Por Miguel Ángel Meza
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En el año 2000, recién galardonado con el Premio Internacional de Cuento —convocado por Radio Francia Internacional—, el escritor Francisco López Sacha, para entonces ya viejo conocido de los escritores quintanarroenses, concedió a la revista TROPO una entrevista (*) donde mostró sus dotes de elocuente conversador, ameno y académico a la vez. En dicha charla, el también crítico y editor —y en ese entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba— compartió su esencial teoría del imán, un método infalible para la construcción del cuento contemporáneo, se lamentó de la globalización que favorece el auge de la pseudoliteratura, aseguró que en la Cuba actual “ningún libro es juzgado por ninguna maquinaria de ningún tipo” y dijo que para escribir narrativa se necesita ser poeta.
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—¿Has tenido algún problema en tu país debido a tus escritos?
—No. Problemas, no. He tenido conflictos, y creo que los seguiré teniendo. La literatura siempre es transgresora y coloca al autor y al lector en una situación de tránsito. Naturalmente, eso pasa en cualquier lugar del mundo. En Cuba, los años setenta fueron muy dañinos, porque esa tirantez se hizo de forma artificial. De algún modo, el endurecimiento de la política cultural en los años setenta, la creencia burocrática de que la literatura es una prolongación de la política, o una forma del proceso político, hizo que esa relación de conflicto —habitual entre sociedad y literatura— se hiciera más tirante. Yo no la sentí especialmente. En los setenta, todavía yo no era un escritor: era un aprendiz de escritor. La sufrí en el clima en que me formé; y la rechacé. En cierto modo, mi generación hizo su vela de armas contra ese espíritu burocrático: Senel Paz, Miguel Mejídez y Abel Prieto, entre otros. Ese rechazo nos costó algunas reprimendas y algunos coscorrones; nunca al extremo de los escritores anteriores a nosotros, que fueron silenciados intelectualmente, pues no pudieron publicar sus trabajos: Lezama o Virgilio Piñeira o Antón Arrufat o Heras León. Nosotros sólo sufrimos el encontronazo con el final de la década. Fue cuando comprendimos que la literatura primero es obra de arte, un hecho misterioso, mágico, antes que otra cosa. Lo esencial del arte es que es un hecho desinteresado.
Mi generación no conoció la censura
—¿Específicamente qué tipo de conflictos?
—Cuando comencé a publicar en el ´86, algunos funcionarios decían que yo escribía textos morbosos, porque yo me incliné muy pronto hacia el erotismo. La literatura cubana de esos años era muy pacata, muy mojigata. Hoy releo aquellos textos y me parecen cuentos para niños. Los conflictos han ocurrido con funcionarios, con editores, con directivos de editoriales, pero no más. Mi generación no conoció la censura. Conoció conflictos con opiniones encontradas, pero de ningún modo hay un velo entre nosotros y el público. Eso no existe ya en Cuba. Desde hace muchos años ha desaparecido. Ningún libro es juzgado por ninguna maquinaria burocrática ni contraburocrática ni nada. Desde hace unos quince años hay una libertad creadora extraordinaria, sobre todo entre la gente más joven, que ya nación sin ningún tipo de conflicto extraliterario.
—¿En qué estado se encuentra esta joven literatura cubana?
—Desde hace unos quince años, los escritores cubanos estamos haciendo literatura, en el sentido estricto de la palabra. Incluso, te diría que hay tres generaciones de escritores que se están dando la mano en el tratamiento de los problemas humanos, sociales, históricos. Es decir, uno siente que la prosa de un escritor como Antón Arrufat, un hombre mayor ya, se ha rejuvenecido en los últimos años. O la de un escritor como Pablo Armando Fernández o como Miguel Barnett; pero, sobre todo, como Miguel Collazos, para mí uno de los mejores escritores cubanos vivos. Collazos publicó un libro de cuentos maravilloso, excelente, Dulces delirios —Premio de la Crítica en 1996—, cuentos que hablan de los bares de La Habana, que hablan de lo humano y lo divino. Este es un libro que parece escrito por un muchacho de veinticinco años. Al mismo tiempo, mi generación entró en una fase de madurez. Hay que leer, por ejemplo, Fresa y chocolate, de Senel Paz o Rumba Palas, de Miguel Mejídez o La Habana elegante, de Arturo Arango, para darse cuenta de ello. Y los jóvenes vienen que pelan, es decir, tienen libros importantísimos. El libro de Ronaldo Meléndez, de alta ficción, que toma su título de una frase de Rulfo, El derecho al pataleo de los ahorcados, ganó el Premio Casa de las Américas; Escrituras, de Rolando Sánchez Mejías; Nunca antes habías visto el rojo, de Manuel Prieto; Obstáculos, de Eduardo del Llano, todos ellos excelente literatura.
