Miguel Ángel Meza
Heredero de tres vertientes del canon de la narrativa mexicana (Juan Rulfo, Carlos Fuentes, José Revueltas), y perteneciente a la fecunda y heterogénea Generación de la Casa del Lago, Juan Villoro (1956) es el autor de una obra muy personal que propone una nueva visión de la posmodernidad mexicana, donde la perplejidad lo protege de las trampas de la certeza. En la siguiente entrevista, el autor de una trilogía esencial en nuestras letras (“El disparo de argón”, “Materia dispuesta” y “El testigo”) reflexiona entre otros temas sobre la misteriosa recompensa oculta en el fracaso, y cómo pone en juego en sus relatos (“La casa pierde”) el desconcierto típico de la literatura fantástica en entornos totalmente domésticos.
—En tu libro de cuentos La casa pierde, se percibe un placer en la renuncia. ¿Definirías a tus personajes como perdedores?
—Me interesa mucho la derrota como tema narrativo. Creo que es más elocuente lo que ocurre cuando la gente muestra un costado vulnerable, alguna fisura. Sin embargo, no creo que los personajes de La casa pierde sean necesariamente masoquistas o que tengan un gusto especial en la derrota. Más bien aspiraría a que las nociones de triunfo o de derrota cambien de signo. Es decir, en ocasiones nosotros damos por sentado que un logro es positivo y, sin embargo, eso se convierte secretamente en una condena. De manera inversa, muchas veces caemos, pero hay una misteriosa recompensa en ello. Traté de alternar estas variables y ver cómo los personajes encontraban en los fracasos una manera de la redención y zonas más valiosas de ellos mismos.
—En ese libro tus personajes creen controlar su vida, pero al final siempre descubren que las situaciones los rebasan o que han sido manipulados por otras personas. ¿Cómo vuelves objeto de literatura la historia de hombres sin vidas extraordinarias?
—En la literatura hay una larguísima tradición de historias que dependen de perturbaciones muy fuertes. Pienso en el vasto campo de la literatura fantástica, en donde un personaje de pronto deja de tener sombra o pierde la voz o encuentra a su doble o sueña con algo que es una profecía de lo que le pasa en la realidad, es decir, perturbaciones muy notables que lo marcan y que el escritor decide que deben ser narradas porque el personaje ha entrado en una encrucijada única en su vida y está ante el raro milagro de esa experiencia. A mí me interesa tratar de reproducir este desconcierto, pero sin ningún atributo sobrenatural, sin que haya un shock brutal, sino en situaciones que los personajes dan por controladas, que son las mismas de todos los días. De repente algo los obliga a enfrentarse con situaciones tan inesperadas como sería la pérdida de la propia sombra o la pérdida de la voz o el encuentro con el doble. Me interesa poner en juego este desconcierto típico de la literatura fantástica en entornos totalmente domésticos.
—¿Cómo lo consigues?
—Trato de llegar a lo más hondo de estos personajes para darnos cuenta que el entorno que les resulta familiar tiene grietas que no han podido ver y que son más importantes que lo que ellos consideraban. Creo que es mucho más difícil fabular con elementos cotidianos, que todos dan por sabidos, que con este impacto de lo sorprendente y lo sobrenatural. Hay también una larga tradición al respecto, por el lado del cuento realista: Chejov, John Cheever, Raymond Caarver, que se ocupan de esta zona. A mí me gustaría mezclar procedimientos que vienen de la literatura fantástica con aquellos del cuento realista para ubicar este desconcierto de lo cotidiano en mis personajes.
—Es un gran logro: volver interesantes historias ordinarias, en donde aparentemente no ocurre nada.
