Clarice Lispector: entre el vivir y el saber que se está viviendo

Por Miguel Ángel Meza


Lo primero que se puede afirmar de la obra de Clarice Lispector (1920-1977) es que nunca estaremos totalmente preparados para leerla. Y no porque su lectura implique necesariamente poseer nociones de metafísica, indicios de ontología, de filosofía del lenguaje o de teoría del conocimiento. Su fascinante complejidad radica en que justamente nos obliga a seguirla sin andamiaje alguno, sin un sistema filosófico, sin una poética específica al uso.

            La obra de la autora brasileña nacida en Ucrania es fascinante porque comparte, a través de la literatura, experiencias sobre el ser, sobre el existir y el morir, sobre el conocer la realidad, sobre la relación entre el nombrar esa realidad y transformarla a través del lenguaje. Expresiones como el ser en sí, el para sí, el estado de gracia, la inutilidad del lenguaje, la intuición como forma del conocimiento de la realidad, la percepción inquietante del tiempo que pasa, el drama de la separatidad absoluta, el fenómeno de duración temporal esencialmente distinto de la duración de las emociones, la eternidad, y tantas otras, propias del pensamiento especulativo, son expuestas por Lispector a través de las vivencias puras de sus personajes. Especialmente en dos de sus textos emblemáticos: Cerca del corazón salvaje y La pasión según G. H., donde aparecen ante nosotros en toda su pureza vivencial, descarnadas de su ropaje conceptual, transmitidas a través de la única manera en que pueden serlo: a través de la poesía, a través de las epifanías de la vivencia poética, de aquello que se ha dado en llamar su estilo: lirismo ontológico —y que ella llamó su “no-estilo”, esa “extraña gramática” (rupturas de las reglas de puntuación, cuestionamiento permanente del lenguaje) que la autora explicaba así: “no puedo dar lecciones sobre cómo escribir, pues en mí el proceso y la elaboración se hacen inconscientemente, hasta que todo madura y sale a flote”.

            Lispector —para quien ser libre es perseguirse hasta el final— se coloca en el borde de sí misma y a partir de ahí da el salto hacia la poesía (para revelarse) y hacia la filosofía aforística (para explorar esa revelación). Pero no lo hace mediante una poética o un sistema filosófico sino mediante el mismo quehacer especulativo y el mismo hacer lírico, simultáneamente. Es decir: la vemos haciendo poesía y haciendo filosofía y a nosotros nos obliga a seguirla sólo con el recuerdo de nuestras mismas epifanías, de nuestros propios estados de gracia, con la propia experiencia. Por eso nos resulta tan adictivo seguirla, a pesar de lo complejo, porque tendría que pasarnos (y de hecho nos pasa) lo que ella afirma: perder la conciencia en la epifanía del vivir y “encontrar la mayor serenidad en la alucinación”.

            Todo le representa a Clarice (y a sus personajes) una significación epifánica —un espacio vacío, una rama, un grano de arena, una cucaracha, la playa, el mar, el cielo, el cuerpo, los ojos, la voz, la música, el amor, etcétera—, instancias que la hacen caer en estados de gracia, no entendida ésta como estados de felicidad sino como estados de revelación, como captura de los modos del ser. Digamos que hay un modo panteísta de adoración de estos momentos, aun de los más inquietantes. De ahí su concepto del amor como piedad, como devoción a la realidad, una especie de misticismo a partir de la pura intuición, de conexión epifánica con el milagro de la existencia a partir de la percepción del instante.

            Y por eso, un concepto clave de su exploración —abrumadora, paradójica, a veces ininteligible— de sensaciones, percepciones y pensamientos surgidos de su experiencia del ser y del vivir, sea, sin duda, su experiencia del transcurrir en el tiempo: Clarice, inmersa en Cronos, busca dentro de él a Kairós (es decir, el momento oportuno, el instante): aquello que Gastón Bachelard define como la intuición del instante, el tiempo vertical. Porque para ella el instante es la esencia del tiempo. Y entre cada uno de los instantes hay un intervalo, un silencio que es revelador, donde ocurre la epifanía, la revelación de la vida, momentos que son muy elusivos, que caen pronto en el silencio y se olvidan y nos sumergen nuevamente en el tedio del tiempo horizontal.