La globalización favorece el auge de la pseudoliteratura
—¿Cómo afecta a la literatura la globalización?
—No soy un escritor alarmista, pero he sido testigo de cómo el clima editorial en los últimos años se ha ido deteriorando a favor de una pseudoliteratura. Tengo un miedo: que la literatura se convierta en un arte de minorías, como le pasó al teatro a principios del siglo veinte. En Cuba, el teatro dejó de ser un arte de mucha calidad para un público pequeño: esa es la historia del teatro en el siglo XX. Yo no quiero que eso le pase a la literatura. Yo quiero que la literatura siga siendo un arte de calidad para un público masivo; ese es mi sueño. Pero cada vez veo que la gran literatura se queda arrinconada en los estantes; y se vende más, y se promueve más, y se gasta más en la pseudoliteratura. ¿Qué queda para la experimentación literaria? Si eso no tiene mercado, ¿adónde iremos a parar? Llegará el día en que, dolorosamente, muchos escritores tengan que escribir en serie para vivir. Eso lo estoy viendo en el continente entero. Esto es una consecuencia de una inyección masiva de capitales en la industria editorial para convertirla en una pseudoindustria cultural. Me da temor como destino común.
Para escribir narrativa se necesita ser poeta
—Pasemos a tu trabajo como escritor, fundamentalmente como cuentista. ¿Qué necesitas para para hacer un buen cuento?
—Poesía. Para escribir narrativa se necesita ser poeta. Es decir, sentir el texto narrativo como se siente un poema. Ahora bien, a diferencia del poema, el cuento tiene sus propias leyes. Y la novela también. Y el narrador no puede olvidarse nunca de ellas, porque pierde el tono y el espíritu de lo que está contando. Un poema no está obligado a contar, un cuento sí: esta es una diferencia genérica radical. Paradiso es una novela poética de cabo a rabo, pero Paradiso está contada. Ciertos momentos de En busca del tiempo perdido son poesía pura, pero está contado. La gran lucha de Flaubert en Madame Bovary es por darle a la prosa francesa el mismo nivel de la poesía.
—En términos formales, ¿hacia dónde crees tú que va el cuento contemporáneo?
—El cuento de hoy se está moviendo en una dirección nueva: está terminando el imperio de la estructura dramática en el cuento y está comenzando lo que llamo la estructura aleatoria. Por estructura dramática entiéndase la que Poe llevó al cuento: una introducción, un crescendo, un conflicto, un desenlace brusco. La continúa Maupassant, la dinamita un poco Chéjov (el primer cuentista raro de la modernidad) y la destruye Kafka. Hoy el cuento se mueve en un proceso de asimilación, y es factible que no siga aquella estructura dramática. Hoy el cuento asimila mucho del ensayo, de la poesía; y está siendo escrito, no desde el criterio de la voz del narrador sino de la voz del autor: hay un sentimiento de autoría en el relato y en el cuento actual.
—¿En dónde te ubicas tú?
—Me muevo entre dos aguas. Conservo todavía la estructura dramática en algunos de mis cuentos y en otros la rompo y entro en una estructura aleatoria, como le llamo yo. Eso depende del problema que el cuento me plantee. El cuento me dice cómo él quiere ser.
Soy defensor de la teoría del imán
—¿Cómo te das cuenta?
—Por la música. A veces el tema de un cuento me viene con una canción. Me viene junto: la melodía y la idea del texto. Si yo logro sostener la melodía en mi cabeza, logro sostener el texto del cuento. Cuando me encuentro frente a la hoja en blanco estoy como pautando: estoy haciendo música. Es un estado de ánimo, un sonido que escucho en mi cabeza y que se asocia sobre todo al argumento. Éste nace a veces por la primera oración, a veces por la última, a veces por la de en medio. Soy defensor de la teoría del imán, una teoría que publiqué en Cuba. Ahí digo que las primeras cinco líneas de un texto narrativo son determinantes para ese texto. Edgar. A. Poe le da a este hecho un carácter matemático, yo le doy uno poético. Yo digo que en esas cinco líneas está la condición genética del cuento. Y todo lo que viene detrás está siendo recogido por el imán: éste separa lo que debe quedar y lo que debe salir. Cuando yo tengo el imán ya tengo el texto.
—¿Qué escritores han sido fundamentales en la formación de tu estilo?
