Peter Handke: Para desmitificar el drama de la separación

 

Miguel Ángel Meza

Cuando una mujer se deja llevar por una fantasía, el mundo cambia. Cuando descubre, de pronto, que lo posible puede convertirse en lo probable, el drama empieza. Lo que antes existía sólo en su imaginación, como una extravagancia, se ubica, súbitamente, en el plano de lo real, de lo cotidiano, de lo necesario. Esta mujer primero imagina, por ejemplo, que su esposo la abandona, en una aceptación consciente de un inconsciente deseo. Luego, más pronto de lo que pensaba, se da cuenta de que es ella quien ha decidido que así debe ser. En La mujer zurda —la novela que Peter Handke escribió en 1974, y que anticipa un dilema al cual se enfrentan con mayor intensidad y frecuencia las mujeres hoy en día—, el personaje central, una mujer moderna de una moderna urbe, resuelve su conflicto de una manera simple y contundente: a la primera oportunidad se lo comunica a su cónyuge —quien en el azoro, escandalizado y lejos de intentar comprenderla, hace de este hecho un melodrama. La mujer zurda ha empezado, de esta manera, desde la veta inexplotada de su propia soledad, el camino hacia sí misma. No en el espejo exterior que representa el otro, sino en su propio reflejo interior intentará encontrar la solución a la problemática que le plantea su esencial incompletud existencial. Instalada, así, de golpe, en el centro de una más auténtica vida, ha iniciado el recorrido hacia su identidad en el vehículo de la reflexión sobre sí misma. Ha quedado atrás el mundo cómodo en que vivía. Todo lo que realiza ahora adquiere otro sentido. Es como si entrara en una dimensión nueva, más plena, si bien no exenta de angustia. Asumir intempestivamente otro papel no es, por supuesto, nada simple, aunque haya sido largamente deseado. Es aún más difícil si se está acostumbrado a regodearse en el mullido modo de vida burguesa. Por muy tediosa e insatisfactoria que haya sido la rutina de la vida burguesa. Ella comprende que el mundo que se había fabricado hasta entonces era, en realidad, un mundo prefabricado. Un mundo en cuya construcción ella no había tenido nada que ver: una relación aparentemente segura, una chata vida en los alrededores de una gran ciudad, en suma, una porción de actos en apariencia determinados por ella misma, pero en realidad sólo actuados desde el fondo estático de su falso apego. Si la más ordinaria de las vidas está infinitamente por delante de la aprehensión intelectual que cualquiera de nosotros hacemos de ella, La mujer zurda, de Peter Handke, es un intento por presentar la percepción desnuda de esa cotidianidad a través de una poética de lo elemental que muestre —literalmente— la vida simple de una mujer como cualquier otra. En efecto, Handke procura rodear la más intrascendente de las vidas con una red de lenguaje impersonal que la haga transparente. Por ello, sólo se limita a transcribir aquello que está entre lo subjetivo —nuestras percepciones— y lo objetivo —las construcciones teóricas y los conceptos que inmediatamente se vuelcan sobre la percepción naciente. William Faulkner afirmó que el estilo que un escritor elige para determinada obra constituye toda una forma de vida. Para Handke, el género literario que se escoge en determinado momento para expresar cúmulos de ideas y sensaciones es, ante todo, una posición en la vida, una posición ante la vida. Hanke utiliza sus conocimientos cinematográficos para narrar su novela sin intervenir con comentarios, alusiones o descripciones que desvíen la atención del lector o lo traicionen. Por medio de imágenes simples vamos penetrando en el mundo cotidiano de la mujer de su novela. Este mundo está descrito puntualmente (justo como lo haría el ojo de una cámara). Nos muestra todo lo que tiene de angustia y soledad —de alguna forma la angustia y soledad del escritor— “merced a una forma literaria que toque el nervio interior desde el exterior, sin verse arrastrado por el vértigo”. Ella (Handke elude nombrar a sus personajes: ella, él, el hijo, son modos de aludir a la impersonalidad del mundo actual), ella, la mujer zurda, se ha dado cuenta, en determinado momento de su existencia, de que pese a estar junto a otros seres, las posibilidades de una verdadera comunicación son mínimas. Es así, porque esta comunicación se ha convertido en una parodia de diálogo, en un simulacro de contacto que conduce al alejamiento paulatino de los interlocutores. En su soledad, parece decir el autor, cada uno debe inventar su propio lenguaje: un sistema de signos nuevos que abra las puertas a la expresión de percepciones inusitadas, subjetivamente verdaderas. La mujer zurda, así, se dedica a mirarse vivir, sin recurrir a la explicación reductora de la teoría sistemática, sino buscándose a través de la propia percepción de su existencia, por muy trivial que ésta sea en apariencia. Se trata de aferrarse a lo elemental. Se trata de reaccionar ante nuestras ideas y sensaciones con la misma intensidad con que la naturaleza se muestra cada día: nueva (igual y distinta a un mismo tiempo). En este sentido, La mujer zurda es una poética de lo elemental. Es, también, un aprendizaje. El aprender a quedarse solo, el aprender a separarse sin detestarse, el aprender la reconciliación en la ruptura y vivir así sin dramatizar cada vez que ello suceda. El hombre no soporta la ausencia de ella y el hecho de la ruptura lo llena de inseguridad. En un mundo en donde la seguridad aumenta en la medida en que el artificio de las urbes civilizadas es cada vez mayor, cualquier desequilibrio interior adquiere las proporciones de un caos. La mujer zurda es, en esencia, una desmitificación de la desgracia de la separación. La idea del aprendizaje viene nuevamente a explicar lo que para Handke significa la relación con los otros. Aprender a vivir en una gran ciudad es aprender a vivir solos y, al mismo tiempo, a soportar la relación con los otros. Significa aprender a equilibrar la falta de gusto por vivir con los otros con el sinsentido de la vida solitaria. Cuando, al final de la novela, la mujer queda sola después de una espontánea reunión en la que convive con los demás, esa soledad adquiere rasgos de dignidad: “No te has traicionado. ¡Ya nadie te va a humillar!”. Ha sabido combatir el seductor llamado del gregarismo pueril. Con el odio frío y limpio de su mirada, en un inexorable camino hacia el ser, ha recomenzado el repliegue sobre sí misma. Hundirse en el abismo de sí mismo es elevarse en conocimiento. Elevarse y distanciarse de los demás es unirse a los otros por un camino distinto: por el camino propio de la adultez. Cuando la mujer zurda lo consiga, dejará de ser solamente ella. Entonces conoceremos por fin su verdadero nombre: el de un individuo libre, en íntima indisolubilidad consigo mismo. (Publicado en Novedades de Quintana Roo en 1991).
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