Por Macarena Huicochea
Me miro en el espejo y es como si me hundiera en un lago de sal, como si descendiera por el abismo de esa cuenca de azogue que sólo me devuelve astillas del reflejo. ¿Soy realmente esa criatura que, prisionera del espejo, me observa con ojos extraviados… esa bestia de cabello revuelto que afila sus garras y sus dientes en los huesos de sus víctimas? Hace mucho tiempo que ningún ser viviente se acerca a mi cubil. Un silencio mortal se agazapa entre mis alas: mi piel humedecida está al acecho.
Sólo la noche viene a calmar mis ansias cubriéndome de sueños, pero en cuanto el sol asciende reinicia mi tormento: un día tras otro en espera interminable, tratando de no olvidar las voces de los hombres que, indiferentes, preñan las ciudades; el acre perfume de sus cuerpos que atraviesa el páramo a distancia; el deseo enroscado en las oscuras pieles de los navegantes, cuyos barcos se pierden en el horizonte. De nada sirve mi canto dolorido ni el gemido letal que oculta las respuestas: ellos permanecen lejos, ignorando mi nombre y el misterio que resguardo.
Enfebrecida, busco entre los restos descompuestos de mis víctimas algo que pueda mitigar un poco el hambre y la sed que me enloquecen. Mi lengua repta entre las piedras y las grietas de la tierra en busca de algún resto de sangre derramada en otro tiempo.
El almizcle cercano de un viajero aguijonea mi cuerpo. Aguardo inmóvil mientras cuento los pasos cautelosos que se acercan y la respiración agitada de quien pretende comprobar mi existencia y vencerme con su astucia.
Sigilosa, voy al encuentro del desconocido. Medias lunas crecientes y afiladas brotan de mis dedos, anhelando el amoroso abrazo.
Mientras pronuncio el enigma, imagino, golosa, la cálida grieta por donde el licor divino manará hacia mis labios, cuando trace mi rojo jeroglífico sobre el pecho palpitante del viajero:
Acércate, profanador de enigmas,
yergue ante mí tu desnudez guerrera
y ven hasta la encrucijada en que te aguardo:
es mi canto el nudo que tu cuello añora
y tu oscura sed
el sortilegio que me anima.
Tropo
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La imagen que acompaña a este cuento es un cuadro del pintor Gustav Morrow, realizado en 1864, que se encuentra en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.