Por Domingo Batista Marrero
Cubano de nacimiento, Agustín Labrada reside actualmente en Cancún, México, quizás por aquello que dicen de que los isleños siempre necesitamos estar cerca del mar.
Ligado siempre a las letras de una u otra forma, Agustín lleva una amplia trayectoria profesional a sus espaldas: periodista, docente, gestor cultural y coordinador, en su Cuba natal, de la sección nacional de Literatura de la Asociación Hermanos Saíz de Jóvenes Artistas.
En cuanto a sus trabajos, el cubano-mexicano ha publicado algunos poemarios entre los cuales podemos nombrar: La soledad de hizo relámpago, Viajero del asombro, La vasta lejanía y Saxofoneando, y una antología poética de la generación de los ochenta en Cuba llamada Jugando a juegos prohibidos.
En el campo del periodismo cultural, podemos nombrar algunas de sus obras como Palabra de la frontera, Más se perdió en la guerra, Un paseo por el paraíso, Seis caminos y Ellas están de paso; y en el de la ensayística: Teje sus voces la memoria, y Padura y el nuevo periodismo.
Nacido en Holguín, Cuba, en 1964, Agustín Labrada publica ahora El tesoro en la mirada de la mano de Juan Calero Rodríguez y Héctor Rodríguez Riverol. Es un proyecto que inaugura la colección Idafe de Abra Canarias Cultural, en el que convergen la aventura, la imaginación, la amistad, el paisaje, el miedo…, y nos volverá a sacar el niño que todos llevamos dentro.
—¿Cómo fue surgiendo El tesoro en la mirada?
—Lentamente. Es un libro escrito sin prisa, se fue sedimentando con el paso del tiempo mientras se tejían los poemas en estructuras tan disímiles como el soneto, la décima, el romance, el caligrama, la tanka, la canción, el ovillejo, la lira, la silva, la redondilla… y ese entramado de formas métricas y musicales tuvo sus personajes, sus relatos y sus atmósferas.
Una escoba que limpia los males ajenos, un león prófugo en las montañas, un reloj enfermo de olvido, un colibrí que colorea al cielo… son algunos protagonistas de este poemario que se fragmenta en cuatro partes divididas por caligramas que representan veleros o “poemas en fuga”, como me dijo alguna vez mi amiga Aralia López.
En la primera parte, en la que uso estrofas poéticas rimadas, afloran estos y otros personajes encantados; en la segunda —donde la temática es la música— y en la tercera —centrada en la familia— empleo una estructura japonesa (la tanka). Al final, retomo la rima para narrar la aventura de unos marineros que buscan con afán un tesoro enterrado.
Dicho así, parece muy pensado. Esa distribución fue lo último en el proceso de este libro. Los textos nacían (poco a poco) espontáneamente y los archivaba. A otros los deseché. Tuve como un baúl lleno de muchos colores y hubo que articular esos colores en la búsqueda de una unidad, en un trabajo semejante al de un arquitecto o un artesano.
—¿Hay recuerdos de tu infancia en este poemario?
—Sí, pero pueden ser también recuerdos análogos a los de otros adultos e incluso vivencias de niños de hoy, como esos muchachos que no pueden alcanzar el arcoíris, la figura estremecedora de una ceiba en medio de la sabana, los sonidos que hace en la cocina una abuela, lo que se logra fabular dibujando en un papel, temores familiares…
Creo que se funden aquí dos pasiones de mi infancia: la música a través de la poesía rimada y las novelas de aventuras. Hay un imaginario donde la naturaleza mantiene jerarquía y el universo marítimo cumple amplias funciones metafóricas. Somos hijos de islas con su expansión de barcos, viajes, muelles, fabulaciones y la utopía de la libertad.
—¿Los niños actuales pueden familiarizarse con tu libro?
—¿Por qué no? Todo lo que implique fantasía es un imán para los niños, pues, aun atrapados en las telarañas de la Internet y la vorágine de basura que ello arrastre, sus mentes y emociones siguen abiertas al juego, la música y las hazañas. Hay sentimientos y valores que se universalizan y perduran más allá de la moda o el yugo tecnológico. A los niños y adolescentes de todas las épocas les atraen las aventuras, los héroes que desafían lo desconocido en contextos exóticos. Por otro lado, la rima, que se ve con algún recelo entre los poetas mexicanos, es otra seducción por su carácter rítmico y melódico.
—¿De dónde viene el título?
