Ramón I. Suárez Caamal: El mundo es una metáfora

Lizbeth Peña

Con más de diez premios nacionales y tres internacionales, Ramón I. Suárez Caamal (Calkiní, Campeche, 1950) es uno de los autores más prolíficos de la región, con más de cuarenta publicaciones, entre ellas diez poemarios para niños y libros didácticos, como Poesía en acción, y diez libros inéditos. Radicado en Quintana Roo desde 1973, es el creador de la letra del himno de nuestro estado y un ferviente promotor de la escritura en sus incontables talleres literarios. Referente de inventiva, sensibilidad y disciplina creativa, Ramón Suárez nos deja ver en esta entrevista su lado más entrañable: el del hombre noble y sencillo, el del artista siempre curioso y el del poeta infatigable para el cual el mundo es una gran metáfora que no deja de manifestársele.

Hacerle unas preguntas debía de ser fácil. Lo difícil era encontrar el momento. Coincidíamos varias veces en su gira de presentaciones, pero había poco tiempo entre lecturas, firmas de libros, planes de ir a una ciudad y otra, y tantos otros requerimientos de funcionarios, lectores y escritores que lo buscaban para talleres, festivales y actividades literarias. Lo cierto es que Ramón salta de actividad en actividad; solo pone pausa, luego regresa, y crea nuevos proyectos para seguir en esa esfera dinámica que es su vida.

Al presentar sus poemarios en Chetumal, se queda de pie, desborda energía; juguetón desenrolla los versos como si de un actor se tratara hasta terminar rapeando uno de sus poemas. Porque al poeta los versos le llegan con música, incluso varios de esos tarareos los compartió con Carlitos Chak cuando este ofreció musicalizarle varios poemas. “Me hubiera gustado aprender a tocar guitarra, pero soy torpe con los dedos”. Para la música quizá, pero no para la pintura, pues ha participado en varias exposiciones y se pueden observar cuadros suyos en su casa, en su pequeño hotel.

En el contexto de su participación en el Festival de Cultura del Caribe en Cancún, pude por fin entrevistar al autor de Flora (uno de sus más recientes poemarios, un homenaje e invocación a Alejandra Pizarnik). Cuando llegué a la cita en el hotel donde lo hospedaban, una mujer de Playa del Carmen hablaba con él: “Porque tú fuiste el causante de que hiciera mi libro”, comentó ella después de pedirle que presentara su poemario. Él, por supuesto, dijo que sí. Y antes de comenzar nuestra plática, me dice entre risas: “que sean fáciles, no me hagas preguntas difíciles”.

Primeras lecturas, primeras anécdotas

—Has contado que un profesor de la Normal les encomendó hacer un periódico, y que eso te acercó más a la literatura y a la difusión (obtuvo el Premio Estatal de Periodismo de Quintana Roo en 1987 por su labor con revistas literarias). Pero antes, ¿qué leía Ramón y qué le leían?

—En un cuarto de mi casa, en Calkiní, Campeche, mi tía tenía cajas de cartón llenas de cartas, de postales, creo que eran modelos de la época, con sus peinados y demás; y ahí había unos libros del tamaño de una caja de cerillos. Se llamaban Cuentos de Callejo. Son los primeros que leí por voluntad propia, por afición. Traían cuentos tradicionales como “La princesa y el guisante”, Los viajes de Gulliver

De la época de la primaria no recuerdo ningún título, pero sí las visitas a la biblioteca, que entonces veíamos enorme. Era un salón especial dentro de la misma escuela. Los libros estaban cerrados, creo que ni no los daban, no lo sé. Estaba llena de estantes encima de los cuales había frascos de vidrio con formol y animales en conserva, disecados: iguanas, sapos y no sé qué tanto.

Recuerdo un libro de lecturas de sexto año —la SEP aún no repartía libros de textos gratuitos—; traía leyendas, poemas, escritos universales, pero fue en la biblioteca de la Normal donde me di vuelo: ahí leí, creo, casi todas las colecciones de novela del realismo y el romanticismo mexicanos, Rafael Delgado y otros.