            Y como a veces duda de la existencia del instante, resulta portentoso su esfuerzo por fijarlo en palabras, y desalentadora su noción de que la escritura tal vez sea inútil para ello. Hay una distancia que separa los sentimientos de las palabras, dice: “cuando uno habla de lo que siente, al hablar, lo que se siente se transforma en lo que se dice, y cuando se actúa uno hace lo que dice, no lo que siente”. Porque la escritura no es el instante, si bien permite acercársele: “Me contorsiono para conseguir alcanzar el tiempo actual que me rodea, pero sigo lejana en relación con este mismo instante. El futuro, ¡ay de mí!, me es más cercano que el instante presente”, dirá en La pasión según G. H., su novela de 1964, su obra maestra según algunos críticos.

            Una idea que define el espacio filosófico y poético en el cual se coloca Clarice Lispector en toda su obra, aparece ya desde su primera novela Cerca del corazón salvaje —escrita cuando apenas tiene 20 años y publicada en 1944, a sus 23—: esta idea es también una actitud, un espacio de libertad, un ámbito amoral, donde se manifiesta libremente el instinto puro, lo salvaje, donde se acerca al corazón de la vida, donde estar abandonada y sola no necesariamente implica la infelicidad sino, al contrario, una forma de la felicidad. Sentir dentro de sí un animal perfecto (este animal es el instinto puro) le permite indagar e indagarse, consciente de que dejar suelto a ese animal implica el alejamiento de lo humano; porque vivir así implica un sacrificio: renunciar a la comprensión de los demás, a la compañía humana, a la humanidad ideal, para obtener un tipo de felicidad, que pocos envidiarían por la soledad que implica. Es el tipo de libertad personal que la hace valer para ella misma, no para los demás, no para lo humano ideal. Una libertad que vaya más allá de lo bueno y lo malo, donde lo bueno es vivir y lo malo es no vivir. O sea, “lo malo no es morir, lo malo es morir en vida”.

            Por eso nos perturba su definición del individualismo: “todo lo que no soy no puede interesarme”. Una afirmación que expresa las dos líneas centrales de su ipseidad, es decir, de su manera de explorarse a sí misma: de su manera de determinar la esencia en su existir. Decir “todo lo que no soy no puede interesarme” se complementa con una afirmación posterior: sólo se ve lo que ya se posee dentro de una. Es decir, la vida misma manifestándose.

            Sus personajes viven de manera intermitente un estado de percepción de la eternidad, una percepción casi orgánica, no intelectual, una sensación corporal de la eternidad. Mantenerse en esa sensación por un instante arroja una revelación: “Eternidad no era sólo el tiempo, era como la seguridad enraizada y profunda de no poder contenerlo en el cuerpo por causa de la muerte.” Ante la vida que es finita y efímera, ante la certeza de que van a morir, sus personajes tienen un momento de iluminación: hay que buscar una forma de permanecer a través de ser una con la naturaleza o con Dios (no el Dios cristiano, sino el Dios de Spinoza), ese dios identificado con la naturaleza, con el todo, con la inmanencia en las cosas, una divinidad en la existencia intangible de las cosas (la esencia de las cosas), que se hacen visibles al hombre por medio de la naturaleza o del instinto, el instinto generado a través del corazón. Esos momentos son tan altos y perfectos, que incluso quisiera morir, porque la muerte en el éxtasis es la mayor recompensa de fusión con el todo: por eso dice que en ese momento perfecto no teme, no agradece “ni cae en la idea de Dios”. Esta frase es importante: dice que no cae en la idea de Dios, lo que entendemos como que cae directamente en Dios, en la divinidad, sin pasar por la consciencia.

            Esas vivencias místicas son una especie de trance, semejante al entusiasmo tal como lo define Platón. En el Fedro, el filósofo griego afirma que el entusiasmo es la exaltación del ánimo que se produce por algo que cautiva o que es admirado.Es cuando el alma se encuentra en trance; se halla fuera de sí y tiene su sede en la propia divinidad. Porque entusiasmo significaba para los griegos “tener un dios dentro de sí”, una especie de en-diosamiento, una posesión divina.

