos llega el fétido olor de la corrupción y la violencia urbana—, a pesar de la mirada estetizante de una ciudad de México higiénica e hiperrealista —cuando se antojaba un enfoque sombrío más acorde con el tema—, a pesar del exceso de groserías efectistas para hacer reír a un público impresionable, y a pesar de su conclusión demasiado “chistosa”, Todo el poder es una película recomendable cuya propuesta humorística y denuncia social hay que agradecer.

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