A veces en las noches, una tía nos contaba historias, pero recuerdo más a ese peluquero de Calkiní que cada vez que nos íbamos a cortar el pelo nos relataba cuentos, muchos de la tradición oral maya, del Popol Vuh, otros de la tradición europea. A veces mezclaba una cosa con otra y les ponía de su propia cosecha. Me acuerdo del conejo que engañaba siempre a los demás animales, y ahora ya he visto esta historia también en libros.

Por ahí tenía algunos parientes que eran versificadores populares, uno que anunciaba todo lo que vendía en verso, en un mercado en Campeche; igual estaba un señor que vendía antojitos y ponía versos en su pequeño pizarrón. Eso se dio bastante allá en Calkiní, había muchos versificadores de humor.

—Has dicho que te gusta vivir en Bacalar por su tranquilidad. Y cuando se habla de esa ciudad, el mayor referente es la laguna de los siete colores, pero solo te recuerdo paseando sobre ella en un barco durante el Festival de Poesía Oxígeno, o conversando junto al agua. ¿Entras, sabes nadar?

Entonces Ramón evoca cuando estuvo a punto de ahogarse. Estudiaba la secundaria en la escuela de Hecelchakán y con un grupo como de cuarenta alumnos fue de excursión a conocer Garrafón en Isla Mujeres. El cayuco en el que iban —los barcos no llegaban a la orilla— se volcó a causa del vaivén provocado por un compañero, gordo, que iba agarrado de él mientras nadaba. Ramón solo se acuerda cuando se iba al fondo junto con su cámara fotográfica. Lo sacó un amigo, y el dueño del barco se lanzó al mar, volteó el cayuco y subió a los que no sabían nadar. Desde entonces le tiene pavor al agua.

—Mientras no me llegue hasta por acá (señala el pecho), pero sí contemplo la laguna, de lejecitos, en la orilla (ríe). Una vez ya con mi familia entré al agua, pero con chaleco salvavidas. Así ya no hay problema.

—¿Y qué te gusta hacer cuando no escribes ni pintas?

—Buena pregunta… Bueno, ir al cine. Me gustan más las películas de ciencia ficción, no soy de películas de arte, sino para entretenerse, de acción, de misterio, de terror no. Escuchar música, la música clásica sí me gusta, la trova… Qué más, ponerme a pensar muchas cosas: en proyectos y más proyectos.

—¿Hay algo que hubieras querido ser antes de elegir el magisterio, además de ser escritor? ¿Se te hizo más fácil decidir esa carrera por tener la Normal en Campeche (en la cual estudió antes de ir a la ENSEM, en el Estado de México)?

—En ese tiempo, por la situación económica y las escuelas existentes no podíamos elegir. El magisterio fue la opción para tener una profesión, para poder superarse, y no me arrepiento de eso, 43 años de servicio y una labor que creo que ha rendido frutos, para mí es lo importante; no fue mi elección voluntaria al principio, luego sí. Aunque me hubiera gustado ser creador de dibujos animados, eso siempre me ha llamado la atención, me da curiosidad cómo se hacen, cómo formarlos, y ahora con los adelantos que tienen ya están casi, casi reales. En ese tiempo nada más eran los de Walt Disney y los del gato Félix que son unas caricaturas medio surrealistas.

Cuando uno quiere hacer algo, se busca su tiempo

—Ahora ya estás jubilado, pero cómo le haces para estar en todo y a la vez parecer tan apacible.

—Duermo poco. Y cuando uno quiere hacer algo se busca su tiempo, un intermedio, cuando hay que ir a hacer antesala a algún lugar (Ramón recomendaba en un taller hacer palíndromas y juegos de palabras durante las esperas), en el transcurso cuando vas de viaje. Además, aparentemente no, pero soy muy irascible. Bueno, nada más en los imprevistos, cuando planifico algo y de repente no sucede.