—Ricardo Piglia, un escritor argentino, dice que todo cuento cuenta dos historias. Cuando cuentas una anécdota ésta puede ser más o menos interesante, pero sólo se convierte en un cuento de valía cuando hay una segunda historia, secreta, soterrada, que le da significación moral y psicológica a la primera historia. Hay un ejemplo en La casa pierde. En “Coyote”, uno de los cuentos, un personaje se pierde en el desierto. Eso podría ser una anécdota más o menos singular, como nos puede pasar en tantas excursiones. Uno de los amigos se extravía y tiene que contar la anécdota de cómo sobrevivió una noche en el desierto. Para que eso se convirtiera en un cuento a mí me parecía muy importante que esa pérdida tuviera que ver con una zona psicológica profunda del personaje o con la relación que tiene con su mujer o con lo que tiene que probarle a ella, o a sí mismo. De tal manera que empezamos a leer la historia de la pérdida de un hombre en el desierto y poco a poco algo empieza a gravitar en nosotros y le empieza a dar a esa historia un significado profundo, psicológico. Es una forma de darnos cuenta de que la historia plana que vivimos en la cotidianidad puede entrar en contacto con una segunda historia que le da una enorme profundidad. Estos distintos niveles de la experiencia me parecen muy importantes. Lo que una cuenta es la anécdota de la primera historia, pero su significado profundo es la segunda. Darse cuenta de ello es más atributo de la lectura y de la inteligencia del lector. Es como el arte del buceo: si tú sabes que abajo hay arrecifes y corales, la zambullida será más interesante. Esta lectura en profundidad va en búsqueda de una recompensa oculta para el lector. Naturalmente el escritor tiene que poner los corales para que el buzo llegue hasta ellos.
—Las mujeres en tus cuentos representan una fuerza oculta que pesa fatalmente en el destino de los hombres que las rodean. ¿Les asignaste este papel deliberadamente?
—Concretamente en este libro traté de que las mujeres fueran líneas de fuerza, que influyeran mucho en los personajes, pero que estuvieran ausentes. La mayoría de las figuras femeninas en el libro son figuras anheladas, soñadas, temidas, extrañadas, definen en cierta forma la conducta de los hombres, pero están lejos. Uno de los retos más difíciles y al mismo tiempo más sugerente de trabajar en la literatura es la influencia que pueden tener personajes ausentes, cómo alguien que no está en el lugar de los hechos contribuye de manera oculta a definirlos. Evidentemente, en historias de hombre solos hay tensiones distintas. Propositivamente, quise que la mayoría de los personajes actuaran sin la presencia de la mujer, pero siendo influidos por ella a través de estos anhelos, deseos, temores, extrañamientos. En los cuentos es una constante buscada.
—Hay otra constante en el libro: tu manera de contar los relatos. La mayoría comienzan desde la inminencia de un clímax, o desde el clímax mismo, cuya resolución se aplaza hasta pasar a un segundo plano.
—En el cuento “La casa pierde” (que da nombre al libro), hay una anécdota simple: la de un hombre que está jugando baraja y apostando todo su dinero en una partida. Pero a mí lo que me parecía más importante era cómo esas apuestas pueden tener una conexión psicológica profunda con la vida de este personaje. En realidad lo que este hombre está apostando ahí es, por un lado, los sueños de su mujer, que quiere huir, que quiere salir de ese lugar. Él tiene el dinero para cumplirle ese sueño, pero ella no sabe que él ha estado traicionando su deseo aunque tiene las posibilidades de pagarle ese sueño. Él decide jugarse, de una manera dolorosa, el destino de su mujer en ese juego de barajas. Poco a poco se establece en el relato que en realidad él no se quiere ir de ahí ni se puede ir de ahí porque está esperando el regreso de una persona que lo abandonó: su madre. Todo esto empieza a entrar en juego para que el lector advierta que en realidad el personaje está apostando mucho más que un dinero obtenido casualmente: está apostando todo el orden de su vida. Por eso el cuento termina con una serie de preguntas, como diciéndole al lector: aquí había varias historias: ¿cuál es la conexión entre todas ellas?
—¿Estás de acuerdo en que el tono predominante en este libro es la ironía, si bien más refinada y sutil que en anteriores obras?