—Mira, cuando yo me inicié como crítico en los años setenta, era más proclive a la literatura latinoamericana del boom. Digamos Cortázar, Haroldo Conti, luego García Márquez, algo de Fuentes, algo de Vargas Llosa y, sobre todo, cuando comencé a escribir, se me aparecieron dos escritores muy por encima de mi cabeza: Uno fue Alejo Carpentier y el otro fue Antón Chejov. Como puedes apreciar son escritores diferentes por completo. Pero alababa a cada uno por sus particularidades. A Carpentier, por su tono épico, por la grandeza de su mundo descriptivo; y a Chejov precisamente por la pequeña sencillez de sus historias. También Tolstoi, quinen fue un escritor definitivo para mí en el mismo orden de Chejov, con la ventaja de que también era épico y sencillo a la vez, cosa que no era Carpentier. Cuando comencé a escribir en los años sesenta, mis textos tenían influencia de estos escritores. Más tarde, fui conociendo otro tipo de literatura. Me acerqué a Marcel Proust, un escritor ahora muy cercano a mí; y en gran medida también volví a los clásicos. En este momento siento que todo esto ya es una influencia incorporada a mi sangre, a mi estilo, en el cual hallo algunos registros. También debo reconocer que han influido en mí algunos escritores de mi generación. De algún modo están cerca de mí Senel Paz y Miguel Mejídez: lo que ellos hacen me alimenta mucho.
—¿Qué necesitas o qué te ocurre cuando estás frente a la página en blanco?
—Escribo generalmente de mañana en un cuartito que he destinado para ello. Escribo a máquina (no hay computadora) y pienso un poco. A veces saco del librero Cantar de ciegos, de Carlos Fuentes; lo hojeo, lo manoseo un poco: es como un talismán; es un libro que me dan muchas ganas de escribir. Leo entonces lo que escribí el día anterior y con eso tengo suficiente jugo para trabajar: tres horas diarias cuando estoy haciendo un texto. No escribo todos los días: no puedo. Incluso si pudiera, no lo haría. Yo escribo, como diría Rulfo, cuando me viene la afición. Eso sí, cuando ideo un texto, me convierto en un perro de presa: no vivo hasta que lo termino. Aun cuando se trate de un texto más largo, como una novela. Me pasó con El cumpleaños del fuego: estuve dieciocho meses trabajando arriba de ella hasta que la terminé.
—No hay escritor sin libro de cabecera, ¿cuál es el tuyo?
—Tengo libros en la cabecea para recordarme —como diría Hemingway— que escribir siempre fue difícil y a veces casi imposible. Cuando uno hojea a Cervantes, a Proust, a Tolstoi, uno se da cuenta de que uno es un pigmeo y de que esos autores lograron cosas que no serán logradas por ti: esa es la verdad. Cuando yo empecé a escribir, yo hubiera querido hacer un pacto con el diablo. Que el diablo hubiese borrado la memoria de cinco o seis grandes libros y que me los hubiese adjudicado a mí. Ese sería un buen tema para un cuento. Robinson Crusoe, La guerra y la paz, La cartuja de Parma, Madame Bovary, Cien años de soledad. Por supuesto, hoy me doy cuenta de que eso ya no me interesa. Una de las cosas que he aprendido en mi trabajo, es que yo quiero mi propia página. No cambiaría una página mía por ninguna de nadie, así fuera Borges o Carpentier. Lo que han hecho mis maestros es empujarme hacia la búsqueda de mi propio estilo, hacia el encuentro conmigo mismo. Están en mi mente, en mi alma, los libros que he mencionado, pero de algún modo los he dejado atrás. Son mis dioses tutelares. Me están diciendo: cuidado; hay que hacer literatura en serio.
—¿A qué escritor te hubiese gustado conocer?
—A León Tolstoi y a Julio Cortázar. A uno no lo conocí; al otro pude conocerlo. Tuve el privilegio de pasarme casi un día entero conversando con Cortázar. Era el año setenta y cinco, cuando yo todavía no había escrito ficción. Fue una conversación muy hermosa, muy larga. Yo era un lector apasionado de su obra. Cuando nos despedimos, él se montó en el automóvil, donde venía, y me dijo: “Hasta más ver.” Yo eché a caminar. Inmediatamente, Cortázar se bajó del automóvil, bruscamente, me alcanzó y me dijo: “Tú tienes que escribir, tú tienes qué escribir.” Se volvió a montar y se fue. Yo tenía entonces veinticinco años. Imagínate mi emoción. Tropo
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* Recuperamos esta plática —publicada en el número 17 de TROPO, primera época— como un mínimo homenaje a la memoria de una figura esencial para las letras cubanas en los últimos treinta años, quien falleció anteayer (15 de febrero de 2025) a los 75 años.
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Detalle de imagen, tomada sin permiso de la página: