Sacha sube a la eternidad


Por Agustín Labrada


No puedo recordar a Francisco López Sacha de otro modo que no sea celebrando la existencia con frases, bailes y canciones. Por eso la noticia de su muerte de cuyo horror aún no logro salir— se torna inverosímil en un ser marcado por la alegría, aunque a veces fluyera en su corriente subterránea una dosis de angustia, pero esta vez la realidad golpea con acritud, con ese viento ácido que nos sumerge en la impotencia y no hay otra fuga posible que el lamento.

            El domingo 16 de febrero de 2025, cuando salí en un taxi del aeropuerto de la Ciudad de México, el dramaturgo Salvador Lemis me compartió la noticia: Sacha había muerto en un hospital en La Habana minado por un cáncer en los pulmones y ya no volveríamos a oír en vivo su voz cálida invocando los rituales de la amistad. Sentí un arponazo tan profundo que el taxista se puso nervioso sin entender mis lágrimas, ni mi abrupto derrumbe.

            A sólo unos días de su cumpleaños 75, el maestro se despidió, lejos del Manzanillo donde vino al mundo en 1950, con una ruta de vida plena de viajes, amigos, amores y sueños que de pronto se detenían y también con obras que lo trascienden y dialogan con muchas almas, como su novela Voy a escribir la eternidad, el conjunto de cuentos Dorado mundo o el libro de ensayos Pastel flameante, concebidas con rigor, excelencia y hondas emociones.

            En las redes sociales, muchos lo han recordado como maestro de Pensamiento teatral (una materia inventada por él) en el Instituto Superior de Arte; como director de la revista Letras cubanas, donde apostó siempre por textos de los más jóvenes; como líder del gremio literario isleño; como docente de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, pero sobre todo por lo que fue: un amigo sincero en todas sus dimensiones.

            Hace tres décadas, en 1995, logré que lo invitaran por primera vez al Caribe mexicano y lo deslumbró este paisaje. Mis amigos se volvieron sus amigos, algunas de mis amigas se volvieron algo más, impactadas con su voz seductora y el histrionismo de su personalidad. Él disfrutó mucho de ese afecto y este mundo irremediablemente cosmopolita en fiestas y playas, y también dejó un rastro de sabiduría con sus lecturas, conferencias y talleres.

            Fundador del programa televisivo “Universidad para todos” y del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, Francisco impartió un taller de técnicas narrativas en la Casa Internacional del Escritor de Bacalar al que acudieron alumnos de las cinco entidades del sureste de México e impuso un hito en la enseñanza. Al oírlo, se iban revelando enigmas de la escritura, trazos posibles para una novela, teorías, corrientes, autores…

            Muchos sucesos ocurrieron en esa visita de 1995, donde también leyó su cuento “Mi prima Amanda” en la Casa de la Cultura de Cancún y dictó una conferencia en el cozumeleño Centro Cultural Ixchel, con un hipnotizante dominio escénico, pero el más colorido pertenece al Museo de la Cultura Maya de Chetumal donde, bajo la dirección de Armando Yuvero y Carlos Düring, se hizo un homenaje a José Martí en el centenario de su caída en combate.

            En el espectáculo o performance, al que asistió un público masivo que presidía el gobernador Mario Villanueva, se usaron como elementos escenográficos la vegetación del patio y la réplica de una choza indígena para escenas de danza, teatro, lectura y música. A él le correspondía leer un fragmento del Diario de campaña de José Martí y, cuando fue a hacerlo, se dio cuenta de haber olvidado sus lentes y tuvo que reinventar la narración.

            El apóstol lo perdonó, tal vez reconociendo que con su encanto Francisco compartía el texto con nuevos matices, pero con la misma esencia. Martí ya estaba acostumbrado a esas transgresiones desde que Sacha fabuló aquel encuentro suyo en París donde polemiza con Emile Zola en un estreno teatral en “Figuras en el lienzo”, que también da título a una antología de cuentos de Sacha publicada por la Universidad Nacional Autónoma de México.

            México fue uno de los muchos países que visitó el maestro y siempre estuvo muy feliz las 12 veces que vino al Caribe mexicano, donde repartía saberes y hermandad ante un vuelo de gaviotas en Cozumel, frente a la laguna de los siete colores, en noches marinas de Playa de Carmen o en el corazón abierto de Cancún…, y aquí fue entrevistado por revistas, periódicos y espacios audiovisuales, donde esparció sus testimonios como un incendio.

            En mi antiguo programa radiofónico Una puerta al mar, también le hice una entrevista que luego publiqué en el diario ¡Por Esto de Quintana Roo! y cuyo título es el nombre de mi libro de entrevistas con connotados escritores de México y Cuba Un paseo por el Paraíso, publicado en la Ciudad de México por la editorial Plaza y Valdés en 2006 y citado hoy como referencia bibliográfica en numerosas tesis e investigaciones literarias.