Y cuenta que hace unos días olvidó una conferencia que debía dar en la escuela Normal de Bacalar. La tenía en su agenda, pero andaba distraído con la compra de su boleto para venir a Cancún y luego a Miami. Cuando le llamaron, él ya casi llegaba a Chetumal (que está a media hora de ahí). Su hija conducía y ella no podía regresar porque debía realizar trámites personales. Entonces se bajó y regresó en taxi, pero al llegar a su casa descubrió que no tenía la llave, así que llamó a su hijo para que le fuera a abrir. La urgencia y los inconvenientes lo desesperaron. Ya en la conferencia, actuó como nunca lo hace: pidió a varios alumnos que apagaran su celular (porque se distraían mientras él hablaba), y como continuaron, les dijo que se salieran o se quedaran a escuchar.

—Nunca hago eso, creo que fue un reflejo de lo que pasó. Las carreras y el tiempo me pusieron un poco molesto, y más que nada nervioso, angustiado. Por eso mejor ni planifico.

—Actualmente te dedicas a escribir mayormente para niños y jóvenes, has investigado y leído mucho para ello, y te vas poniendo nuevos retos. ¿Hay temas que aún no te atrevas o no quieras tocar en esos libros?

—No sé, quizá el bullying, el acoso, la violencia en el hogar. Los he tocado un poquito en Tris Tras el miedo, están algunos de soslayo, pero en especial no. Hay otro libro que estoy escribiendo, que por ahora se llama Historias del niño invisible (título que podría cambiar), donde estoy profundizando un poquito más en esos temas. Ya empecé. Pero no sé de qué no hablaría, no me lo he preguntado. Quizá tal vez lo difícil sea cómo entrarle al tema para que no sea crudo. He visto algunos libros de miedo, por ejemplo, que lo tratan de un modo humorístico, no entran realmente a la esencia. Ahí tengo mis dudas de si no deba tratarse de manera más cruda o real y si deba disfrazarse y estilizarse a través de metáforas. Todavía ando en esas investigaciones de qué tanto se debe decir y qué tanto se debe hacer casi como una parábola, como en El pato y la muerte. Salvo ese libro (Juul, de Gregie de Maeyer y Koen Vanmechelen) que me prestaste, del niño que sufre bullying, al que lastiman, es el que me ha servido más o menos.

—¿Hay algún poema que sientas que hable de ti, que te represente?

—En Historias de un niño invisible hay un poema que habla de un niño que está creciendo en un charco. Ese podría ser un poco autobiográfico porque me recuerda mi niñez. Vivíamos en un lugar pobre, y mis hermanos y yo (todos muy flacos) a veces sentíamos un poco la discriminación social por la situación económica, más que nada. En ese tiempo, hace más de cuarenta años, Calkiní era muy clasista; aunque no se quisiera, se sentía esa división.

—¿Por qué crees que se da más la poesía que la prosa en Quintana Roo?

—Ahí sí, bonita pregunta. (Se ríe). Quién sabe por qué. Posiblemente porque la poesía es más cercana a la emoción, y tal vez algunos tienen la idea de que es más fácil porque es más espontánea, es un volcarse en los sentimientos. Y en la prosa pues no. Si es un cuento o si es una novela hay un trabajo intelectual más razonado, una sistematización de lo que se va a hacer, o en el ensayo. Yo mismo sufro para escribir un ensayo. Por ejemplo, esta ponencia que daré en Miami me costó mucho trabajo. Le hice unos remiendos, pero no estoy totalmente satisfecho. No es fácil para mí pensar los ensayos, yo estoy más hecho a la poesía. Tal vez eso es lo que pasa: que piensan que es más fácil por sentirla más cercana.

—Una vez te dijeron que no ibas a servir para la poesía…

—Eso fue en Roque, Guanajuato, en un encuentro de normales rurales (Juegos deportivos y culturales nacionales). Fui a concursar en oratoria (llegué a ser campeón de oratoria en la escuela y también por ella empecé en la literatura). Ahí hubo una reunión donde varios escritores jóvenes presentaron sus poemas, no recuerdo quién la coordinaba. Cuando me tocó leer me dijeron que no servía para nada. Y a lo mejor era verdad, quizá no servía para nada en ese tiempo, pero lo importante es seguir.

