Por Miguel Ángel Meza
Cuando terminé de leer Bienes raíces y otros poemas (editorial El Dragón Rojo, 2024), de Lil Fernández, mi casa recobró una relevancia singular. Una valoración insólita. Una nueva vida. Se asomó al parque Kabah con más intensidad; transitó la remozada avenida con un respeto y un gozo inusitados; navegó entre las nubes con más audacia y dialogó con las almas que colman los libros de mis libreros con más solicitud y anhelo. Cuando di vuelta a la última página de este libro, pensé en aquello que expresa Gastón Bachelard en su obra de 1986 La poética del espacio: para habitar una casa, es necesario soñar en ella. “En los poemas, tal vez más que en los recuerdos —dice el filósofo francés—, llegamos al fondo poético del espacio de la casa.”
En efecto, la casa como ámbito de experiencias personales —solitarias, familiares o colectivas— es un tema poético entrañable de añeja y consagrada tradición literaria. Los sitios que habitamos, el refugio como ese territorio íntimo que nos alegra y nos cobija, la propia residencia como el dominio de nuestros secretos vitales que proyectan nuestra personalidad en una extraña simbiosis (en decoración y colores, en olores, objetos y formas), no son espacios poéticos ajenos al quehacer temático de los grandes poetas. Se podría hacer un largo recuento de poemas que han trasegado con fortuna por uno de los temas más significativos de la literatura de todos los tiempos.
La casa, la habitación, la residencia como espacios donde florecen los símbolos que iluminan nuestra espiritualidad y nutren nuestra psique. Ya sea en los recuerdos escondidos en la más recóndita y nostálgica memoria, ya sea en los sueños, donde se nos revelan aspectos de nuestras coyunturas emocionales, lo cierto es que, como espacios simbólicos, los sitios donde vivimos —donde se nace, se crece, se ama, se sufre, se muere— han figurado en la temática de la gran poesía universal.
Pienso en el poema de Ana Ajmátova, “Sótano del recuerdo”, donde la poeta metaforiza el descenso al sótano de su casa como una bajada al interior de sí misma, al final de la cual se pregunta: “¿Dónde está mi casa y dónde mi cordura?” O en el poeta argentino Pedro Blomberg quien en su poema “La casa donde hemos vivido” se lamenta de los nuevos inquilinos que habitan la casa familiar que ya no es suya, “donde se escuchan los pasos de otras gentes/ en las habitaciones donde un día/ enloquecidos de dolor, cerramos/ las pupilas sin luz de nuestros muertos…” O en Miguel Hernández, que en el poema 87 del Romancero de ausencias le canta con dolor a la enamorada ausente ya de la morada común: “Mi casa contigo era/ la habitación de la bóveda./ Dentro de mi casa entraba/ por ti la luz victoriosa.” (…) Ahora “en mi casa falta un cuerpo./ Dos en nuestra casa sobran.” O en Mario Benedetti, que en su poema “Ésta es mi casa” imagina qué pasará cuando su morada deje de serlo; dice: “Pero a mi casa la azotan los rayos/ y un día se va a partir en dos./ Y yo no sabré dónde guarecerme/ porque todas las puertas dan afuera del mundo”; o, finalmente, ya en nuestro terruño, en Ramón Iván Suárez Caamal, quien en su poemario Casa distante, de 1996, el sujeto lírico, ya hombre mayor, se refiere a los recuerdos de las vivencias de la infancia en la casa de su tía Moni: “La noche naufraga en esta casa/ hecha a paños de alcanfor y ortiga/; su mascarón de proa es el rostro de Cristo/ coronado por las aflicciones (…)”
Así pues, Lil Fernández, tal vez sin proponérselo y por motivaciones distintas, incluso laborales (pues su trabajo en el ramo inmobiliario le familiarizó con esta problemática), se inserta en una rica y poderosa tradición. Sin embargo, en este poemario dividido en tres apartados —“Habitantes”, “Espacios de angustia” y “Siniestros y otros malos negocios”— que contienen treinta y un poemas, la originalidad de nuestra poeta, lo que la distingue de aquella tradición, radica en varios aspectos formales que conviene señalar:
