El edén de los solitarios

Miguel Ángel Meza

Hoy día, “ligar” en las discotecas de la zona hotelera no es objetivo viable para el solitario clasemediero de Cancún. Ni tal vez deseable. Lo económico quizás no lo permite; la actitud a veces tampoco. En posmoderno narcisismo (obligados por la personalización y la penuria financiera) hoy abundan aquellos que han encontrado en los lugares de diversión nocturna opciones individualistas y etílicas que sustituyen a la necesidad de solidaridad y eventual compañía. Los satisfactores emergentes a la mano sustituyen a la socialización en apariencia obligada por la soledad en que se vive actualmente.

            Cancún, playero y nocturno, es el edén de los solitarios de la posmodernidad. No digo que un cancunense clesemediero no intente seducir a una joven estadounidense con ánimo de rozar el supuesto edén de la mezcla entre lo exótico y lo local. Lo intenta y a veces lo logra. Pero la norma no es precisamente la realización de esta íntima fantasía. Menos cuando no se habla el idioma y no se cuenta con presupuesto mínimo para el destrampe más allá de lo que permite un salario de citadino.

            Las discotecas —que albergan al inicio de la noche a parejas románticas en recatados escarceos— se cargan paulatinamente de atmósferas erotizadas que, al correr de las horas, terminan rezumando fogosos ambientes cuasi-porno, paraíso de vouyeristas y autómatas alcoholizados, en donde jóvenes parejas, normalmente gringas, ejercitan imitaciones de coitos al ritmo vibrante de la música. A veces, de plano consuman insólitos acoplamientos, antes impensables en lugares tan concurridos. Es el afianzamiento de la intimidad de escaparate. Es la modalidad casi pública de la sexualidad liberada. Y en este casi no está ya el dique moral ni él límite púdico, sino la indiferencia de los demás, encapsulados, ellos también, en su propia diversión, etílica y fajosa.

            Del otro lado de la vidriera están los espectadores pasivos. Este supermercado erótico-visual forma parte de los hedonismos masivos que ofrece a los solitarios el mundo contemporáneo. Es la oferta de la permisividad en menús de consumo óptico-sexual, abierto y sin costo. Es la liberación que ha aflojado ataduras morales de comportamiento para el robustecimiento del culto a la imagen. Porque exhibirse es desdoblarse. Y este desdoblamiento es el reflejo de la proyección del que mira y de quien se siente mirado. Para ambos, sentirse bien, sin disciplinas ni coerciones, es intercambiar con el otro la teatralización de la propia fantasía.

            A nadie escandaliza el espectáculo de jóvenes casi púberes semidesnudándose en las pistas de las discotecas de la zona hotelera. Los solitarios espectadores que recolectan imágenes para sus fantasías, bien lo saben. Satisfacen placeres visuales a la carta sin requerir de gran esfuerzo, placeres que su imaginario se encarga de completar en intimidad unipersonal, en la soledad onanista y sin angustias que los regresa a la rutina cotidiana, al trabajo que no exige creatividad ni rebeldía sino robotizada eficacia. Al aburrimiento semanal.

            Jóvenes clasemedieros de escasos recursos —que apenas pueden pagar un cover y un par de cervezas— forman parte de este conglomerado cada vez más creciente de solitarios cancunenses. No hay queja de su situación porque no hay conciencia de clase; y si la hay, carece de rebeldía: sin coerción ni represión que la justifique, la rebeldía carece de sentido. Tampoco hay una demanda más allá de lo que se ofrece, de lo que se puede obtener, de lo que en realidad se desea. La pretendida libertad, sin potencial aprovechado, se vuelve fácilmente símbolo de utilería de la posmodernidad. ¿Cómo protestar, si todo se les ha puesto seductoramente al alcance de la mano? Sólo hay que pagar —con trabajo semanal inclemente, soledad e individualidad— el pequeño costo de sí mismos y su preciosa creatividad para pertenecer al clan globalizado del sistema de consumo, en este caso para ingresar a la casilla correspondiente: la del edén de los solitarios.

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