Hay que ser despiadado con los propios textos

—¿Crees que influyó ese acercamiento tan brusco para que utilices mucho la motivación en tus talleres de escritura?

—Yo pienso que sí porque es gacho. Digamos, es un impacto que te digan “esto que te gusta tanto no sirve para nada, mejor dedícate a otra cosa”, es falta de tacto. Mejor te pueden decir “lo tuyo no funciona bien todavía, pero échale más ganas y vas a ver”, es otra cosa. Y en los talleres más que criticarlos hay que acercarlos. Ya serán los mismos talleristas los que se darán cuenta si por allá va su camino. Primero es dejarles volar su imaginación y la escritura y después ya vendrá lo otro.

—Cuando termine la remodelación de la Casa Internacional del Escritor (en Bacalar, de la cual Ramón es director), ¿tienes algún proyecto para trabajar corrección con los que han participado en tus talleres, que son más de estimulación?

—No es mi campo lo de la corrección, no me convence mucho, pero sí lo podemos hacer. Ahora me están pidiendo un taller de métrica tradicional, de sonetos, ese sí lo puedo dar y explicar sus características: cómo hacer un soneto en forma, con todos sus requisitos, porque básicamente es como un ensayo poético que tiene su presentación, su desarrollo y su conclusión. Y sí (los poemas) se pueden corregir, pero la idea sería que aprendan a autocorregir, que es lo más importante. De qué sirve que les corrijan un texto si ellos no pueden por sí mismos hacer uso de las tijeras y decir esto no sirve.

—¿Y cómo llegan a eso? Porque en Quintana Roo estamos con mucha creación, pero no con la autocorrección.

—Hay varias causas. Algunos creen que el trabajo, una vez que está ahí, es intocable, algo sagrado, y no es cierto. Por ejemplo, hay libros míos de sesenta páginas que reduzco a veinte o a diez porque ya soy muy riguroso y digo “ya esto no funciona”. Más que nada es eso. Segundo, no es fácil, cuesta trabajo aprender a corregirse uno mismo; tienes que ser despiadado con tus textos. Y muchos sienten que son sus hijos predilectos y no los quieren tocar. Además, creo que hay que corregir más que detalles; luego solo se van a si rimó esto o lo otro; las correcciones deben ser más de estructura, globales, lo mismo que se utilice para un poema debe utilizarse para construir un libro; por ahí debe ir la directriz de la corrección. La cuestión gramatical cada uno debe aprenderla, si no qué lío. A mí se me hace difícil decirle a alguien “oye, no sabes usar la puntuación”.

Por ejemplo, cuando uno es jurado en un concurso (de poesía), qué ve, que impacte. Para mí, primero que te atrape; segundo, que tenga unidad, de cualquier tipo: temática, de estilo, de emoción; y, posteriormente, ya se va uno a la cuestión técnica, cómo va el ritmo, cómo va lo otro, pero esos ya son detalles. Hay libros que te atrapan por el enfoque, por lo novedoso, por la fuerza del tema.

—Hemos hablado un par de veces sobre la declamación. ¿Qué consejos les darías a los profesores? Porque si bien es cierto que acerca a los jóvenes y a los niños a conocer más poemas, luego la gente se queda con la idea de que la poesía es esos poemas que se declaman y esa es la forma en que se leen.

—Sí, yo les he dicho: primero hay que actualizarse, no quedarse con la “Chacha Micaila”, “Por qué me quité del vicio”, “Mamá, soy Paquito”, poemas del siglo XIX o principios del XX; o aquellos que empiezan a declamar poemas de por qué soy drogadicto y todas esas cosas que tienen una temática más tremendista, ya no sé ni cómo calificarlos. En una ocasión en un concurso, otro de los jurados me dijo “ay, qué bonito declamó el poema (el participante)”, era de unos jóvenes que se emborracharon, chocaron, uno murió y desde su tumba estaba hablando. Y un poco sarcástico, le dije “sí, está bien, hay que dárselo a los de tránsito para que lo promuevan”. Ese tipo de poemas no me convence.