            Estos estados de percepción de la eternidad pertenecen a la experiencia del espíritu, a la imaginación: percibir, por ejemplo, el misterio de la tierra debajo de los pies; o ciertos momentos de la música, que vibra igual que el pensamiento al momento de crearse; ciertos instantes visuales que se convierten en visiones y que le permiten percibir la existencia manifestándose, súbitamente comprendiendo, sintiendo la marca de la existencia en todas las cosas, y esa visión consiste en descubrir el símbolo de las cosas en las cosas mismas. Es decir, debajo de la aparente confusión y diversidad de las cosas hay una unidad: todo es uno, y en la confusión, uno mismo —el sujeto que percibe— es la verdad donde uno se fusiona con el todo.

            En Cerca del corazón salvaje, hay capítulos de reflexión filosófica de altísima complejidad y belleza, pero uno es especialmente revelador: ocurre en el baño, cuando Joana, nombre del personaje, tiene nuevamente una epifanía, pero ahora a través del reconocimiento de su cuerpo en transformación (es una púber a punto de convertirse en adolescente), lo cual le produce una gran alegría. Se encuentra dentro de la bañera y cuando emerge de ésta ya es otra, como una Venus surgiendo de las aguas, surgiendo del mar de la conciencia y eso le genera desconcierto, incluso miedo, porque es una nueva conciencia de integración con el todo. Lo fundamental aquí es la imagen del agua. El agua de la bañera donde se sumerge es la metáfora del agua como pensamiento. La imagen del agua es el pensamiento, es donde ella se sumerge para crear ideas. El agua es, para Juana, el pensamiento que la baña y que ya no le genera alegría sino incomodidad e incomprensión: ahora es una desconocida que no sabe lo que siente. Claro: ha nacido de nuevo, y el todo se le revela ahora como un misterio, como un ritual. Cuando el agua se seca en su cuerpo, cuando el pensamiento, la conciencia de sí, pasa, se seca, se siente humillada, se siente pobre y limitada: el cuerpo que antes admiró ahora la limita, el cuerpo limitado nos aleja de la integración con el todo.

            A partir de ahí, se suceden episodios que describen experiencias casi místicas de Joana, resultado de una revelación: la intuición de la comunión con el todo.Por este de tipo de pasajes que no sólo se van a repetir en el resto de la novela sino por toda la obra de Lispector se ha dicho que esta escritora, en realidad, escribe su autobiografía espiritual. Es decir, en toda su obra lo que hace Lispector es diseccionar su personalidad de tal manera que logra constituir lo que tal vez sea “la mayor autobiografía espiritual del siglo XX”, como afirma su biógrafo Benjamín Moser en el extraordinario libro que sobre la autora publicó en 2009, ¿Por qué este mundo? Una biografía de Clarice Lispector. Y por eso, se le ha comparado también con los grandes escritores místicos como santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz.

            Por ejemplo, la experiencia que se describe en Cerca del corazón salvaje mientras Joana reza arrodillada en su cama del internado es una sensación de integración con el cosmos, una especie de panteísmo reverencial.Primero siente que el secreto de las estrellas que ve a través de la ventana, fluye dentro de ella, se manifiesta dentro de ella, se encuentra dentro de ella, pero no logra comunicarse con él, transformarse en él. Por eso le reza a Dios. ¿A qué Dios? No al Dios cristiano, sino al dios de la naturaleza. A esa divinidad que se manifiesta en la naturaleza amoral, en la naturaleza animal, en el corazón salvaje. Esta idea es de Spinoza: para el filósofo holandés, como para Clarice, la fidelidad hacia esa naturaleza interior y divina es el objetivo más noble e irrenunciable. De ahí que luego imagine, o experimente, una especie de viaje por el mundo, fuera de su habitación, una especie de vuelo literal por el aire y por los campos, como si despareciera en el aire, viviendo en las cosas más allá de sí mismas. Es decir, es una experiencia de fusión con el todo, una experiencia mística. Hasta que regresa a su cuerpo y al verse frente al espejo se asusta de saberse tan limitada, tan recortada, tan definida, tan encerrada de los límites de sí misma.