—La ironía es una forma de la defensa, es una manera de distanciarte del mundo para comentarlo. A mí me parece muy rico cuando un escritor puede contar en dos velocidades: por un lado, lo que ocurre y, por otro lado, cómo los personajes ven lo que ocurre, es decir cómo reflexionan sobre lo que está ocurriendo. Esa distancia, esa manera de ver lo real, es la distancia de la ironía. En general lo que yo escribo tiene una carga irónica con muchos matices. Hay un libro de viajes a Yucatán Palmeras de la brisa rápida, donde la ironía es muy fuerte. En este libro, en “Tiempo transcurrido”, y en algunas crónicas periodísticas me parece importante lograr ciertos efectos irónicos y aun humorísticos. A veces tengo la impresión de que estoy escribiendo de manera muy dramática, pero por mi manera natural de ver el mundo se cuelan frases irónicas y a veces un oscuro sentido del humor. En La casa pierde la carga irónica es más suave. Creo que no está muy presente el sentido del humor. No hay un intento deliberado de mi parte.
—No. Incluso percibe una especie de tristeza, quizá derivada de la atmósfera creada por el desencanto de los no exitosos. Esa atmósfera me hizo recordar algunos cuentos de Onetti, pero sobre todo la de su novela Cuando ya no importe.
—Hay escritores que a mí me gustan mucho, que siempre tienen una misma tesitura emocional. Por ejemplo, Onetti, uno de los autores que más admiro, siempre es azotado, amargo, extraordinariamente depresivo. Ibargüengoitia, por el contrario es un autor alegre, humorístico y siempre se mantiene en ese tono. A mí me gusta mezclar un poco extremos emocionales. Mi ideal como escritor sería mostrar situaciones en donde hay un tristeza de fondo, hay algo dramático y sin embargo asoma un sentido del humor, una posibilidad de la alegría. Me gustan mucho los autores que logran estas mezclas, como Calvino, Bashevis Singer, el mismo Borges, que de pronto cuenta una historia épica o dramática en donde hay un trasfondo irónico muy fuerte. Me gusta que menciones a Onetti en relación con La casa pierde. Ojalá esté yo a la altura de esa comparación.
—De los volúmenes de cuentos La noche navegable y Albercas a La casa pierde hay una evolución radical en tu manera de ver el mundo.
—Hay muchas diferencias entre los dos libros, porque hay veinte años de distancia entre uno y otro. La noche navegable fue escrito por alguien que quería contar de primera mano ambientes y experiencias que conocía. En ese sentido es un libro muy cerca de lo que yo estaba experimentando. Me identifico mucho con esa frase de Carlos Pellicer: tengo veintitrés años y creo que el mundo tiene mi misma edad. La noche navegable está escrito por alguien que cree que todo —la ciudad, las calles, las amistades, la historia— tiene la misma edad que los protagonistas. Hay un deslumbramiento primero ante estas cosas, un afán de descubrir a través de ritos de paso lo qué es la vida. En ese sentido es un libro muy relacionado con un periodo de inocencia, con un periodo de descubrimiento adolescente. Muchos años después La casa pierde es un libro más alejado de mi experiencia. Trata de destinos muy diferentes en situaciones que nada tienen que ver con mi vida. La vida de un pueblo de traileros o de un entrenador de segunda división en un lugar ficticio del Caribe o de un profesor de economía en una universidad norteamericana, es algo alejado a mí. Trató de imaginar destinos desde la piel de los otros, darle mayor peso a las historias. La noche navegable es un libro más bien de atmósferas abiertas. En La casa pierde la trama, las historias, lo que ocurre es mucho más definitorio.
Se están diluyendo los caudillismos culturales en la literatura mexicana
—A raíz de la muerte de Octavio Paz se habló de que habría un reacomodo en el poder que ejercía su grupo literario en la cultura en México. ¿Crees que así sucedió? ¿Quién es ahora la voz más influyente en la literatura mexicana?