Esos son los peligros de la declamación, pero si se utiliza de otro modo, con poemas más actuales, más bellos, y si se dicen de forma natural, sin afectación… Yo creo que eso es lo importante. He escuchado a declamadores muy buenos que parecen que te están conversando, no tienen que tirarse al suelo, ni revolcarse ni payasada y media. La declamación es una forma de dar a conocer la poesía. La poesía no es la declamación. Es uno de sus aspectos para difundirla, así como lo son las canciones. No se puede decir no sirve, pero sí no caer en los excesos.

—Acabas de publicar Vasta memoria, y me agradó la variedad temática, que se siente como algo nuevo, aunque sean sonetos; contrario a lo que suele pasar con muchos que practican esa forma y cuando lees sus poemas parecen de un libro de hace tiempo, con versos similares a los autores que vivieron hace años. Tú practicas la métrica tradicional, pero también el verso libre e incluso el poema en prosa. ¿Qué les dirías a los que creen que si no es con métrica y rimas no es poema? ¿Por qué lo otro sí se puede considerar poesía si no cumple con una estructura?

—Yo diría que son formas distintas, y son válidas. En el caso del verso medido son moldes, pero dentro de ellos hay que ser fluido y libre, eso es lo que hay que buscar. Por ejemplo, en el soneto lo importante es el encabalgamiento que rompe de algún modo con la rigidez de la forma; y segundo, los enfoques a veces novedosos, temáticos, humorísticos. Digamos que mi modelo es Ricardo Yáñez en cuanto a la poesía medida. Cuando lo lees, ah, caray, qué bien están sus sonetos y todo lo que escribe.

El verso libre tiene su propio ritmo, no se llama así porque no tiene rima y porque no tiene medida. Tiene reglas, no es tan libre como para suponer que es así como salga y ya. Su ritmo puede ser la respiración misma, la repetición de figuras; hay varias características que permiten que el verso libre sea tan valioso como el verso medido. Precisamente es lo que estoy tratando de decirles a los chavos de mi taller: si ya están diestros en el verso libre, ahora hay que intentar el verso medido, que no se queden en que está difícil; es un reto, hay que aprenderlo. Y lo mismo le podría decir a las personas que están con el verso medido, bueno, rompan los moldes y vámonos al verso libre.

Eso es lo importante, no quedarse. Y el poema en prosa, ese lo he practicado muy poco, salvo en el libro que habla de pintores (La mirada) y en otros poemas sueltos que no he publicado; no tengo mucha experiencia, sin embargo, es una forma válida también, como que te da más libertad, más aire para expandirse.

—¿Qué autores nos recomiendas de la literatura infantil y juvenil (LIJ)?

—María Baranda. Y de las no tan nuevas están Mirtha Aguirre (Juegos y otros poemas), María García Esperón (Copo de algodón). Me gustó mucho el del niño que pierde el ojo (Las aventuras de Max y su ojo submarino, de Luigi Amara). En la FILIJ compré nueve libros que andaba persiguiendo, tienen mala distribución, son del Fondo Editorial del Estado de México, los que convocan el concurso Sor Juana. Entre esos compré uno de Andrés Acosta (El libro de los fantasmas). Y otro (Entre monstruos, de Elizabeth Cruz Madrid) que tiene una forma novedosa para tratar los problemas familiares, donde los papás tienen nombres de un monstruo: la mamá de la primera historia es “la llorona”, que todo el tiempo está cortando cebollas para ocultar que está deprimida; en otro cuento, un papá que sufrió un accidente y quedó desfigurado es “el hombre invisible”, pero están muy bien contados; los leí en una secundaria y fue un éxito. A mi esposa (quien igual es maestra) le están pidiendo que les vuelva a llevar ese libro.