            Esa tarde funesta del domingo 16, dije al taxista que me llevara al apartamento de Salvador. Salvador —quien fue alumno, alumno ayudante y colega docente de Sacha en el Instituto Superior de Arte— imprimió una foto del maestro, le prendimos unas velas en su entorno, llamamos por teléfono a la poetisa Norma Quintana y brindamos con vodka por la memoria del autor de El cumpleaños del fuego, La división de las aguas y Análisis de la ternura.

            Norma y Salvador estuvieron muy ligados a los primeros viajes del maestro a este Caribe, quien, antes de morir, entregó a la editorial Letras Cubanas la novela Licor diabólico, cuyo protagonista es el propio Lemis. Fue el contrato de esa edición el último documento que firmara. Ojalá que también puedan publicarse otros libros suyos que duermen en su computadora, cuando rebase esta tristeza la hermana de Francisco Sandra López.

            Sandra y una joven, que se nombra Camila y conocí años atrás, hija de la ex compañera del maestro María del Carmen, lo acompañaron en sus últimos días. Lo hicieron también, entre otros, los escritores Senel Paz y Arturo Arango. La noche del 26 de enero, desde una fiesta en mi casa, hablé por última vez con él vía telefónica y en la conversación intervinieron Miguel Meza, Barby y Luciano Núñez con la promesa de que vendría en abril.

            No vendrá Sacha en abril, “el mes más cruel”, según T. S. Eliot. No van a reiterarse sus aventuras en este pedazo del orbe que lo acogió y lo hizo suyo, ni habrá de repetir en tono de broma: “Antes, mis compositores favoritos eran Lennon-McCartney, ahora son Lemis-Labrada” y en vez de mostrar canciones exhibía las muchas camisas y playeras que Salvador y yo le regalamos a través del tiempo, porque era para nosotros nuestro gran hermano.

            Lo recuerdo cantando canciones en inglés con mi hermano Frank en un balcón de La Habana, narrándole un cuento a mi hijo Alejandro en Chetumal, diciéndole a mis novias que me amaran más allá de mis travesuras y apatías… También viene a mi memoria cuando presentó la novela de Cintio Vitier De Peña Pobre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara de 2002 y ambos cantaron, ante el asombro de los lectores, “El son de la loma”.

            Francisco presentó numerosos libros de otros autores dentro y fuera de Cuba. Desde su vasta generosidad, fue dedicando páginas al quehacer de otros, expuso a los cuatro vientos la literatura de su país no sólo en sus conferencias magistrales, sino también en sus libros de corte ensayístico La nueva cuentística cubana y Pastel flameante, así como en las antologías Fábula de ángeles, La isla contada e Islas en el sol, y en muchas revistas del mundo.

            Yo tuve el alto privilegio de que reseñara cuatro de mis libros: Más se perdió en la guerra, Teje sus voces la memoria, Botas rusas, y Padura y el Nuevo Periodismo. Este último, aunque se centre en el análisis de reportajes narrativos padurianos, se lo dediqué a Francisco López Sacha, y se publicó, al igual que la obra suya En clave de sol: ensayos, en la editorial cancunense Cuadernos de la Gaceta, que dirige el periodista Nicolás Durán.

            Una noche de lluvia, en medio de una reunión alegre e informal —noviembre de 1996 en Isla Mujeres entre cervezas oscuras— con el cronista Fidel Villanueva, el poeta Rafael Burgos, el cineasta Carlos Düring y quien esto escribe, Sacha expuso el proyecto de crear un premio para los poetas caribeños de habla hispana. Así que al año siguiente convocamos la primera edición y a su vez se hizo un maravilloso encuentro literario en la propia ínsula.

            Estuve al frente del Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén durante 15 ediciones —con el respaldo del escritor Jorge González Durán y la revista Río Hondo — en las que fueron premiados autores de México, Cuba, República Dominicana, Colombia y Panamá, cuyos libros vieron la luz (en su mayoría) en la Universidad de Quintana Roo. Algunos de estos poetas vinieron al Caribe mexicano a compartir sus versos y sus luces.

            Como miles de cubanos, Francisco sufrió durante décadas las absurdas prohibiciones del rock y el pop en inglés, aunque ello no le impedía sumergirse en esos géneros y cantar a cualquier hora temas de Los Beatles. Tengo entendido que la idea génesis de que se esculpiera una estatua de John Lennon y quedara expuesta al aire libre en un parque habanero la hablaron por primera vez el narrador Yoss (José Miguel Sánchez) y él en un pub de Londres.

