I
Tocan a rebato todas las campanas
con el badajo adelgazado hasta el polvo,
memoria que intenta restituir
el orden de mis pasos,
las vastas peregrinaciones
que me arrojaron a esta orilla.
Si solo ceniza de obsidiana tapiza esta noche,
¿por qué fulguran rayuelas en el asfalto
y flotan como luciérnagas de augurios
o ventosos reclamos del aura que respiro?
¿Por qué esta luz oscura se me asoma,
como retraída y tenebrosa,
con la certeza incierta de una profecía,
desde una ventana que sueña nacer
otros nacimientos y me pone mascarones
como un puente que discurre?
Sombra inhóspita en el instante
de la suprema intuición,
sombra cautiva en los frívolos tutelajes,
cadena cuyo humo ya ha clareado,
y ha levantado sus estatuas
al borde del abismo donde caen los antifaces,
el cascajo de todas las muecas.
De pronto, el viento sonámbulo
levanta sus migraciones monolíticas,
balbucea sombras con mímica que no entiendo,
abre rendijas que filtran un idioma preverbal
marea por donde huyo en el tiempo enclaustrado
que empieza a crepitar:
fuego que murmura su carcoma.
II
Con la careta viril desecha,
nado entonces en el sudor
cincelado por un reloj de arena.
El sol negro que sueña la luna,
es una destreza de resignación
en el óleo del rostro,
en la respiración asmática de las hojas,
en la salmodia de los grillos,
en la mirada de esa lechuza
que derrama el caleidoscopio de su vigilia,
presintiéndonos fantasmas o difuntos.
Escucho el dialecto de los árboles inermes,
que fluye su escritura como sangre alunada,
único brillo que puedo leer en la tiniebla.
Es el instante de escamondar,
de eliminar los restos inútiles del día
que me ocultan tras la misma máscara,
es el instante de atravesar un umbral
donde me transparenta el otro,
el que me acompaña en el iris
que amalgama sus visiones.
En ese cristal ustorio
que camina frente a mí,
el viento es un oxímoron de sal
el pozo que me refleja
en el rescoldo especular
donde confluyen azar y destino,
caras de la misma sonrisa que me define
o del súbito temblor de mis abdicaciones.
Mientras, el cielo noctívago sigue soñando
sus nubes como corceles al borde de un acantilado.
III
Cada grieta que balbucea,
cada arcén de lodo pulido
que cuestiona mis huellas,
cada aliento de reliquias urbanas
que se asfixia en mis pulmones,
todo mendiga la humedad en que nací,
el manglar de husmo
donde mis vestigios también exhalan su erosión.
Mis pasos reescriben
la oscuridad de estas veredas,
rehacen las líneas de mis manos
donde hay encrucijadas en fuga.
Mi rastro anda en estas páginas
como por líneas de silencio
que inauguran la jerga versátil
de vegetaciones imposibles.
Alguien aspira la memoria
de estas huellas y las traduce,
alguien sucumbe en el desfiladero
del caos que desmaquilla su belleza
y la vuelve al sino original
que tanto nos enceguece.
IV
El hambre de ser apura sus brebajes
e ingiere yerba macerada en oscuras verdades
como un alimento de dioses soterrados
que al fin escuchan
con el oído calmo de los siglos que no pernoctan.
He caminado por este asombro
tratando de eludir el enjambre de las horas.
En la memoria futura del alba,
esa corazonada, ese aguijón, implosiona.
Y en medio de esa fisura
de donde han salido todos mis males
reposa la última chispa, la breve flama
que palpita el nombre de la amada,
el latido de su luz primordial,
el maná que restaura el origen.
Así, el hombre sueña sus atajos inversos
la forma de la cicatriz sin descifrar
como si un acertijo fuera la herida
y la realidad llagara por ahí el hartazgo de sus voces.
Cuántas muertes germinan sus larvas día a día,
en cuántas de ellas dejamos el ropaje de cada jornada
como el infecundo bostezo de una bestia que agoniza,
el ara sin el reino de un rezo siquiera de cartón.
Entremos sin embargo con la voz arrodillada,
dejemos que exprese su imperfecta tiniebla,
su inexplorada cueva, hasta que ahí aparezca
el rostro o el silencio
como un palimpsesto en las ruinas del sueño.
Ábranse entonces los coletazos contra la muerte:
los salmones fúnebres de mi sangre.
Miguel Ángel Meza. Ciudad de México, 1957. Poeta, narrador, crítico y editor. Desde 1986 radica en Cancún. Fue director de la Casa del Escritor de Cancún (1997-2004) y de la revista literaria tropo a la uña (primera época, 1998-2007). Es autor de los poemarios Destellos de mareas (Praxis, 2004) y El rostro que habitamos (2015) y del libro de cuentos Cada quien su paraíso (Letramar-CCL, 2014). Actualmente, coordina varios talleres de lectura y edita la revista literaria tropo (segunda época). Obtuvo en 2019 el Premio Internacional de Poesía Caribe-Isla Mujeres.
(Poema publicado en TROPO 23, nueva época).