            Y es entonces cuando intenta el camino inverso, ahora hacia el interior de sí misma para capturar la vida. Interesante que aquí mencione el pozo dentro de sí misma para buscar otras fuentes. El dilema central de este intento está planteado en la pregunta: ¿Qué es más importante? ¿Vivir o saber que se está viviendo? Enpáginas de enorme densidad y belleza —que pueden dividirse en tres momentos: racional, intuitivo y otro sobre la imposibilidad de comunicar esta experiencia—, primero intenta analizar la vida instante por instante, percibir cada cosa hecha de tiempo y espacio y unir esta percepción a la conciencia. Sin embargo, descubre que mediante el análisis el fluir de la vida se le escapa. Pero si no analiza la vida, y solo vive sin analizar cae en la inconciencia: es decir, vivir es la inconciencia en la vivencia pura; analizar es la conciencia sin la vivencia. Por eso dice: ¿qué es lo que importa? ¿Vivir o saber que se está viviendo?

            Y como el sujeto se da cuenta de que esta conciencia pura del existir, de que estas experiencias místicas o panteístas sin tener otras experiencias de vida también pueden volverse un vicio, entonces se plantea la posibilidad de concederse un intervalo, una pausa a estas vivencias puras, para sólo intentar vivir. Se trata ahora sólo de experimentar el simple gusto de vivir, pausar las vivencias del en sí,del para sí, para intentar ser ahora para los otros. ¿Por qué no intentar amar? ¿Por qué no intentar vivir? Sin embargo, como veremos, incluso el amor está sujeto a la inevitable paradoja.

            En episodios que describen subjetivamente, de manera fenomenológica, el proceso del amor, en páginas de extraordinaria intensidad poética, se describe la revelación del amor y la sexualidad, la paradoja del amor de felicidad e infelicidad (como una droga que la hace caer en la inconciencia); y la conciencia del fin del amor, del desamor, del momento en que ella regresa a sí misma. Es un proceso que tiene las siguientes etapas: la revelación (el beso); la plenitud y felicidad (el enamoramiento); la necesidad del objeto del deseo ausente, la búsqueda del objeto amado; el descubrimiento del placer, del sexo como una revelación de la armonía, como una afirmación de verdades arcaicas, cuando uno es tan cuerpo que es puro espíritu, hasta que cesa la felicidad, y ella ahora quiere despertar hacia sí misma, una vez pasado el enamoramiento. Para Joana “es inútil haber sido feliz o infeliz”. Es inútil porque esos estados (incluso el haber amado) no la transforman en algo superior, no transforman su materia ni la llevan por un camino verdadero. Y eso lo lamenta porque no pueden permanecer. Porque los momentos de vida y su verdad, al pasar, también agotan su verdad intensa, y el único placer que le aportan es posterior, el del análisis, el del placer del razonamiento.

            Perteneciente a los llamados escritores de la corriente de conciencia, Clarice Lispector llevó hasta el extremo las características que definen esta vertiente de representación de la realidad: énfasis en los estados interiores de los personajes cuyos impulsos mentales están al margen de la reflexión; y argumento esencial que ocurre en la conciencia de uno o más personajes donde no hay forma alguna de comunicación, porque de lo que se trata es mostrar el nivel anterior a la palabra, es decir, el misterio de la intimidad de los niveles de la conciencia anterior a la expresión oral.

            De ahí que en la obra de Clarice predomine lo episódico. Es decir, no hay una continuidad explícita en el hilo de la trama sino una continuidad episódica que apenas nos permite inferir qué es lo que va pasando en la vida de sus personajes. Los hechos externos en la vida de sus creaturas son el pretexto para la exploración de la conciencia del ser y del existir, una exploración mediante la vía fenomenológica, mediante la percepción, hacia la corporalidad. Esto es notable en la novela que hemos analizado: argumento simple, estructura formal muy compleja, pensamiento filosófico profundo.

            Y de ahí el desconcierto del lector ante una estructura formal que presenta desorden temporal (al eludir la secuencia cronológica), continuidad narrativa fraccionada (casi sin marcadores temporales ni espaciales) y una narración caracterizada por saltos interiores que ocurren en la psique del personaje a través de monólogos (directos e indirectos), descripciones subjetivas, soliloquios, y a veces flujo de conciencia. Todo esto para presentar la estructura mental del personaje: Lispector no sólo nos conduce por las sendas de la conciencia humana, sino que muestra que esta conciencia pasa por procesos mentales desordenados, alienados o ilógicos.