—Afortunadamente, se están diluyendo los caudillismos culturales en la literatura mexicana. Desde la Revolución en adelante hubo la necesidad de abanderar proyectos culturales a partir de grupos o figuras muy señaladas de la cultura. Esta es una característica de un país con un atraso cultural muy grande. Sólo en países con pocos lectores, con niveles culturales tan bajos, los escritores tienen un papel social tan preponderante. Es una paradoja de países como Perú, por ejemplo, donde Mario Vargas Llosa puede ser candidato a la presidencia ante gente que no lo ha leído. Es decir, el escritor en estos países se postula como alguien que domina una forma de la dificultad, algo a lo que no mucha gente tiene acceso. Es como un mandarín en la China clásica o como un sumo sacerdote en la sociedad prehispánica del mundo americano. Estas figuras que detentan una especialización ajena a los demás se convierten en gurús, en caudillos, en opinionistas de lo que sea y suplen a los analistas políticos, a los políticos mismos, y abanderan transformaciones de todo el país. Fue el caso de Vasconcelos. De alguna manera Octavio Paz fue intérprete de la realidad mexicana y de la realidad universal vista desde México. Este tipo de intelectual que ha sido muy necesario caerá en desuso en la medida en que tengamos una sociedad mucho más compleja, transparente y participativa. El escritor ocupará su sitio: el de contador de historias o de quien argumenta a través de las ideas, pero no ese papel de foco cultural o transformador de opinión de manera tan patente. Hay figuras importantísimas, pero por otras razones. Por ejemplo, Carlos Monsiváis. Es un analista de la realidad mexicana de una lucidez extraordinaria, con una capacidad de respuesta velocísima, que además toca todos los temas posibles, salvo el futbol. Afortunadamente, no le interesa: esa es una de las razones por las que yo escribo de futbol. Monsiváis es como el turista japonés de la crónica: cuando tú llegas a un tema, él ya estuvo antes. Pero no pretende ocupar un espacio de opinión más allá de sus palabras. Es decir, él no pretende dirigir una estación de radio, dirigir una revista o formar un grupo de analistas.
—¿Y Carlos Fuentes?
—Bueno, Carlos Fuentes es un escritor imprescindible y un fenómeno muy peculiar: es un escritor que a su manera es muchos escritores. A mí me interesa muchísimo la primera parte de su obra y en una etapa intermedia, que es la de Terra Nostra, por la relación que él tiene con el mundo español y con una idea fantasmagórica, casi goyesca de la literatura. Es decir, de corte semifantástico, muy arriesgado lingüísticamente, barroco. Aparte de eso es un analista político muy significativo, un escritor que toca muchísimos temas. Probablemente en el futuro no haya este tipo de escritores tan proteicos, que escriban por igual un libro de pintura que un libro de historia o conduzcan una serie de televisión.
—Tú fuiste alumno de un taller de cuento célebre, el de Augusto Monterroso. ¿Cómo recuerdas esa experiencia?
—Fue extraordinario. Augusto Monterroso nos tomaba terriblemente en serio, tanto que trataba de demostrarnos que nuestra valoración de la literatura era muy deficiente. Nosotros no queríamos arriesgarnos en serio con la literatura, coqueteábamos con ella; nos atraía la idea de ser escritores y nos gustaba más el personaje del escritor que la literatura misma. Él nos demostró que escribir bien es mucho más difícil de lo que nosotros pensamos, y que si tomábamos en serio la literatura las recompensas serían mucho mayores. Monterroso era un maestro muy severo. Siendo una persona de extraordinaria bohonomía, con un excepcional sentido del humor, era durísimo, al grado de que el principal resultado de su taller era que la gente dejaba de escribir. Era en realidad una escuela de inhibición. Si pasabas por ella y después querías seguir escribiendo, tenías que estar muy curtido, muy seguro, o ser muy irresponsable. Yo más bien me ubico en la tercera categoría.
—¿Qué opinas de la proliferación de talleres literarios? ¿Pasaron de la mística de aquellos grupos, a convertirse en una especie de fábrica de escritores?
—Los talleres son como los matrimonios o como las terapias de grupo: pueden ser tan buenos como sean sus miembros, sobre todo por la química entre ellos. El mejor coordinador puede tener alumnos que no establecen comunicación. Lo mejor que puede pasar es que el taller ayude a un escritor a eliminar los problemas que tiene en sus orígenes. Lo peor es que le cree una dependencia de la dinámica del taller: que el autor renuncie a la autocrítica para delegar esta responsabilidad en los demás y acostumbrarse a que cada miércoles le dicen si sus cosas valen la pena o no.