—Uno, la vertiente del tema, tan específica de los bienes raíces, es decir, las propiedades ligadas al suelo, como la tierra, los edificios, y los recursos naturales que se encuentran en ellos y que aborda líricamente desde diversas aristas;
—dos, el sesgo sociológico y crítico de su enfoque para enfatizar el impacto humano que la problemática del negocio de los bienes inmuebles genera en los usuarios, un enfoque no exento de sarcasmo;
—tres, el léxico que utiliza, propio del lenguaje de la industria de bienes raíces, de la arquitectura y del sistema de objetos de consumo, que produce extrañas imágenes y una semántica tropológica singular (a veces poco eufónica);
—y, cuatro, el tono irónico que distingue la mirada acuciosa de un temperamento como el de Fernández, que sabe ver lo absurdo con humor negro, cazar los dislates al vuelo, revestirlos de comicidad y asumir el drama con cierta ternura burlesca; y que la define como una poeta satírica, la primera en Cancún: léase como ejemplo, de entre muchos otros, “Tiempo compartido”, donde el comprador de dicha modalidad es sorprendido por un huracán durante los únicos días que le corresponden usufructuar al año dicho sitio:
Tiempo compartido
compré un trozo de paraíso
es mío por dos semanas al año
mala idea
ceviche con mango en mi plato
satisfechos estómago y paladar
salmonella
huracán categoría uno
no toqué la playa por cinco días
el mar vino a mí
relámpagos como puñaladas
falla eléctrica
diluvio adentro
diez tequilas antes del check out
breve euforia piso anegado
me partí
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El sesgo sociológico en este libro es un filo que desnuda y denuncia las contradicciones de una urbe que pretende ofrecer a sus habitantes una alta calidad de vivienda. Y donde la casa, como refugio, se vuelve muchas veces un grave dilema por diversas razones: porque ofrece una difícil convivencia, tal como se lee en sus poemas “Dúplex”, el “Condominio” o incluso amenazante como en “Narcocasa”:
Dúplex
por fin tengo mi casa
no parece propia
la familia se amplió
al otro lado del muro
antenoche pelearon
llamé a la policía
hoy se les cayó el niño
bruto tonto necio
cerré puertas y ventanas
ocho voces permanecen
sus dos perros ladran
en la madrugada
se agotó mi paciencia
la pondré en renta
no tengo interés
social
——————————
O porque la soledad y los desencuentros humanos se incrementan en los espacios interiores mal diseñados como se lee en “Multifamiliar” o “Rediseño interior”:
Multifamiliar
solución de vivienda
en diminutos espacios
mil agujas un pajar
corrías por el pasillo
serpientes y escaleras
un pueblo en vertical
recorro cada piso
voy tocando timbres
apiádense de mí
portazos en la cara
rostros de compasión
describo tu estatura
torcidos barandales
ventanas bloqueadas
nadie te ha visto
¿dónde estás?
——————————
O las injusticias legales inmobiliarias y el despojo deshumanizado como se manifiestan con fría crueldad en los poemas “Inquilinos”, “Remate bancario”, “Avalúo”:
Avalúo
poner precio al envoltorio
de una vida desgastada
recorrer cada espacio
para valorar el tedio
calcular la depreciación
de los que hablaron
reconocer el estado
tras años de historia
inspeccionar por minutos
años de incertidumbre
evaluar la ubicación
del deterioro social
tasar las cicatrices
y ponerle precio
al cambio
——————————
O el drama familiar de las mujeres que deben trabajar todo el día en un hotel de lujo, dejando a los hijos encerrados en casas humildes donde sufren las consecuencias de la iniquidad social, como se documenta de manera casi narrativa en “Resort”, uno de los poemas, tal vez entre los mejores de esta selección: cito algunas estrofas:
(…)
“mi hijo no es mi hijo
es el hijo de la llave
que lo encierra en soledad
tras mi larga ausencia
(…)
la pantalla es la nana
de una escuela sin maestro
exigente llave que recorta
la rayuela y el recreo”
——————————
O el imperdible poema “Airbnb”, que introduce de manera cuasi divertida el tema de los fantasmas de habitantes que no se resignan a ver sus casas convertidas en sitios de renta virtual.
