Miguel Ángel Meza
La poesía es revelación. Al renombrar las cosas y disponerlas en acoplamientos insólitos, el poeta descubre una proyección semántica que incluso escapa a su intuición original. La palabra reinventada revela al Ser en sus infinitas formas. Con el pico y la pala del lenguaje, el poeta excava en la realidad aparente y abre subterráneos que ilumina con la linterna mágica de su verdad poética, construye puentes que se pierden en la bruma de su propia visión, erige escaleras que conducen a otros ámbitos, a otras voces, incluso a una contención del mismo lenguaje para, de esta forma, sólo sugerir la intensidad de la revelación. Seamus Heaney sabe muy bien esto. Para el norirlandés —nacido en 1936 y galardonado con el Premio Nobel de Literatura 1995— la poesía es el vehículo para expresar el sufrimiento acumulado en el hecho de existir, en el proceso de integración e individualización, en el autoconocimiento, pero también para celebrar su milagro, para festejarlo, para cantarlo. Sobre todo, para comunicar la verdad descubierta dentro de sí y propuesta como la revelación de La Verdad. Heaney dice más con el silencio adentro que con el verbo desdoblado en imágenes deslumbrantes. Su poesía raya en la sutileza extrema y apuesta por la sencillez verbal a fin de conseguir atmósferas en las que el Ser se mueva con amplitud para manifestarse. De ahí sus versos transparentes y al tiempo oscuros o enigmáticos. De ahí la emoción contenida que percibimos sin atinar a decir si es el ritmo o el tono lo que nos conmueve. Tal vez sucede así porque el poeta irlandés habla de la realidad aparente —urbana o bucólica— con un lenguaje directo que permite levantar escenarios cotidianos, historias de la tradición irlandesa, discursos, fácilmente aprehensibles, pero que dejan entrever con sutiles alusiones un hálito de misterio que pulsa en el lector fibras sensibles de su interior, de su ser, que son también las del poeta. He aquí un ejemplo: Lejos de todo aquello Una pinza de acero helada husmeó por el agua del acuario y pescó por fin una langosta: articulaciones, piedras de río del color de municiones sumergidas. Ante el panorama de aquel puerto, el viento marino escupía en el ventanal, mientras nosotros, abismados, lo pintábamos de rojo: en cónclave horas y horas, hablando de las últimas tenazas. El crepúsculo, crepúsculo, se iba adueñando conforme las preguntas saltaban y echaban raíces. Entre remos y espaldas de remeros que se estiran hacia el frente y se levantan. Y, amigo mío, más poder para nosotros, tan endurecidos ya, con tan férrea voluntad de penetrarlo todo en serio, mientras el mar se oscurece y se blanquea y se oscurece y comienzan las citas a surgir como coartadas maliciosas: Me hallaba atenazado entre la contemplación de un punto fijo y el mandato de participar en la historia activamente. “¿Activamente? ¿A qué te refieres?” La luz a la orilla del mar se ha convertido en un tenue matiz, algo difuso entre la inanición y el equilibrio. Aún no logro sacar de mis entrañas esas vidas en la plenitud de su elemento en el fondo empedrado del acuario, y yo, frente a la gran enjaulada fuera del agua, su fortaleza fuera de sí. Acceder a esta posibilidad de revelación implica haber andado antes diversos derroteros. En Isla de las Estaciones (Ediciones Toledo, 1991) —uno de los dos libros de la poesía de Heaney traducidos al español— estamos ante un poeta maduro, ante un poeta que aun sin dejar de cuestionarse acerca de la relación entre él y la naturaleza, a la manera pueril, se preocupa ya por establecer “la relación entre la percepción poética y el mundo real”, luego de haber recorrido un camino lleno de recodos y vacilaciones, zanjas y peligros. En este sentido la poesía es iniciática. Señala Pura López Colomé, en el prólogo de este poemario, la ambivalencia que caracteriza a los poemas del escritor galardonado, “la vacilación, suerte de polarización dada en pares aparentemente contradictorios”. En efecto, el poeta acerca la lupa de su lenguaje a los objetos, a la naturaleza, a su propio movimiento interior, pero duda siempre de su instrumento de visión. Su actitud, su voz, su tono, también son ambiguos. Por eso el lector percibe como complejidad la contradicción. Sin embargo, cuando descubre que lo que hace el poeta es poner en duda su propio método poético, en una disciplinada exigencia, el lector lo comprende, se solidariza con él, se involucra en su búsqueda: “La contradicción, en un momento dado, se evidencia aparente: se trata solo de oxymora, paradojas retóricas capaces de resolver la ambigüedad principal, la del papel del poeta como equilibrador de fuerzas…” Isla de las Estaciones es la expresión de la evolución de un poeta que busca la integración, diríamos casi mística —no olvidemos que Heaney es católico—, del ser y la naturaleza, de los seres entre sí, y del hombre con una entidad superior; una entidad que contenga en sí la única respuesta, la posibilidad de darle al mundo una certeza, una revelación y que, para tal efecto, se vale de la poesía, en tanto se reconoce en ésta a un organismo vivo y cambiante, a un vehículo vital de comunicación. El poeta, en la poesía de Heaney, lleva en sí la semilla de esa verdad, la cultiva, la deja madurar en el invernadero de su indagación poética, la asedia con la luz y el agua de sus preguntas, y luego la muestra en versos ambiguos, pulidos y misteriosos. Soberbio en la contemplación de su hallazgo, el poeta Heaney nos ofrece, a nosotros, los cegados por el mundo, los pobres de espíritu —a la manera de un Cristo moderno—, la posibilidad de acceder a esta verdad poética, a una entrañable revelación. (Publicada en octubre de 1995 en La Crónica de Cancún).