José Joaquín Blanco: Los hombres del traje gris

 

Miguel Ángel Meza

Cuando el protagonista de Mátame y verás (Era, 1994) narra al inicio de esta obra que en su pasado hubo una experiencia homosexual, e inmediatamente después se encuentra al gay con el que la vivió, uno imagina que el lector asistirá al relato de posibles vicisitudes sensuales, en la misma línea narrativa de Luis Zapata, José Rafael Calva o el propio José Joaquín Blanco en anteriores novelas: mucho sexo explícito, narraciones crudas de atmósferas sórdidas en ambientes homosexuales y escenas perversas de alta temperatura erótica. Sin embargo, salvo ligeros atisbos en ese sentido, la novela presenta, al contrario, la convivencia obligada entre un heterosexual y tres homosexuales, todos de clase media, como un proceso de paulatino reconocimiento en donde los personajes no sólo no se ven ya como simples objetos sexuales, sino que se van descubriendo como seres humanos con sus propios problemas, sus patéticas crisis personales y su deseo por tomar de la vida lo que ésta les quiera dar, sin más exigencias a cambio que la tranquilidad resignada de los mediocres asumidos. En este sentido, uno de los temas predominantes en la novela del autor de Las púberes canéforas es el del fracaso y cansancio de los miembros de una generación que al filo de los cuarenta hacen el recuento de los daños del pasado, de los desengaños del presente y de las desventuras por venir. Son seres grises, que, sin embargo, se aferran a un pasado de ilusiones para no perder la costumbre del recuerdo. Antihéroes de la posmodernidad, desheredados de los sueños finiseculares, piezas anónimas e intercambiables del gran rompecabezas del sistema. Al narrar la historia de un buga —designación del individuo heterosexual en un ambiente gay— que se refugia entre homosexuales para huir de su esposa y de los abogados de ésta, tras desencadenarse un belicoso proceso de divorcio, Joaquín Blanco muestra las dificultades de la convivencia entre dos mundos —el homosexual y el heterosexual— cuyos roces frecuentemente sacan chispas de recelo y hostilidad debido a la contradicción de prejuicios y atracción morbosa con que la cultura machista la ha imbuido. Esta situación le sirve al autor para ilustrar, con humor satírico, sus reflexiones en torno a los usos y costumbres sentimentales de fin de siglo. Por un lado, las del protagonista, un clasemediero macho y conformista, sin dinero y amargado, que constata cómo quiebra su matrimonio —visto como negocio— y se desconcierta ante la idea de la derrota a los cuarenta. Narrada en primera persona, la novela es, así, el relato autobiográfico de un espíritu vulgar y desencantado: el del propio personaje que —con un lenguaje a ratos procaz que lo retrata fielmente— se desnuda ante nosotros al relatar la historia de sus desdichas. Él se sabe transa y cínico y no busca justificarse. Cultiva con descaro su arribismo social como método de supervivencia y no conoce el remordimiento posible al ver en su mujer sólo a una aliada que puede ayudarlo a satisfacer sus más egoístas ambiciones. Al contrario, su mayor preocupación consiste en defenderse de alguien que de pronto se convierte en su peor enemigo. Por ello, siempre nos queda la duda acerca de por qué le interesa conservar su matrimonio: si por conveniencia, por inercia e indolencia, o en última instancia por amor. Esta subjetividad que refleja un mundo vacío, frío y egoísta, nos muestra, asimismo, un universo homosexual en cuya atmósfera se expande la misoginia del autor y el machismo del protagonista. El mundo de los homosexuales que narra la novela está formado por tres tipos de gay, y aquí Blanco no defiende ni justifica, simplemente muestra. Está el católico amanerado que luego de un pasado de vejaciones y rechazos en el mundo masculino, al final obtiene del azar su recompensa y erige su venganza contra sus ex torturadores; los vence en el único terreno que le puede dar ante los ojos de los demás la respetabilidad deseada: el éxito económico, lo único válido que le otorga nivel social y decencia en un mundo consumidor y hostil, masculino y moralista. Está el homosexual que “no sale del clóset”, el eficiente economista que finge virilidad dentro de su saco y su corbata, y que encuentra en el gimnasio, frente a los espejos y entre las pesas, un recinto de retiro y autoadoración, porque para él el ejercicio es una forma de santidad y una plegaria física, es decir, la única actividad que lo redime de sus jornadas de oficinista descerebrado. Y, por último, el homosexual aventurero y promiscuo que utiliza eficientemente la seducción intelectual y cultural —es fanático erudito de cine mexicano de los cuarenta— para forjarse interminables noches con parejas de los más disímbolos oficios, todos del arrabal. El símbolo del hombre del traje gris que dormita en el Metro es, sin duda, de lo más logrado de esta novela de desigual factura: es el símbolo de la medianía asumida como meta deseable en la vida. Blanco, en una sátira cruel del mundo moderno, identifica a su personaje con un futuro de esta naturaleza. Al hacerlo, extiende su crítica a los hombres dormidos que nos rodean, a los hombres perdidos en su propio subterráneo, complacidos a su manera porque el azar y el tiempo han cumplido su labor decantadora de sueños, ilusiones y rebeldías. Sin nada ya de qué ufanarse —dice el autor—: ni totalmente fracasados sino sólo poco triunfales; ni excesivamente golpeados, sólo lo suficiente para dejar en el rostro un aspecto de resignado poco lamentable. En suma, una mediocridad de masa, de muchedumbre que se apretuja en el anonimato. (Reseña publicada en 1995 en La Crónica de Cancún, periódico ya desaparecido).
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