—Del hallazgo final. Estos navegantes, guiados por mapas que dejó un viejo marinero, buscan un tesoro y descubren que el tesoro no es más que el paisaje y los seres que lo pueblan, que nunca viajaron realmente más allá de su isla y, en vez de perseguir aquello que no poseen, al detenerse y mirar hondo, se reencuentran con la belleza que los circunda.
El tesoro está en la mirada, en el asedio sensible y visual que hacemos de nuestro escenario. Por eso hay embarcaciones que desean alas, pétalos que persiguen a un unicornio, un payaso que pinta rinocerontes, vacas que se tornan amarillas… El mundo puede verse desde la magia, sin que esa magia se aleje demasiado de la realidad.
—Veo mucha insularidad, ¿no es cierto?
—Es curioso, porque el libro se publica en una isla atlántica, yo nací en una isla caribeña y Cancún, antes de ser este emporio turístico, fue una isla hermosa. Un cauce de insularidad recorre a estas coincidencias. A ello le sumo que en uno de esos pueblos canarios (tal vez Utiaca o Moya) nació una de mis bisabuelas: Vicenta Blázquez.
De alguna manera, me remito a referentes isleños como los de La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson; La isla misteriosa, de Julio Verne, y Robinson Crusoe, de Daniel Defoe. La isla como emblema de aventuras y el trasfondo marino en las acciones y el fluir lírico. Son señales que les podrían gustar también a los adultos sensibles.
—El miedo está presente en algunos textos como “Hasta la noche”, “Un avestruz”, “Nieva en los cuartos” … ¿Eso está bien para los niños?
—El miedo es intrínseco a la condición humana y se experimenta desde la niñez. Esto ha sido explorado magníficamente por poetas como César Vallejo y Eliseo Diego. Todos hemos experimentado el miedo, no es algo que avergüence. A veces, actuar con miedo, nos libra de consecuencias catastróficas. Dudo de las valentías excesivas, pienso que son máscaras para esconder grandes temores. Es un tema que los niños deben asumir como parte de su cotidianidad, sin que signifique una sombra hostil, y eso equilibra al conjunto poético en contraste con otras imágenes divertidas, como la de los cangrejos que comen helados o la del capitán que confunde la punta de una playa con un cerezo y un corcel.
—¿Qué dirías de esa portada preciosa y colorida?
—Es una portada de Valia Quintana, una artista visual que ahora vive en la Florida, Estados Unidos, y que en La Habana, cuando vio los primeros versos, me dijo que ella quería ilustrar esos poemas cuando llegaran a conformar un libro. Cumplió su deseo sintetizando el espíritu del poemario en una imagen poderosa, plena de sugerencias.
—Valia, quien tiene también una valiosa obra de escultura en barro, actúa a partir del instinto y la sensibilidad y cuando algo le late lo aborda estéticamente desde el corazón. Me siento agradecido con esa portada cromática y sugestiva, y agradezco también el diseño de Arnaldo Leal y los párrafos de la cuarta de forros de Ramón Iván Suárez.
—¿Resumes tus poemarios anteriores, predecirías sus destinos?
—Antes de El tesoro en la mirada, vieron la luz La soledad se hizo relámpago, Viajero del asombro, La vasta lejanía y Saxofoneando. Creo que a los cinco los une un hilo tan misterioso como esta necesidad mía de expresarme a través de la escritura, cuando no hay antecedentes artísticos en mi familia y crecí en un barrio casi marginal.
Aunque los cinco aparecen con características formales distintas y responden a diferentes momentos de mi camino, en todos hay confesión, dolores y nostalgias en líneas temáticas que abarcan recuerdos de niñez, el amor en sus muchas coyunturas, la historia y el arte vistos desde vitrales singularizados, la existencia misma con sus noches.
Esos y otros asuntos están dispersos en mis poemas, donde hay un predomino del verso libre, pero también sonetos y décimas y en este último más estrofas hispano-italianas, cuya renovación y potencia no se hallan en la estructura, sino en el lenguaje. El versolibrismo tampoco es tan joven. La forma, por sí sola, no es garantía de calidad.
El destino de los libros es enigmático, pues transgrede épocas y lectores. No creo que Lezama, Whitman o Machado tuvieran conciencia de cómo serían leídos en el futuro, en manos de quién iban a caer sus obras. La poesía no es de grandes públicos ni de inminentes impactos. En silencio, encuentra a sus receptores y purifica sus almas. Tropo
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Con autorización de Abra Canarias Cultural.