Fernando Vallejo. Bienvenidos al reino de la Muerte

Miguel Ángel Meza

Por su feroz realismo, su ácido humor negro y sus reflexiones cargadas de escepticismo, La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, es tal vez la novela más provocativa, amarga y desesperanzada que haya yo leído en muchos años. No sólo por la gratuidad de la muerte violenta —tan reiterativa que se ha dicho que contiene un asesinato por página— sino por su acerba crítica a la enajenación y a la hipocresía del mundo actual, y por el desprecio del narrador a la condición humana —a la cual caricaturiza sin piedad—, a sus desvirtuados valores morales y religiosos y a sus vanas conquistas materiales.

La virgen de los sicarios es un libro que conmociona. Los abundantes crímenes —sólo algunos de los ciento cincuenta que cometió el sicario Alexis—, llevados a cabo por las más triviales razones, la miserable vida de las comunas en Medellín, el hábito de los colombianos para convivir con la muerte violenta y el absurdo vital que destila el propio Fernando, el narrador, son relatados por él con lúcida amargura, con sarcasmo burlón y apasionado, con despiadada lógica. La cotidianidad de la violencia incluso somete al lector a la prueba de la costumbre: si uno abandona su espíritu crítico terminará también por habituarse a la brutalidad de la acción criminal y, como los personajes, perderá sensibilidad hasta acabar viendo con naturalidad los más absurdos asesinatos.

El humor negro no sólo se deriva del sarcasmo del narrador. La contradictoria relación entre muerte y religión produce el mismo efecto. Alexis, como tantos otros sicarios adolescentes, tiene su propia virgen protectora —María Auxiliadora— a quien le reza en las innumerables iglesias de la ciudad, bendice las balas para no errar el tiro, se cuelga rosarios y estampas devotas y cumple puntualmente con sus obligaciones religiosas a fin de llevar a buen fin su cruento cometido. Niños-adolescentes sin futuro —“los muchachos no son de nadie, son de quien los necesita”—, los sicarios colombianos habían sido ya retratados en Crónica de un secuestro, de Gabriel García Márquez, pero la perspectiva de Vallejo se centra exclusivamente en ellos, en su origen miserable, en su amoralidad, en su vacío vital.

Mi Señora Muerte, la Silenciosa, la Justiciera, la Obsesiva Laboradora, la Paradójica, la más Atroz Paridera, son algunos de los nombres que recibe la muerte —por supuesto, personaje central— en este brutal retrato de Colombia, una de las naciones más violentas en la actualidad, y específicamente de las comunas de Medellín —semejantes a los cinturones de miseria en México, o de cualquier parte del mundo, excrecencias de la urbe, tumores de la civilización— cuyos niños y adolescentes son reclutados por el ejército, empleados por la guerrilla o contratados como asesinos a sueldo por narcotraficantes, tal el caso de los sicarios que transitan por estas 121 impactantes páginas.

El desencanto político del autor es contundente: “En este país de leyes y constituciones, democrático, no es culpable nadie hasta que no lo condenen, y no lo condenan si no lo juzgan, y no lo juzgan si no lo agarran, y si lo agarran lo sueltan… La ley de Colombia es la impunidad y nuestro primer delincuente impune es nuestro presidente, que a estas horas debe de andar parrandeándose el país y el puesto. ¿En dónde? En Japón, en México… En México haciendo un cursillo.”

No es difícil rastrear los hermanos espirituales de esta perturbadora novela. Su filosofía desencantada y pesimista recuerda al Cioran de El inconveniente de haber nacido. Detrás de su sarcasmo vitriólico está el Jonathan Swift de Modesta proposición para impedir que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres y su país: “Mi fórmula para acabar con la pobreza no es hacerles casa a los que la padecen y se empeñan en no ser ricos: es cianurarles de una vez por todas el agua y listo; sufren un ratico pero dejan de sufrir años. Lo demás es alcahuatería de la paridera.”

Su afirmación del absurdo de la existencia y su ánimo apocalíptico parecen herencia  de El solitario, de Ionesco; y su personaje pertenece sin duda a la estirpe demoniaca del Hombre del subsuelo, de Dostoyevski, subversivo, hostil, incansable en su afán por rascar la podredumbre del alma humana, y exhibirla con brutal sinceridad, con delirio tremendista, al estilo violento de Lautremont.

Publicado en 1994 y editado en 1999 en México por Alfaguara, La virgen de los sicarios —también historia de amor homosexual— es obra para lectores con estómago fuerte. Su autor, Fernando Vallejo —quien ha filmado tres películas en México, donde radica, y quien ha escrito un ciclo autobiográfico de cinco novelas— es uno de los grandes escritores colombianos. Junto con Gabriel García Márquez, Alvaro Mutis y Humberto Moreno-Durán, Vallejo se sitúa sin duda en el primer plano de la narrativa latinoamericana.

Publicada en TROPO (primera época).

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