Miguel Ángel Meza
No es difícil situar la rara fascinación de Salón de belleza, la novela de Mario Bellatin (México, 1960), escrita en 1996 y publicada tres años después por Tusquets editores. Esta seducción se genera, sin duda, por el rigor imaginativo de la propuesta anecdótica del autor, por la actitud sin conmiseración del narrador para referir su alucinante historia y por la capacidad del relato para crear una atmósfera mórbida sin regodearse en la sordidez de su ambiente. La historia de un salón de belleza, decorado con peceras y convertido en albergue de enfermos terminales —historia contada con el desencanto lúcido de un fatalista irredimible—, deja en el lector la sensación de tristeza existencial, de soledad de muerte, de lo irremediable.
Novela corta e intensa, Salón de belleza estremece desde el inicio porque el personaje-narrador nos introduce sin miramientos en el vórtice de un espanto asumido con la naturalidad de un hecho irrevocable. Este narrador no explica las causas de la enfermedad que ha atacado a los infelices que recibe en su salón de belleza ni justifica su decisión como dueño de un negocio exitoso para transformarlo en moridero permanente. Sólo nos describe una realidad dada y a partir de ella entreteje su relato. Justamente, el horror se desprende —como en las ficciones cortazarianas— del contraste entre la anomalía de una realidad extraordinaria, pero probable, y su aceptación por parte de quienes la viven y de quien nos la cuenta.
Como en las películas de horror que no muestran la fuente de lo monstruoso, un acierto de esta novela es nunca mencionar el mal que ataca a estos individuos. Sin embargo, por la sintomatología descrita —llagas en la piel, ganglios inflamados, diarreas súbitas, enflaquecimiento repentino, debilitamiento general, pérdida de la memoria, etcétera— y por las correrías nocturnas del personaje —un travestido que busca hombres en jardines y baños de vapor—, uno supone la índole de la enfermedad y reconoce la clandestinidad homosexual del mundo descrito. Al omitir toda referencia a esta enfermedad y referirse a ella como “el mal”, el lector revive temores de peste medieval.
El espacio narrativo es siniestro. Aunque se vislumbra una opaca ciudad en las afueras, en realidad la sensación opresiva proviene del espacio cerrado. Los sillones para cortar el cabello, los tocadores con peines y cepillos, shampoo y tintes, tijeras y secadores de pelo, rastrillos eléctricos y guantes de jebe, se perfilan ahora como utensilios inútiles iluminados por la luz indirecta de enormes acuarios dentro de los cuales vagan peces extraños. Un salón de belleza —ya sin espejos, “para no multiplicar el horror al infinito”— destinado antes a embellecer a mujeres tristes, convertido ahora en un moridero para enfermos incurables: decenas de jergones de manta gruesa en el piso sobre los cuales se recuestan seres cadavéricos en espera de la muerte.
El personaje es alucinante. Pertenece a la estirpe de los solitarios con aficiones excéntricas —en este caso la cría de peces exóticos—, atacado por una súbita iluminación que le revela la misión de su vida: una idea, obsesiva de tal manera, que pronto adquiere connotaciones de destino. La relación desapegada del narrador con los enfermos es la misma de una enfermera que devenga un salario: estricta obligación laboral y fría humanidad —si se vale decir—, en este caso cercana a una rara santidad. En efecto, el lector percibe en el fondo una radical solidaridad, sin pretexto filantrópico alguno, sin matiz religioso y, sobre todo, sin intención moralizante.
Publicado en Tropo (primera época).