Antonio Leal

Thalassa
(fragmento)

Llegarás primero a las sirenas
que encantan a cuantos hombres
van a su encuentro.

Homero
Como un rebaño de olas cabritean
en la blancura de esta página.
Buscan el vaivén de las horas más

núbiles de las tres de la mañana.
Suelen esconderse en el vestíbulo
del silencio y nadie las vislumbra.

Duermen yermas contigo, aunque nunca
serán tuyas. Al escenario siempre
llevan el mismo papel desde antaño

en el poema, que es donde envejecen,
sin morir.
Se les puede invocar en las puertas

del sueño, memorando antiguos nombres
de náufragos infaustos que playean
entre escombros, quienes buscan un trozo

infalible, algún breve cascajo
de salitre, el ansiado maderamen
de un barco perdido entre la pujanza

marítima, sacudiendo inútiles
botellas vacías que hoy repiten
desde la punta de este lápiz : “rilke”,

“rilke”, “rilke”, “rilke”, canto augural
de las sirenas cuando así fustigan
sobre los hombres el venal deseo.

Más allá de los párpados sin sueño,
de las horas dulcísimas de un mar
adentro, cuando plañen las marinas

valvas todo reflujo bajo el agua,
distante, desde exánimes arenas,
oh, tú, primera de las Afligidas,

en la espiga de las olas cantabas,
y tu deseo estaba en la sal
viva de nuestros íntimos deseos.

¡Thalassa!, decías: encrespa la ola
y bate al viento abriendo tiernos brotes
en la rosa náutica. Hace al día

más lóbrego, con él endulza el aire
de las ramas altas que anidan pájaros.
Al solaz, “en la mar en calma y llana’,

al pairo el alma, es canto inaudito
que repiten impunemente valvas
olvidadas. Sueño inútil que sube

al corazón del náufrago en luna
rala. Es el más antiguo sabor
que tiene la sed de salobres aguas,

un pañuelo de viento en el que huye
espantada de sí la lejanía.
¡Thalassa!, herrumbra todo sendero

secreto de la lluvia, desatando
en vasto mar errátil olas glaucas.
Como latido de aguas zarcas, bruñe

con su hechizo todas las nostalgias.
¡Thalassa!,
es un viento de arena escondido

en la camisa de todo poeta,
la hembra del silencio, sólo huesos
donde plañen ingrávidas sirenas.

Vedlas ahora retozar insomnes
bajo el ala más profunda del día.
En esa hora cuando el alcatraz

con su negro graffiti comba el cielo.
Escucha lo que trae la mullente
espuma. Tú eres ahora Ulises

que retorna a su Ïtaca después
de haber amado a las castas sirenas.
El nacido de vientre que ha oído,

sin morir, el canto de Aglaófeme,
la de la voz bella; a Agláope,
de rostro hermoso, y a Imeropa, madre

partenia en culpa por deseo de todos.
Escucha atento a la blanca Leucosia,
a Ligia, la chillona. Mira grácil

esa “atroz escama de Melusina“.
Sobre todo, finge oír la música
de la veneranda Molpe, y guarda

vivo el recuerdo de la doncellez
de Parténope, la sutil lascivia
de Pisínoe venciendo al amante.

Acepta grato lo que tenga Redne,
y a Teles toma por mujer perfecta.
Como un bautismo asume las palabras

de la calma que es pródiga en Telxiepia.
Persuádete de Telxíope, y vuelve
a la abierta memoria de los hombres.

(Poema publicado en TROPO 8, nueva época).

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Instrucciones para
conquistar Troya