Además, adquirí Dragones en el cielo, de Sergio Andricaín, y Temible monstruo, un cuentito de Baranda. Y recomiendo a Ricardo Chávez Castañeda, que cuando pertenecía a la SOGEM estuvo en Bacalar como un mes, incluso hace tiempo hizo un libro (Los encebados) que tiene como personajes a las niñas del taller de Bacalar. Ambos estuvimos en la feria de libro de Aguascalientes, no nos vimos, pero me dejó una carta, quiere que organice algo en la Casa del Escritor. Ricardo es uno de los mejores cuentistas de la LIJ en México, acaban de sacar otro libro suyo en el Fondo de Cultura Económica, ese lo compré en el aeropuerto.

—Actualmente, además de los libros de la LIJ, ¿lees algo más?

—Mi problema es que tengo glaucoma, ya me cansa leer, por ejemplo, las novelotas que antes leía. Pero lo que caiga de poesía nueva, de autores con mucho prestigio, es lo que estoy leyendo. Quiero volver a leer a Adonis, el poeta sirio, quiero conseguir sus libros, solo tengo poemas sueltos, lo he leído en internet. Y si por allá me sugieren autores que yo desconozca. Hace tiempo presté El alquimista, de Charles Simic, a una alumna de mi taller y lo quiero volver a tener; ya lo pedí a varias editoriales, pero no lo tienen.

—María García Esperón, hablando de ti, decía que es muy difícil que a un mexicano lo premien y publiquen en España, por las diferencias culturales, por ejemplo, y a ti te han dado dos reconocimientos y además Kalandraka va a publicar otro libro tuyo. ¿Cómo estuvo el viaje para ir a recoger el Premio Luna de aire? (Reconocimiento que obtuvo por Pregúntale al sol y te responderá la luna).

—Fui con mi esposa, y mi hija que nos ayudaba con el tren porque si te descuidas te deja; allá el transporte todo es automático. Visité el Museo del Prado, aunque ya lo conocía, había ido antes en una excursión con mi esposa. Y la premiación fue una cuestión más interna, el jurado, la televisión, la radio; donde estuvo muy padre fue donde no fui (se refiere a cuando ganó en el 2011 el premio de Kalandraka con Te canto un cuento), vi las fotos, había muchos niños. Un amigo por el Facebook, Pedro Villar (autor de Tres veces la mar) nos dio un paseo muy bonito. Yo quería hacer una lectura, pero no se pudo, los niños estaban de vacaciones. En total fueron 16 días. Solo visitar, caminar, platicar, no escribí nada, fui con la mentalidad de pasear.

Soy de poemas breves; no me preocupa escribir un poema largo

—¿Qué opinas de los que dicen que a Ramón Iván solo le falta su poema de largo aliento? Como los grandes poemas de Latinoamérica.

—No es mi fuerte, yo soy más bien del haikú. En un principio escribí poemas de largo aliento, pero era cuando estaba empezando, están “Códices, templos de ficciones”, “Bajo el signo del árbol”. Pero eso es de la prehistoria. Si se da alguna vez lo haré, pero no es mi estilo, no es mi vocación, no es mi forma. Yo más bien soy más sintético. Mis modelos son los haikús y el poema breve. No es mi preocupación escribir un poema largo. Tal vez no lo haga, pero bueno, ni modo.

—Cualquiera que te ve pensaría que ganas todos los premios, incluso algunos dicen que deberías dejar ganar a otros, pero no ven qué hay detrás. Además de que publicas libros con tus propios recursos o con quien te invite, antes de concursar lees los libros que han ganado anteriormente, eliges qué poemario conviene más mandar a tal convocatoria y cuando no ganas un concurso reestructuras el libro, los conviertes en dos o más, pides sugerencias…

—Sí, tengo que ver que reúna ciertas características, como cuando uno es competidor en algo, tienes que tener ciertas condiciones físicas para ganar, si no para qué gastar. Sobre todo, cuando es en otros países, por el envío a España para concursar en “Luna de aire” fueron como 900 pesos, y ya era la tercera vez que participaba. Esto es como la lotería, si no compras boleto nunca te vas a ganar el premio. Y ya no participo tanto en los otros concursos, solo en los de poesía para niños. Es más, por eso algunos piensan que solo escribo para niños, no conocen lo otro, lo que he hecho antes, pero para mí es importante dedicarme a esto.