Mi generación no tuvo búsquedas gregarias exitosas
—En La región más transparente, Carlos Fuentes, entre muchísimos otros temas, hizo el retrato de su generación, José Agustín hizo lo propio en De Perfil, ¿te propusiste hacer el retrato de la tuya en Tiempo transcurrido?
—No. Aunque de manera muy obvia este libro vincula a la generación que fue niña durante el 68, creció durante el auge de la Contracultura, vivió el esplendor de la música de rock, pasó por Avándaro, y vivió el terremoto del 85, un momento significativo para la vida comunitaria en mi generación, Tiempo transcurrido no es un retrato suficientemente amplio, rico de mi generación como para abarcarla por entero. Es un retrato muy irreverente, fragmentario, caricaturesco, porque más que trabajar con personajes, trabajo con arquetipos. Ahí trato de construir destinos que fueron típicos para gente de mi generación, pero no es un retrato exhaustivo de la clase media urbana de México.
—Este libro deja la sensación de una atmósfera de desencanto. Ahí está la frustración de los ideales juveniles de los sesenta. ¿Tenías una visión amarga de tu época?
—Es un libro desencantado, sí. Mi generación vivió entre dos utopías que corresponden a otras generaciones. Por un lado, la generación del 68, la de nuestros hermanos mayores, que creyó en la posibilidad de cambiar el país a través del movimiento estudiantil, que creyó mucho en los paraísos artificiales de la droga, en el socialismo, en la guerrilla, en el orientalismo, en el vegetarianismo. Fue una generación con demasiados dioses. Cuando empiezo a decidir mi vida de manera independiente, la situación empieza a cambiar: hay una decepción hacia el socialismo real, la guerrilla ya no es una opción, la droga ha desembocado en las muertes de Janis Joplin, Jimmy Hendricks y Jim Morrison y empieza a crearse la narcocultura. La utopía de vivir en comunas ya no existe porque los antiguos paraísos son zonas hoteleras. Todo esto gravita de manera decepcionante en mi generación. Fuimos educados en los símbolos de la rebelión y el mundo ya no corresponde a estos símbolos. Por otra parte, la gente más joven que nosotros volvió a hacer revueltas gregarias en México. Pienso en los chavos que han hecho la caravana al EZLN o en los primeros brotes de renovación estudiantil en el CGH. Mi generación no tuvo búsquedas gregarias exitosas. De manera colectiva no pudo cambiar la vida. Nos tocó un país con muchas oportunidades para nosotros, con proyectos y programas bastante logrados por parte de la sociedad mexicana justamente para impedir un nuevo 68 y para asimilar a la gente joven.
—¿Cuál sería entonces el aporte de tu generación?
—Mi generación se salva por lo que cada quien ha encontrado para su vida, en la ciencia, en la religión, en la medicina, en el arte. Pero con respecto a la del 68, mi generación es conservadora, tranquila, digámoslo así, porque no cambió nada. La gente que cambió el país después, los grandes voluntarios de la transición a la democracia, fueron los jóvenes del 2 de julio pasado.
—Y con respecto a la literatura…
—Ha dado búsquedas individuales muy notables. Me parece muy atractivo que a esta generación no se le pueda homogeneizar. Hay una literatura muy diversa como la de Daniel Sada, Fabio Morábito, Carmen Boullosa, Enrique Serna, Rosa Beltrán.
La liebre de la cultura en el páramo cancunense
—¿Qué pudiste apreciar acerca de la vida cultural de Cancún?
—De lo poco que he conocido, puedo decir que hay una actividad cultural importante. Lugares como Plaza Arte, la revista TROPO a la uña, el hecho de que haya una Universidad pública, la Casa de la Cultura, todo eso me hace pensar que hay un sentido de ciudad mucho más grande. El que haya una novela que retrata Cancún (Todo incluido, de Carlos Hurtado), demuestra que la ciudad es ya un tema importante para la literatura. Es sorprendente que en los más distintos rincones del país de repente salta la liebre de la cultura. La gente dice aquí no hay nada, en este páramo no hay liebres, pero de pronto ahí están. Lo sentí al leer los ejemplares de TROPO a la uña que me enviaste. Es algo que renovadamente ocurre en México: este país es mucho más rico y diverso de lo que pensamos. Y es difícil percibirlo desde el centro, ese gran ombligo que sólo se ve a sí mismo.