Recordaré estos días, sin jamás olvidarlos.
Gilgamesh

A María Jesús Maricalva

a los nueve años,
uno tiene un cuaderno de bitácora,
con una gaviota volando
sobre un fondo magenta;
un trompo de madera recia,
hilo trenzado de lino
a modo de cuerda que lo amortaje
desde la base de la puya de hierro,
—con la que baila en el suelo—,
hasta la altura —un poco más arriba—
de la línea del ecuador,
que imaginariamente lo circunda.
simplemente uno tiene un trompo,
digo,
un cono lúdico con el que sale de casa
un día a conquistar el mundo.
chamaco lo carga uno de día y de noche;
uno lo amanera a su modo,
y lo ama,
y con él sueña.
lo cubre con ternura
desde el tronco de su eje de fierro,
hasta la última vuelta que da la soguilla
que enrolla su cintura.
dueño de este artefacto jubiloso,
uno lo acomoda muellemente
con la cabeza hacia abajo,
y con la púa descansando
en el soporte de la curva
que forman los dedos índice y pulgar.
aquí,
autores escoliastas,
generalmente anónimos,
apuntan que para “picar” el dreidel,
uno lo avienta desde arriba del hombro
como si fuera una piedra,
para que caiga de pie,
zumbando,
y baile con ludibrio en un palmo de tierra.
uno calcula el tiro de la lienza;
uno no quiere que el levitrón escape al aire
a modo de un pedrisco que saliera
de su honda capaz de lastimar a nadie.
cierta cofradía casualmente señala
que el riesgo de un percance
es menos si el zurriago se humedece
-para asegurar su amarre-,
con un poco de agua o de saliva.
otra fuente heterodoxa
recomienda ungir el piolín con orín impúber,
lo que, además, sea dicho de paso,
otorga de ipso facto buena suerte.
al cabo sobrante que termina
al darle uno la última vuelta al trompo,
se le hace pasar por un orificio
hecho en el centro de una corcholata
utilizando el mismo pico de la peonza.
allí,
un nudo ciego de remate en la cara
que tiene los bordes cortantes
deja firme la tapa de hojalata,
justo en el sitio en donde se unen
los dedos anular y medio.
esto evita que el cáñamo se zafe
cuando uno abra el puño en el aire,
y suelte al trompo,
y la guaraca,
igual que un látigo, se jale,
y finalmente quede colgando
desde el dorso de la mano.
aquí uno navega a todo trapo los mares.
aquí uno alcanza a tocar
la bóveda del cielo con los dedos.
uno tiene por juguete una pirinola
fabricada de quiebrahacha o palo duro,
y un arsenal de sueños para conquistarlo todo.
llegada la hora de nombrar los astros;
una vez elegido el campo de batalla,
usando su misma punta aguzada,
cualquiera a esa edad puede trazar a compás,
en el suelo,
la fase de la luna en cuarto creciente.
Alguno debe testificar que la línea meridiana
y la espalda de la media luna
midan exactamente la mitad
del largo de la cabuya.
cuenta nueve pasos, luego, de distancia,
y el otro,
siempre el otro,
yo,
tú,
él,
danzando su plural en aquelarre
sobre la sombra de uno mismo,
planta allí un pie sobre la corcholata
eligiendo el centro del corazón del universo.
y uno hace girar el rejón
atado al zumbel a la manera de un compás
ahora a todo lo que da aquel látigo;
configura en un círculo los altos
muros de la ciudad prohibida.
manuales antiguos mencionan que es el sol;
en el fondo uno sabe que ha llegado el momento
de asediar a la opulenta Troya.
a los nueve años,
uno tiene un cuaderno de bitácora
con una gaviota volando
sobre un fondo magenta;
uno chacotea su chacona
con achaques de bravura;
no sabe esperar cumplir los quince,
y mucho menos sufrir la abulia
de lo que ocurra en otros nueve,
sin poder lanzar de una vez al mar sus naves,
como afirman que a la edad de veinticuatro
le ocurrió al egregio griego Aquiles,
quien después de ocasionar los mayores
estragos de la guerra contra los teucros,
una flecha hincada en el talón del pie lo mató
sin haber visto la destrucción final de Troya.
en la fragua de la infancia,
uno entiende sólo a golpes de ternura;
uno sabe qué gazapos lleva la chistera dentro,
y que nadie debe nunca luchar
contra su propio Ángel.
desde los nueve años,
uno carga ese cuaderno en la memoria;
uno lo guarda con fervor
como si fuera un palimpsesto.
libro de horas,
bitácora con olor a santidad,
con trazo cuneiforme allí uno cala
sus primeros sintagmas.
¿es la infancia la otredad?
¿puede el recuerdo de un trompo
que baila en la palma de la mano
quedar sin guardarse en algún paño del alma?

(Del libro inédito Divagario).

(Poema publicado en TROPO 6, nueva época).

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Ritual del tigre

Al poeta Jaime Labastida

En el adytum de su cueva
el jaguar ventea
el erial donde -en el trópico–
la selva ciega
con imposibles bejucos
todos los caminos,
con tupidos silencios
que sólo oírlos duele,
con semillas de miedo
que dondequiera crecen,
con sofocantes olas
de un maremágnum verde.

En el lenguaje de su piel,
como un mandala,
como una pandorga que vuela
ornada de eclipses
que van rumbo
a ignotas constelaciones estelares,
transcurre la noche
que muere en manos del día.

En el trasiego de las horas
vela sus zarpas,
les devuelve suavemente
el nácar a lamidas.

Con babeante molicie
restaña una a una
sus heridas;
con su lengua salvaje
les da un guiño de ternura.
Sacerdote tigre
con mirada de basalto,
su linaje viene del tiempo
de las piedras solares.

De estuco es su memoria
inscrita en las estelas.
De chilam es su rostro,
de balam es su máscara:
su nombre está en la raíz
de todos los libros de piedra.
Oficiante divino,
augur de las chivalunas,
él es quien recibe
el cuerpo de la víctima,
al término de la tarde,
en el pok-ta-pok vencida.

Hierofante invoca el libro del ritual,
el mandamiento que consagra
arrancarle con las manos,
con todo y raíz, el corazón
aún con vida,
al héroe vencido en el juego de pelota.

(De La fauna exaude)

Todo eso

A Eleanora Fagan Gough, Lady Day,
Billie Holyday, Angel of Harlem,
+ New York, 17 de julio de 1959.

Torva,
mendaz,
tascando el freno;
trastierro de mis horas guardadas
en el terciopelo audaz de la ternura;
deliberado gañote poblado de estrellas
en el triste menú más alto de la noche;
hueso sincero en el litoral de la quejumbre,
hilacho umbilical,
arúspice del pálpito de mis entrañas,
mamba negra,
medusa cimarrona,
como adepto (Billie Holyday),
hago mío el mal fario de tu blues
prendiendo fuego ahora mismo a todos mis navíos:
may be i am just good for nothing:
como tú dices
a todo eso.

(Poemas publicado en TROPO 3, nueva época).

José Antonio Miranda Leal (Chetumal). Estudió Sociología en la UNAM. Fue becario de poesía del Centro Mexicano de Escritores. Ha publicado los poemarios: Duramar (UNAM, 1981), Canto Diverso (La Tinta del Alcatraz, 1995), Poemas provinciales (El Taller del Poeta, 2004), Thalassa (Siglo XXI, 2008) y La fauna exaude (Conaculta, 2012).

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