Por Cybèle Cébyle
Los últimos días en la casa que me ha visto vivir durante un año han sido en compañía de una amiga. Ella es quien me recibe cuando abro la puerta corrediza y la encuentro ahí, quietecita, parada y observándome en silencio. Con unos cuantos pasos dentro de la casa ella ya sabe que estoy ahí: me siente con esas sus manos de látigo, tan estiradas y ondulantes, perfectas para percibir el ambiente. Recurre entonces a ocultarse bajo el cajón junto al escritorio para perderse así en un mundo de papeles, copias de inconseguibles textos literarios y objetos olvidados que se esconden del polvo.
Mi amiga es callada, pero su presencia es capaz de causar miles de gritos. Sus dimensiones la hacen ser grande entre las grandes, por más que —en realidad— sea pequeña; de su dieta he sido testigo muchas veces y, desde que se apareció en mi vida, huyen de mi casa cuantas criaturas antes solían entrar y hacer de cada espacio su territorio. No: ahora, con mi amiga, las puertas están cuidadas, los umbrales vigilados, las esquinas limpias y las ventanas despejadas. Cumple con su trabajo en tiempo y forma y por ello desearía tenerla conmigo para siempre.
No me explico cómo fue que arribó, pero fue así: de manera súbita y con el obligado salto que genera el tener tan sólo un atisbo de su figura. Asusta. Espanta. Ignoro si se sabe imponente o si desconoce en realidad que en su apariencia reside gran parte de su poder. A veces la imagino humana, apersonada en mi hogar, preguntándose quién habrá apagado la luz de unos sentidos que, al adquirir dimensiones homínidas, mermarían su percepción de la realidad. ¿Correría también por los rincones? ¿Buscaría su escondite? ¿Anidaría en las esquinas? O quizás me mataría para usarme como alimento.
Aun así, mi amiga es mi amiga, simple y llanamente. De esa forma es como la llamo cuando llego y la quiero encontrar. “Amiga, dónde estás”. “Amiga, qué estás haciendo”. “Amiga, en dónde te escondes”. “Amiga, te extraño”.
Y los días con la amiga transcurren sin contarse.
Cuando cae la noche, ella se despierta: emerge de las profundidades de los documentos y papeles para hacer guardia en la puerta delantera. A la trasera la ha dejado tan bien dominada y defendida que las hormigas han optado por ya no entrar más y se han largado de ahí. Junto a la maceta de heliconias se para y me recibe ahí: se queda quieta al verme, estoica, a sabiendas de que no represento amenaza alguna para su majestuosidad. Mi amiga se sabe una reina en sus dominios, una que ha luchado por su tierra a capa y espada y que ahora le pertenece. Por eso mismo es que a mi amiga —la misteriosa, la fea, la odiada, la incomprendida— la protejo todos los días, también, a capa y espada.
He logrado establecer con ella una relación que antes creía imposible: la del cuidador cuidado. Pues ella, al cuidar de mi casa, recibe también el cuidado mío en forma de una pequeña tapita con agua de la que esta noche la he visto beber. Al asomarme para yo misma ir en busca de un trago nocturno a la nevera, encontré a mi amiga en su sitio junto a la maceta y bebiendo tranquilamente el agua que le había dejado unas horas atrás. La paz que me dio el contemplar con qué sosiego semejante criatura bebe agua es inexpresable. Fue una combinación de horror, sí, el horror que me da el pensar lo tristemente raro que es ver a un animal tan detestado tomar agua y que siga con vida, pues todos lo quisieran muerto y, en otras instancias, ya estaría muerta. Agua. La vida. El soplo vital. Y también tuve miedo, sí, el miedo. Miedo de que, de haber caído en otras manos, mi amiga no estaría tan grande como lo está hoy ni se encontraría segura aquí en casa, a la sombra de una maceta y tomando un agua limpia, fresca, pura.
Mi amiga es mi amiga. Es la cuidadora que me cuida y la cuidadora a la que cuido. Me permite existir en un hogar en el que mi voz ya no es absorbida por libreros ni paredes, sino que, de alguna forma, encuentra eco en esa minúscula pero gigantesca presencia de ocho patas y dos látigos que se agitan como si buscasen saludar. Mi amiga es mi escucha, es mi ternura, es mi atención, es mi silencio, es mi miedo, es mi nocturnidad, es mi independencia, es mi trabajo, es mi esfuerzo, es mi dolor, es mi cansancio; pero, sobre todo, mi amiga es mi vulnerabilidad.
Porque nadie es más vulnerable que aquella mujer que se sabe que está sola contra el mundo, y que el mundo la odia simplemente por ser como es, por verse como se ve, por vivir como vive. Y nadie es más vulnerable que ese ser buscado y detestado por la Tierra entera al tomar agua sin que nadie le moleste. La vulnerabilidad se protege con una gran fuerza, y yo estoy segura de que —mientras sean mías estas cuatro paredes— mi amiga vivirá por siempre sin ninguna clase de miedo, en total calma y rodeada de paz.
Para mi amiga, tuya hoy y siempre,
Cybèle.
Cybèle Cébyle (Mérida, Yucatán, 1994). Narradora, poeta, docente y tallerista. Es Licenciada en Literatura Latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán. Ha publicado en El arte en la academia (2014), Manglar Zine (2019), el Blog Librópolis de Universo de Letras UNAM (2021 y 2024) y la revista Neotraba (2024). Premio al Mérito Universitario de la Universidad Autónoma de Yucatán 2016. Beneficiaria de la convocatoria “Contigo a la Distancia” de la Secretaría de Cultura del Gobierno de México en 2020. 2° lugar en el Segundo Concurso Nacional de Cuento “Bailando con Elena Garro” (“Antes de que se enfríe el café” A.C./Fondo de Cultura Económica). Premio Peninsular de Poesía “José Díaz Bolio” 2024 por Plegaria en pedipalpos.