            Pudo incidir en ese logro y en la organización de dos jornadas (teóricas y musicales) de homenaje a Los Beatles, que atrajeron a especialistas, músicos y cantantes de relieve internacional, e incluso a la oficina del equipo llegó una carta de agradecimiento firmada por Paul McCartney. Todo eso fluyó con la euforia de un deseo largamente prohibido, como años después el concierto de los Rolling Stones en 2016 en Cuba, donde también estuvo el maestro.

            Su apasionamiento por la música está en el libro Prisionero del rock and roll, que en 2020 le presenté en la Universidad del Caribe, en Cancún. En esa fecha, Leonardo Padura no encontraba título para una novela. Una tarde, en que paseábamos por Puerto Aventuras, desde un bar ascendía la canción de KansasDust in the wind”, y, saltando como adolescente, Sacha dijo a Padura: “Oye, oye, el título de tu novela, porque tus personajes son eso: polvo en el viento.”

            Fuimos testigos del incidente Lucía López Coll, Gabriela Guerrero y yo. Ya en Cancún, Leonardo se comunicó con su editor y le propuso que el título fuera “Polvo en el viento”. Al editor le gustaba, pero no del todo. Padura, tras reflexionar, lo llamó otra vez y le dijo que se titularía Como polvo en el viento. Al editor entonces le encantó y con ese nombre salió la novela: una de las diez más leídas en la España del año de 2020.

            Cuentos como “Escuchando a Little Richard” (premio Juan Rulfo y llevado al cine), “Dorado mundo” o “El cuadrado de las delicias” son ya emblemáticos en la literatura hispanoamericana, así como otras narraciones que figuran en Descubrimiento del azul y Variaciones al arte de la fuga (un libro de exquisitas resonancias intelectuales)… Por eso y más, en el año de 2024, se le dedicó a Sacha la Feria Internacional del Libro de La Habana.

            Se fue un escritor signado por la modestia y la cordialidad, aunque pesaran sobre él múltiples reconocimientos y premios, aunque algunas mujeres hermosas aún lo recuerden en distintas latitudes. Vivía en ese edificio al que la gente nombra “Fama y aplauso”, entre ensoñaciones y realidades; celebraba las comidas y solía repetir una frase de Chéjov: “Después de todo, la vida no es tan mala. Allá afuera nevando, y nosotros aquí tan calentitos.”

            Fue un crítico sutil, riguroso y honesto con las miles de cuartillas que recorrieron sus manos, con los tantos libros que pudo leerse. Su capacidad docente deslumbraba. Ir a una de sus clases era entrar en otro universo y con ese saber que parecía infinito formó a profesionales que hoy son reconocidos actores, dramaturgos, directores de cine y teatro, novelistas de éxito, figuras clave de la televisión y la docencia… Dejó un legado.

            Me he extendido en este texto y sé que se me escapan muchos personajes y episodios que giraron en torno al autor de El que va con la luz y El más suave de todos los veranos, y me disculpo por no nombrarlos a todos y por no poder abarcar la biografía íntegra de mi amigo, quien con sólo 11 años de edad, hacia 1961, se fue a la Sierra Maestra a enseñarles a leer y escribir a campesinos analfabetos y descubrió allí su intensa vocación pedagógica.

            Fue inigualable como maestro, irrepetible como ser humano, ocurrente y singular cuando fluían armoniosamente las constelaciones, como aquella vez en que nos metimos en una playa de Isla Mujeres y un amigo periodista nos trajo al agua una bandeja con pescado frito y cervezas frías y gritó: “Vivimos en el mejor de los mundos posibles, coronel Labrada.” Lo dijo muchas veces, en diferentes escenarios y circunstancias, con la inocencia de un niño.

            No sigo con más exhumaciones del pasado, aunque recuerdo con ternura aquella tarde de 2014 en el bar “Submarino amarillo” —frente al parque en que sigue la estatua de John Lennon, esculpida por mi amigo José Villa—, donde Sacha, mi amiga de la escuela secundaria María de las Nieves y yo disfrutamos de la música entrañable que nos había marcado en la juventud y la adolescencia, con los fluidos imponentes del rock.

            Con Sacha se podía hablar de asuntos íntimos y familiares, de sueños…, y él traía a la conversación una propuesta feliz, un camino para vencer las desventuras y, a su vez, dejar testimonio de esas historias de todos los colores que perfilan los años vividos, como puede leerse en su novela Voy a escribir la eternidad, ahora que el propio comandante Sacha ha subido a ella, a esa nube donde sigue cantando hasta el fin de los tiempos “A day in the life”. Tropo


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Imagen de Francisco López Sacha y Agustín Labrada en Playa Delfines, Cancún, 2020.

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