Un poeta incansable, con varios libros en proceso

—Tienes en formación un poemario sobre bicicletas, que anunciaste en Facebook, ¿qué otros libros tienes en espera?

—¡Varios! Tengo uno que ya está listo, Canciones para Meñique, que va publicar Kalandraka, pero no han encontrado al ilustrador que quieren, y los que encuentran están ocupados en tiempo, ellos son muy exigentes en cuanto a la ilustración. Está Zig zag zoo, que ya lo está ilustrando y diseñando Karlita (Moo), está pactado con un chavo de una editorial independiente de Colima. Uno de haikús, que es una recopilación junto con un montón de nuevos que escribí, ya igual está ilustrándose. El de Historias de un niño invisible, las ilustraciones las está haciendo Yazhael (Villegas).

Hay uno que ya dejé en pausa porque no se me ocurría más, es sobre el tiempo, los relojes. Uno de limericks que tengo por allá, solo que los releo y algunos no me gustan, voy a trabajarlos. Uno sobre el primer amor con metáforas de animales. Y de los que no son para niños, tengo un libro con los poemas que leí en Cancún (en mayo de 2015, junto a Miguel Ángel Meza, en una lectura organizada por La Tlacuila), aún no tiene título, creo que va ir muy lento; y tengo uno que habla de puros fantasmas y aparecidos, más bien de apariciones.

Recuerdo una vez que le comentamos a Ramón que nos parecía que el poema de apertura —en un libro que ya tenía listo— no debía ir ahí, como que faltaba el de inicio, y hablamos de algunas opciones para mover uno de los textos que ya tenía en ese engargolado. Después de la plática se fue a una reunión familiar, era domingo. Y unas horas más tarde recibí un mensaje en mi celular, el poema para abrir el libro ya estaba escrito. Por eso se le van juntando los libros inéditos, publica uno y atrás tiene diez esperando. Sobre esos procesos nos cuenta:

“Siempre escribo en papel, y aunque a veces corrijo ahí mismo, acostumbro a hacer las correcciones en la computadora. No escribo así todo porque el brillo me lastima un poquito. Somos una generación que creció con el papel y el lapicero, así que no es tan fácil, estoy a medias. Cuando no hay de otra, entonces en mi teléfono, donde sea escribo. Todo lo del Facebook prefiero verlo en la tableta o en la computadora portátil”.

Ramón es un escritor muy activo en esta red social, ahí promociona sus presentaciones, comparte sus poemas, las ilustraciones de sus próximos libros, difunde eventos de otros, artículos, noticias, organiza encuentros, los detalles de sus giras. Además, por el insomnio, el día es alarga para él.

“No es que prefiera escribir en la madrugada, sino que a esa hora llega. Creo que voy a patentar la Coca-Cola para eso, cuando la tomo al mediodía, o Pepsi-Cola, no puedo dormir, y empiezan a venir un montón de ideas. Yo no tomo café, porque si no ya no dormiría. Generalmente mi hora de dormir es a las once de la noche, pero cuando tengo insomnio, uy. O a veces me duermo bien, y a las tres o cuatro ya estoy despierto, y es un lío. El problema es al otro día: me estoy durmiendo en todos lados. Lo importante es cuando el insomnio es productivo y escribo, vale la pena. Pero yo creo que hay que tener varios proyectos al mismo tiempo, eso permite que de uno u otro lleguen las ideas”.

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1 Entrevista publicada en TROPO 10, Nueva Época, 2016.

Lizbeth Peña (Acapulco, Guerrero, 1987) es mediadora de la Sala de Lectura La Tlacuila en Cancún.

Fotografia: Arlos Montoya

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