Por Macarena Huicochea
El teatro siempre me ha fascinado porque estoy convencida de que abre umbrales a todos los mundos posibles e invita a experimentar, a través de sus personajes, los múltiples rostros de lo humano.
A pesar de lo que se diga en contra, no me cabe duda de que el teatro (y el arte en sí) es un espacio sagrado en el cual el alma y el espíritu humano pueden reconocerse desde lo más profundo de sus contradicciones. Y aunque un personaje es, según recuerdo, alguien con una máscara que interpreta a una persona que no es, representándola, la maravillosa paradoja está en que al ir al teatro los personajes nos obligan a desenmascararnos ante nosotros mismos al reconocernos en sus actos y sus diálogos… o al indignarnos por comportamientos que juzgamos inadecuados. Es así que no resulta extraño que podamos identificar al teatro, y al arte en general, como esa mágica casa de los espejos que nos muestra las múltiples deformidades de nuestra condición humana, pero también refleja los anhelos y aspiraciones más sublimes de nuestra consciencia.
Un título como Ícaro nos lleva, necesariamente, a Grecia, al Minotauro y al laberinto construido por Dédalo; a la historia de alguien cuya genialidad y capacidad de burlar los límites humanos termina por aprisionarlo dentro de sus propias creaciones (materiales o mentales). Pero eso es lo que se esperaría de una obra lineal que recreara el mito original, en donde el hijo de Dédalo, Ícaro, intenta escapar de la prisión que comparte con su padre, quien la construyó para recluir al Minotauro. Sin embargo, Daniele Finzi hace de un tema trágico (el encierro, real o imaginario) una reflexión poética totalmente libre de lugares comunes y de recursos fáciles; repleta de un ingenio y socarronería que evocan la presencia de esos poco conocidos y antiguos dioses dispuestos a provocar nuestra reflexión a través de extrañas travesuras y recordándonos el poder liberador que tiene la risa.
A diferencia de todo lo que yo he visto antes, Finzi rompe cualquier paradigma y construye un espectáculo en donde se mezclan géneros, se construyen realidades semejantes a los grabados y dibujos de Escher (en donde una escalera sube y baja al mismo tiempo y una puerta permite entrar o salir a realidades distintas), sólo que —a diferencia del grabador— el actor y dramaturgo nos arroja a un laberinto emocional interior repleto de escaleras, puertas o ventanas inexistentes o efímeras que, una y otra vez, nos regresan al centro de la escena que (tal vez y sólo tal vez) se encuentra oculta —muy oculta—- en nuestro interior.
Haciendo uso de elementos oníricos, fantásticos y humorísticos, el autor y actor teje una filigrana dramatúrgica que termina por convertirse en una aventura iniciática. Y es que, según pude investigar, Ícaro fue concebido como un monólogo dirigido a un solo y único espectador; por ello, Daniel selecciona a una persona del público para acompañarlo durante su actuación, con lo cual logra involucrar a todos los presentes porque (simbólicamente) cada uno de nosotros subimos —a través de ese “elegido (a)”— al escenario.
Resulta delirante y emotivo ver como Finzi sostiene la obra durante más de una hora, saltando entre mundos, rompiendo la cuarta pared o regresando al mundo mítico como si pretendiera revelarnos que no existe diferencia entre tú y yo; la realidad y los sueños… y que, a pesar de las múltiples limitaciones que nos rodean (sociales, políticas, familiares, económicas, personales, etc.), el alma humana no deja de anhelar la libertad y de encontrar maneras para liberar todo el potencial creativo del que somos capaces.
En su excelente texto “¿Qué es un payaso?”, Alex Navarro (payaso, formador clown, director escénico, editor y divulgador del mundo del clown) dice:
«Definir al clown es de todos los ejercicios practicados en el circo, el único, seguramente, del que nunca nadie saldrá exitoso. Todo lo que pueda ser descrito por los diccionarios no es ni totalmente justo ni verdaderamente falso.
«Es muchas más cosas…, pero esencialmente, para mí, el payaso es un creador, un provocador de emociones y, sobre todo y fundamentalmente, de risa. El payaso nos hace reír, sentir y reflexionar con su visión del mundo y sus intentos de posarse por encima de sus fracasos. Nos muestra su vulnerabilidad sin tapujos, y eso lo hace humano y nos hace sentirlo cercano.
«Llámalo payaso propio, payaso interior, estado clown, o dimensión clown. Para mí son diferentes formas de decir lo mismo. La cuestión es abrir la puerta al ingenuo, inocente, ridículo y estúpido personaje que todos somos, soltar lo aprendido en nuestro camino hacia la adultez, desprendernos de las murallas que hemos edificado para protegernos, derrumbar las máscaras que nos hemos ido poniendo con los años y dejar aflorar la locura interna, recuperando en parte algunas de las pautas esenciales de cuando fuimos niños.»
Y creo que es precisamente en este ámbito en el que Daniel Finzi asume su papel como psicopompo que, a pesar de estar contándonos aparentemente su historia, también nos permite irla reconociendo como nuestra… espejeándonos en esa habitación con dos camas y una mesita, en la cual no existen puertas ni ventanas, y en donde lo único que se abre es un viejo ropero que, en la metáfora final parece indicarnos que es precisamente ahí —en algún lugar del subconsciente (¿?)— donde podremos liberarnos de todos los “ropajes” con los que nos vestimos y que ocultan lo que no se ve a simple vista: un umbral hacia lo que realmente somos y un camino permanente hacia todas las identidades posibles y a la transformación constante como uno de los mayores actos de libertad.
Una actuación espléndida, sostenida como un monólogo con un ritmo que se parece más a una sinfonía, en la cual el actor, cual director de orquesta, logra controlar el ritmo, tempo y secuencia de nuestras emociones, incitándonos a explorar con el sentimiento y la intuición, más que con la razón, los múltiples símbolos con los cuales hace malabares.
Si alguien me preguntara “¿de qué trata la obra?”, solo podría responder: “de ti, de mí, de nuestra búsqueda constante por no renunciar a la libertad y de nuestro afán por escapar de cualquier prisión o limitación mental, social, dogmática o ideológica que nos impida pensar, sentir, caminar, correr e incluso volar…
Enhorabuena y felicitaciones por la histórica muestra que da Carlos López (como director del ICA Benito Juárez) de que la capacidad, la experiencia y el compromiso pueden rendir buenos frutos y transformar nuestra confianza en las instituciones, cuando vemos el beneficio y enriquecimiento que aporta su existencia a la comunidad. Tropo
Macarena Huicochea. Estudió Letras, Psicología y Ciencias humanas. Autora deBlasfematorio(Colección Becarios del Centro Toluqueño de Escritores) y La Caricia de la Esfinge (Biblioteca del Bicentenario del Instituto Mexiquense de Cultura). Umbrales (Consejo Editorial del Estado de México) reúne sus dos libros anteriores y algunos cuentos publicados en revistas e incluso inéditos. Se ha desempeñado como guionista, conductora y productora de programas de radio y televisión. Actualmente se dedica a la preparación de un proyecto multimedia de cuentos infantiles con trasfondo mítico.
———
Imagen: Daniel Finzi. Fotógrafa: Laura Rojo (LauraRojo.com)