Cartografía para regresar, travesía recurrente a un NO LUGAR


Por Oscar Reyes Hernández


Cartografía para regresar

David Anuar

Libros del Marqués,

2023.

53 pp.


Cartografía para regresar de David Anuar es una travesía recurrente a un NO LUGAR donde el recuerdo se va clavando un código postal que te penetra como un tatuaje. La memoria en esta pieza de teatro es como un trazo violento de tinta en aguafuerte, intensa por el primer golpe, pero que se va deslavando hasta casi desaparecer. Semejante a las sensaciones asidas con viva fuerza, como lo expresa Mauro Barea.

            Una pieza teatral de un solo acto, con una estructura compleja que invita a la experimentación escénica. En un próximo montaje, yo identificaría altos recursos poéticos por la construcción recurrente de atmósferas superpuestas y diálogos que bien pueden acompañarse —si así lo decide el director— con distintas tareas escénicas, luces de penumbra y la construcción de personajes enmarañados entre la maleza, por lo tanto, orgánicos, traslúcidos. El gran clímax de la obra, Anuar se lo deja a cada uno de nosotros, según como nos hayamos adentrado o no en este texto dramático.

            Un texto que pareciera ser una caminata, siempre andante. Penetrando el mangle o la cavidad de los cenotes, el personaje principal anida en su memoria con cierta melancolía y rabia. Levanta con su perorata cuerpos desmembrados, llantas que flotan en el fango que fermenta, con recuerdos que elevan el volumen de voces que ya no dialogan entre sí, que más bien se encuentran, que chocan y se apartan de nuevo a los rincones de una casa habitación que se hunde suavemente en la piedra caliza.

           La obra de Anuar encierra hábilmente una historiografía donde de pronto una serpiente cambia de piel y deja un largo rastro de escamas muertas, que detiene los instantes entre escombros que aparta de su mirada como una serie de fotografías instantáneas. Donde la memoria se revela lentamente, pero que siempre fragua con una imagen de fango, vacío y oscuridad que te ponen la carne de gallina.

            El viajero dejó la casa, pero hoy regresa a levantar vestigios de su niñez, es una celebración con vodka entre objetos vivos y seres queridos que ya no están tan presentes. Entre ruinas a las que teme ingresar, porque sabe que entre todos estos escombros está guardado su corazón.

            Es una mudanza, objetos perdidos en el olvido, frases silenciadas en el tiempo breve de un recuerdo siempre nebuloso, una suerte de grito contenido a la mitad de la selva urbanizada.

            Es el drama del hijo, un historiador varado en su propio oficio de reconstruir el pasado, un péndulo que va que regresa y que golpea con fuerza las paredes de su casa vacía; es la historia de una madre (con veintiún años más que él) y del abuelo (ya sin edad). Ellos son el pasado que se dibuja en las paredes mohosas que a veces se prefiguran como aves migratorias, como serpientes que penetran el repello y la pintura, como felinos en reposo después de haber descarnado a su presa.

            D. (Daniela, doctorante, que se siente una gran pendeja) es una especie de nueva senda en la cartografía de viajero del protagonista, pero que no termina por asumirse como novia, amante o tan solo una acompañante que entre ratos le ayuda a combatir su extensa geografía de sal de mar como roca solitaria que se disuelve en el polvo.

           Hay otros personajes en la historia: dos ciudades imaginadas, con su propia rutina en el hastío donde se advierte el vértigo de una caída lenta. La casa habitación de su infancia que se fragmenta con el vuelo liviano de muebles viejos —pero aún germina, se cunde de brotes y florece en un recuerdo. Y el padre de familia imponente como el mar abierto, que está siempre ahí como una ceiba cundida de espinas, petrificado pero invisible para todos.

            El personaje central no tiene nombre, solo oficio de nigromante. Vuelve porque está solo, a un apartamento con puertas tapiadas, en una casa donde tiembla todo el tiempo y que se derrumba por el lastre de tantos recuerdos, reproches y piezas dispersas de un LEGO que cayó con sus pesadas losas de una casa de colores primarios que nunca se terminó de construir.

            En esta obra el poema de Esther Seligson es un faro en el horizonte, un destello que circunda toda la obra y que guía al personaje principal en una cartografía en la que se zarpa seguro de no regresar pero que retorna como un MOEBIUS a este mismo puerto de abrigo: Correo desde Italia:/ Nunca fui habitante de paraísos artificiales/ —ni calcé zapatillas para cruzar aguas turbulentas/ —sin compañeros de destino.

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