—¿Haces apuntes en tus viajes para futuras crónicas?
—No, nunca hago apuntes. Tengo la superstición de que si no me acuerdo de algo no merezco contarlo. Es como un castigo a mí mismo. Desconfío mucho de lo que apunto porque me da la impresión de que ya no fuera mío: ya está en un papel y luego tengo que obedecerle a ese papel. Si yo tengo una idea y no soy capaz de recordarla en tres o cuatro años para plasmarla en un cuento, entonces esa idea no era para mí.
—¿Eres muy supersticioso?
—Mucho. Dice García Márquez que quien no tiene religión tiene supersticiones. Yo tengo religión y además supersticiones. O sea que estoy jodido.
—¿Qué estás leyendo ahora?
—Una biografía de Schopenhauer, mi filósofo favorito desde el punto de vista estilístico. Ortega y Gasset decía que la claridad es la cortesía del filósofo. Schopenhauer es el máximo modelo de esa sentencia. Sus reflexiones me interesan como formas de la narrativa. Como hombre era pesadísimo, era misántropo, detestaba al mundo, odiaba a las mujeres. Lo leo porque estoy haciendo un libro de ensayos del S. XVIII. Ya he escrito sobre Goethe, Casanova, Lichtemberg, Lessing, Laponte (el libretista de Mozart).
—¿Qué influencias reconoces entre los autores que te son afines?
—Hay mucha familiaridad con autores del Río de la Plata. Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, José Bianco. Y autores argentinos más cercanos como César Aira o Ricardo Piglia o una ensayista como Beatriz Arno, me han marcado muchísimo, han sido fundamentales para mí. Por otro lado, autores norteamericanos: John Cheever, Raymond Carver, William Faulkner, Tom Wolf y Norman Mailer en la crónica, Saul Bellow, Jack Kerouac, Fitzgerald. Todos ellos han estado muy presentes en lo que escribo.
—¿Cómo ves la crítica literaria en México?
—El crítico dice más de sí mismo que de la obra que comenta. Pone en juego su sensibilidad, sus gustos, sus conocimientos para desmontar una obra ajena, pero también para expresarse a través de la crítica. Mi libro de ensayos se llama Efectos personales, porque al hablar de los otros estoy haciendo un autorretrato accidental de mí mismo. Veo una crítica bastante activa en México, pero me sorprende que para la mayoría de los escritores, el trabajo crítico es como hacer el servicio militar. Es un requisito de juventud que luego abandonan. Son muy pocos los escritores, como fue Octavio Paz o como es Sergio Pitol, que siguen escribiendo sobre los demás. Es muy difícil conseguir críticas de autores formados, cuando trabajas en una revista o en un suplemento cultural: les parece una tarea menor. Para los escritores jóvenes es un poco como entrar por la puerta de servicio a la literatura. Los críticos en México son muy jóvenes y están escribiendo contra los que van a ser en el futuro.
—Después de los cuarenta años cumplidos, los escritores ya no leen a los jóvenes. ¿Estás en una etapa de relectura?
—Soy muy curioso. Leo a los jóvenes. Cuando uno da “el viejazo”, uno pierde la capacidad de asombro, no tiene ya promesas para sí mismo. Eso me parece terrible. Hay una fábula de Italo Svevo, de un hombre al que se le aparece el diablo. El diablo le dice: ¿qué deseas? Te doy lo que tú quieras, a cambio de hacer un pacto conmigo. El hombre piensa en esa oportunidad, pero se da cuenta que no encuentra nada que pedir. Esa es justamente la vejez: cuando uno no encuentra nada que pedir al diablo.
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Imagen tomada del sitio WRadio https://wradio.com.mx/programa/2020/06/11/asi_las_cosas/1591897172_198842.html
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Entrevista publicada en Tropo 19, Primera Época, junio de 2001.