            Considerada por el gran público como una autora “difícil”, Clarice Lispector —la escritora brasileña más importante del siglo XX— es, en realidad, una autora mítica que, a su fama de autora difícil de leer, suma el hecho del enigma de su persona y del misterio de su origen (aspectos que comentaremos en una próxima entrega, en la reseña de la biografía de Moser, ya mencionada). Pero, sobre todo, por la radicalidad de su cosmovisión, una cosmovisión empática con el estilo modernista, tan alejado del tradicional realismo de la literatura brasileña de la época y muy cercana a la influencia de autores como James Joyce y Virginia Woolf, por su intento de concentrarse en el fluir de la conciencia, en las pulsiones primordiales que se agitan antes de que el intelecto las racionalice.

            Hélène Cixious, en una multicitada frase trata de transmitirnos una idea de los vasos comunicantes que definen su obra. Dice la filósofa francesa: “Si Kafka fuera una mujer; si Rilke fuera una escritora brasileña judía nacida en Ucrania; si Rimbaud hubiera sido una madre, y hubiera llegado a cumplir 50 años; si Heidegger hubiera sido capaz de dejar de ser alemán… En este ambiente escribe Lispector”.

            Para Benjamín Moser, el misticismo judío que descubre en Lispector (esa búsqueda espiritual en y a través de la palabra) explicaría, en parte, el hermetismo de algunas novelas de la escritora y su concepto de la palabra como signo creativo, que podría estar inspirada por la tradición hasídica, las lecturas talmúdicas de su padre, y su lectura de Spinoza.

            Y por ello no es exagerado compararla con Kafka ni admitir su convergencia con Hana Arendt y María Zambrano, filósofas vitalistas y críticas que abrazan un singular humanismo que, además, encuentra en el amor la fuerza esencial para desafiar jerarquías patriarcales. Y en última instancia, su análisis de la problemática del ser genera encuentros con Heidegger y Sartre, focalizando la mirada en la sociedad instrumentalizada, la crisis existencial en lo cotidiano, y la necesidad de construir un auténtico mundo interior.

            Acercarse a la obra de Clarice Lispector no sólo es una experiencia turbadora y esencial; es una obligación espiritual para todo aquel lector que desee conocer esta vertiente de la gran literatura del siglo XX. Un lector que cumpla con la petición que hace la propia Clarice en La pasión según G. H. la novela que la consagró en 1964: “Este libro es como cualquier libro. Pero me sentiría contenta si lo leyesen únicamente personas de alma ya formada. Aquellas que saben que el acercamiento, a lo que quiera que sea, se hace de modo gradual y penoso, atravesando incluso lo contrario de aquello a lo que uno se aproxima. Aquellas personas que, solo ellas, entenderán muy lentamente que este libro nada quita a nadie. A mí, por ejemplo, el personaje de G. H. me fue dando poco a poco una alegría difícil; más alegría, al fin.”

            Una alegría que contrarrestara la soledad profunda, la nostalgia casi existencial en que vivía Lispector, expresada en la saudade, esa palabra que sólo existe en portugués y que la autora nos describe así: “Saudade es un poco como hambre. Sólo ocurre cuando se come la presencia. Pocas veces la saudade es tan profunda que la presencia es poco: se quiere absorber a la otra persona toda”. Tropo

Miguel Ángel Meza. Cancunense originario de la Ciudad de México. Poeta, narrador, crítico y editor. Desde 1986 radica en Cancún. Fue director de la Casa del Escritor de Cancún (1997-2004) y de la revista literaria tropo a la uña (primera época, 1998-2007). Es autor de los poemarios Destellos de mareas (Praxis, 2004) y El rostro que habitamos (CCL, 2015) y del libro de cuentos Cada quien su paraíso (Letramar-CCL, 2014). Actualmente, coordina varios talleres de lectura y edita la revista literaria digital tropo (segunda época). Obtuvo en 2019 el Premio Internacional de Poesía Caribe-Isla Mujeres.

—— Imagen tomada de la web: https://es.wikipedia.org/wiki/Clarice_Lispector#
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