Airbnb
mi abuela tres metros bajo tierra
quedó disponible el cuarto
muebles antiguos luna y dosel
cortinas nuevas pintura verde
toallas blancas y champú
mi hermano tuvo la gran idea
nuevo alojamiento disponible
un nómada digital ya espera
llenar con su ropa los cajones
ha reservado por tres meses
café y pan por las mañanas
nuestras deudas saldaremos
mala idea le pareció a la muerta
con juegos de luces gritaba
azotó puertas ventanas armarios
sentimos cancelar su reserva
la habitación ya está ocupada
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A los cuatro aspectos ya señalados, hay que añadir el de la arquitectura de las estrofas, “el equilibrio, contención y simetría” de los versos, como bien observa en el prólogo David Anuar. Estructurados con dísticos, tercetos y cuartetos muy bien meditados (y un alejandrino en el centro del libro, que incluso se llama “Rediseño interior: estilo alejandrino”), Fernández, al apegarse al verso blanco, sacrifica la eufonía melódica y produce un ritmo sincopado que, tal vez, como se comenta en la contraportada, atenta contra la musicalidad del poema, aunque consigue, no obstante, un acierto: imitar la arritmia de una ciudad en caótico crecimiento. Esta representación incluso se apoya en un poema experimental cuasi caligramático que simula mediante los corchetes y los paréntesis un diálogo entre el fondo y la forma, donde los corchetes serían los muros de una obra de albañilería y los paréntesis el comentario del albañil sujeto a explotación laboral y dotación de enervantes en recompensa:
La obra
[bloque] tras [bloque]
(levanto una casa)
[tetris sucio] (bajo el sol infame)
[espalda de polvo] [manos de cemento]
[piel curtida] en [sudor ácido]
(la siesta en la banqueta)
[tuerzo la varilla] y (la vida)
[a cambio] (de hierba) y (alcohol)
[mientras construyo] (para ellos)
(abrumadora) [monotonía]
[hartazgo] de (yeso)
[el abismo] (desde la cornisa)
(deseo) [el accidente]
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Finalmente, hagamos un apunte hermenéutico sobre el epígrafe de Carl Jung, que precede el poemario (“nuestras raíces más profundas son las que nos conectan con la vida, la muerte y la eternidad”). En él, la autora pretendería un juego semántico con el término “raíces” (de bienes raíces del título) y el tópico “raíces profundas” de la cita del psicólogo. El término “profundas” se referiría a la “sombra”, uno de los arquetipos centrales del inconsciente colectivo, según la psicología analítica junguiana. Y así, el libro aludiría, en su aspecto más simbólico, a la personalidad del individuo como casa, aquel lugar donde aparecen rasgos y actitudes que la persona (el habitante de la casa) no reconoce como propios, o tal vez sí (la soledad, la miseria, el abandono, la frustración, y tantos otros) que habrían sido reprimidos y que en las formas del habitar las moradas nos conectan con la vida, la muerte y la eternidad.
Conocí a Lil en 2013 cuando se integró con notable entusiasmo a uno de los talleres de lectura que imparto. Y a lo largo de estos doce años he sido testigo de su crecimiento como buena lectora, de su perseverancia en convertirse en la escritora que hoy es, y de su generosidad, hospitalidad y buen humor. Y no ha dejado de sorprenderme su curiosidad intelectual y su deseo por cumplir sus sueños con rigor y disciplina. La había ubicado siempre como novelista —tras la publicación de El laberinto, la cebolla y el hámster, de factura irregular—; y con la lectura de la ambiciosa novela inédita Esa luz que te abras(z)a, y luego como una muy competente cuentista. Y por ello no ha dejado de admirarme su incursión con buen éxito en el exigente mar de la poesía. Y al recorrer con esmero la mayoría de los géneros literarios, es encomiable su decisión de ganarse a pulso de tecla e imaginación, de sudor y creatividad, y de un deseo infatigable de posicionamiento en el medio, el apelativo deslumbrante de “escritora”.
Ahora, con este poemario, Lil Fernández se suma a los poetas cancunenses que han hecho de la ciudad y sus paradojas sociales temas que les preocupan: los crueles contrastes que evidencia el turismo; el drama de la vivienda, el urbanismo desastroso, la convivencia caracterizada por el individualismo narcisista, la soledad peculiar de una ciudad determinada por el turismo, y el desamor propio de los sinsabores de la condición humana. Así lo documentan Óscar Reyes en su libro Costa urbana; Jorge Yam, en Paraíso artificial, el que esto escribe en El rostro que habitamos y ahora ella misma, quien agrega con esta obra una prometedora veta literaria más a esta casa ficcional que construimos entre todos, esta casa llamada literatura cancunense, una edificación artística cada vez más visible, más sólida y creciente, una cantera, un refugio luminoso que invita cada vez a más huéspedes como ustedes: porque son ustedes, las y los lectores (as), los mejores habitantes de esa casa, los que la validan, los que le dan el calor que necesita. Tropo
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* Esta breve reseña (ya editada para este medio) es el texto de presentación de “Bienes raíces y otros poemas” (editorial El Dragón Rojo, 2024) de Lil Fernández leído durante el evento privado que se celebró el 11 de febrero en el auditorio del Planetario Ka´Yoc.